jueves, 31 de mayo de 2012

LA VIRGEN DEL AMOR HERMOSO






Hemos llegado al fin de Mayo, al día poético que, como penacho de blancas azucenas en oloroso ramillete, cierra este mes de devociones marianas.
¡El mes de Mayo!... ¡El mes de las flores!... El mundo cristiano no podía elegir, en todo el año, otra época más adecuada para honrar a la Madre de Dios.
En este mes dichoso, la naturaleza, por obra y gracia del Señor, se reviste con sus mejores galas. Todo en ella es luz, color, exuberancia, vida… Nuestros corazones, en presencia de tan magnífico espectáculo, saltan llenos de regocijo, y hay momentos en que, olvidando nuestros desengaños y dolores, bebemos en este ambiente de primaverales esperanzas, la sabrosa alegría de sus horas de sol, que vinieron a sustituir las noches tristes del helado invierno…
Al llegar, la Primavera comunica a todos los corazones robustez y energía, entusiasmo, inspiración. Todos tienen para ella una frase de bienvenida cordial, porque para todos trae en su amante regazo las delicadezas de un tierno obsequio: mariposas de alas brillantes para el niño inquieto que comienza a revolotear en la vida; hebras de sol benéfico para el triste anciano que, al peso de sus años se va inclinando hacia el sepulcro; bonanzas que al marino aseguran una feliz travesía; horas apacibles que permiten al labrador de los campos verter sudores copiosos sobre la tierra; a los poetas, el rumor de la fuente que ya quebranta sus hielos, el piar de la golondrina que ya vuelve a su lar antiguo, el arrobo místico de la naturaleza cuando viene el día…

(CONTINUARÁ… pag 547)

miércoles, 30 de mayo de 2012

SAN FERNANDO III, REY DE ESPAÑA




El gran doctor de la Iglesia, San Agustín, en el libro quinto de la Ciudad de Dios, pone estas palabras acerca de los reyes: “Los reyes no son felices por sus riquezas ni por su poder; son verdaderamente felices si gobiernan con justicia a los pueblos que les están sometidos; si no se envanecen con los discursos de sus aduladores ni en medio de las bajezas de sus cortesanos; si su elevación no les impide acordarse de que son mortales; si son lentos para castigar y prontos para perdonar; si emplean su poder en extender el reino de Dios; si prefieren al reino en que son los amos, el reino en que serán iguales a los demás.”
Juzgando la vida de San Fernando, puede afirmarse que este glorioso rey fue verdaderamente feliz, porque toda su vida constituyó un largo combate, una cruzada en la que, como el pobre trabajador gana el reino del cielo soportando con resignación las penas de su trabajo, él se santificó esgrimiendo su cetro por la verdad y la justicia.
Regna propter veritatem…, et justitiam, et deducet te mirabiliter dextera tua (1) Reina por medio de la verdad y de la justicia, y tu diestra te conducirá a obras maravillosas. Y esto hizo Fernando, rey de Castilla y de León.
Un rey santo es el fenómeno más extraordinario que puede ofrecerse a la consideración de los pueblos. ¿Por qué? Porque en ninguna parte es tan difícil adquirir la santidad como en los tronos. La adulación, la intriga, la hipocresía, el engaño, el bastardo interés, rodean muchas veces el solio de los príncipes. Se necesita ser un gran carácter para desafiar los mil peligros que brotan al paso de la planta regia, y para rechazar las miasmas de corrompidas pasiones que se agitan en torno de aquellos a quienes se halla confiada la alta dirección de los Estados. Todo hombre débil, cobarde, presto al arrullo de la lisonja y fácil a la molicie y al vicio, si se halla entronizado en las gradas del poder, caerá rápidamente en un bajo nivel moral; y en vez de ser monarca prestigioso, orgullo y honra de sus pueblos, será degenerado príncipe a quien sus súbditos mirarán con desprecio y para el cual guardará la Historia una página de profunda execración.
Grandes reyes, pues, son aquellos hombres que, constituidos en el solio saben hacer reinar la verdad y la justicia, bases únicas de orden y prosperidad en todos los pueblos.


(1)     Ps. XLIV, v. 5.


(CONTINUARÁ… pag 534)

martes, 29 de mayo de 2012

SAN VOTO Y SAN FÉLIX, CONFESORES




Entre los muchos santos que han enaltecido el suelo de Aragón, figuran los esclarecidos Voto y Félix, de los que juntamente hace hoy conmemoración la Iglesia.
Creemos que, ya lo hemos dicho y a hora lo volvemos a repetir, ocurre con muchos santos lo que ocurre con muchos genios en las diversas ramificaciones del saber: sus vidas, a pesar de haber sido suficientemente luminosas para irradiar en todos los siglos, son desconocidas por la mayor parte de la humanidad.
Esto, cuando se trata de personalidades ilustres que brillaron un día por sus talentos o sus virtudes en otras naciones, no ofrece nada de particular, pues no estamos obligados a conocer y catalogar en nuestra memoria todos los nombres prestigiosos de la humanidad. Pero sí es extraño, y debe llamarse la atención sobre ello, que la propia nación, acaso en la misma localidad donde hemos nacido, desconozcamos, no ya los incidentes y circunstancias de sus hombres famosos, sino hasta el nombre de quienes, en una u otra forma, enaltecieron el suelo patrio.
Y la ignorancia es más censurable cuando se trata de un héroe de la virtud, de un santo.
Decimos esto porque hoy, repasando en calendarios y martirologios de diversas épocas y naciones los santos que conmemora en el presente día la Iglesia, hemos tropezado con los nombres de dos españoles ilustres, cuyas vidas desconocerán por completo, seguramente, la mayoría de los españoles.
Nos referimos a San Voto y a San Félix, esclarecidos hijos de Zaragoza, a la sombra de cuya ermita se construyó uno de los monasterios más célebres de la Península: el monasterio de San Juan de la Peña, plantel de insignes varones de la Orden Benedictina.

Voto y Félix eran hermanos, tan distinguidos por su calificada nobleza como por su gran piedad. Nacieron en Zaragoza, ciudad de santos y héroes, en aquellos tiempos de dura esclavitud en que España gemía bajo el poder musulmán.
Tanto los cristianos de la provincia de Aragón como los demás de todo el reino, tuvieron necesidad de someterse, si querían ejercer libremente la religión de Jesucristo, a los crecidos impuestos y tributos que les impusieron los árabes.
Voto y Félix, como opulentos señores de la ciudad y fervorosos cristianos, no solamente pagaban el impuesto que les correspondía, sino que llevados de su gran caridad ayudaban a pagarla a aquellos mozárabes pobres que no podían subvenir con sus escasos recursos a las exigencias del fisco musulmán.
Eran ambos hermanos de integérrimas costumbres, no conociéndoseles otra diversión que la de la caza, por la cual sentían, especialmente Voto, verdadera afición.

(CONTINUARÁ… pag 517)

lunes, 28 de mayo de 2012

SAN GERMÁN OBISPO DE PARÍS



Después del martirio que cimentó la sociedad cristiana, y de la ciencia que la prestó robustez, vino la dirección, el gobierno que perfiló y concluyó la gran obra.
Cuando una tierra ha bebido la sangre del sacrificio, y cuando ha sido penetrada por los rayos luminosos de la doctrina cristiana, esa tierra no pide otro principio de fecundidad que la simiente del sacerdocio y del episcopado. Por esto los grandes Obispos se asientan en la historia de los pueblos cristianos a continuación de los grandes doctores y de los grandes mártires, y su actividad maravillosa viene a dar a todo el edificio su forma y coronamiento.
A través de los agitados siglos, el Episcopado católico, fiel a la grandeza de su misión en el mundo, sigue sin vacilaciones la ruta gloriosa que Dios le trazó, conduciendo por las espaciosas vías de la civilización cristiana, a todos los pueblos que tienen la dicha de someterse a su yugo paternal.
Desde los primeros siglos de la Iglesia, el Episcopado aparece revestido por la Divina Providencia de una fuerza, de un ascendiente beneficioso sobre los pueblos, que en vano los orgullosos poderes de la tierra han pretendido destruir.
Y es que la vida de un Obispo abraza todos los deberes y todas las funciones de la vida civil y religiosa.
Un Obispo, dice un ilustre apologista, bautiza, confiesa, predica, administra las órdenes sagradas, confirma en la fe, dicta las penitencias privadas o públicas, lanza anatemas, levanta excomuniones, concede indulgencias y gracias espirituales…; un Obispo administra los bienes de su clero, pronuncia su fallo como juez de paz en las causas particulares; sirve de árbitro en litigaciones ciudadanas; publica tratados de moral, de disciplina, de teología; escribe contra los heresiarcas y los filósofos; se ocupa de ciencia y de historia; envía cartas luminosas a ilustres corporaciones que en asuntos arduos demandan sus consejos; asiste a los Sínodos y a los Concilios, es llamado a consulta por reyes y príncipes, encargado de negociaciones importantes…; en suma, los tres poderes, religioso, político y filosófico, se hallan concentrados en el Obispo.
Tal fue San Germán, el glorioso Obispo de París. Por su elocuencia, su santidad, sus milagros, su caridad y su influencia cerca de los poderes de la tierra para la salvación y engrandecimiento de su país, es uno de los Prelados más ilustres de su siglo, merecedor de esa veneración singular con que le miran los católicos hijos de Francia, que aun no sintieron envenenadas sus almas con la ponzoña que en estos últimos años ha vertido el odio sectario contra venerandas instituciones y prestigiosas figuras.
A pesar de los medios criminales que empleó su madre para malograr su generación, Dios quiso que Germán viniera al mundo, el año 496, en el territorio de Autun, y desde los primeros años, ya plugo a Dios favorecerle con su especial protección.
Su abuela, intentó envenenarle para que todo el caudal de la familia lo heredase Estratidio, otro nieto por el que sentía ciego cariño.
A raíz de este incidente, huyó Germán a Luzy, al lado de su pariente el ermitaño Scopilión.
Allí, bajo la disciplina de tan santo como sabio maestro, aquel niño que tan mal había sido acogido en el seno de su propio hogar, halló consolador refugio, y tomando por modelo a su ilustre tío, que desempeñó para él los oficios de padre, adelantó rápidamente por el camino de la santidad.

(CONTINUARÁ… pag. 502)

domingo, 27 de mayo de 2012

SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI (1)



Entre la pléyade brillante de esas vírgenes cristianas que consagran en el claustro su existencia a Dios, hay figuras de superior relieve a cuyo lado los méritos y virtudes de las otras, con ser de suyo tan grandes, quedan, sin embargo, sumidos en la obscuridad.
Teresa de jesús, Clara de Asís, Clara de Montefalco, Rosa de Lima…, por sus extraordinarios trabajos acá en la tierra y los favores singulares que recibieron del cielo, ocupan un lugar preeminente en la vida conventual. El perfume de estos blancos lirios de pureza es más intenso que el que exhalan las demás flores del claustro.
María Magdalena de Pazzi pertenece a ese número de vírgenes escogidas, cuyo oloroso efluvio de virtudes se esparce por la tierra como inextinguible onda de un rosal nunca marchito…
Por sus penitencias, por su amor profundísimo a la castidad, y por sus éxtasis y arrebatos frecuentes, esta santa irradia con luz propia entre las más ilustres religiosas que abrillantaron con sus virtudes el hermoso cielo de la insigne Orden Carmelitana.

Florencia, la bella ciudad, flor de las ciudades de Italia, como la llama Ortelio, fue la patria de María Magdalena de Pazzi.
Eran sus padres Camilo Geri de Pazzi, y María Lorenza Buon de Monti, tan ilustres por su sangre como por su cristiana conducta.
Al abrigo de aquel hogar eminentemente católico comenzó a desarrollarse el azucenado varal de las virtudes que había plantado Dios en el corazón de María Magdalena de Pazzi.
Toda la felicidad de la niña consistía en rezar las oraciones que le había enseñado su piadosa madre. Todos sus deseos cifrábamos en que llegase el día de su primera comunión. Cada vez que su madre comulgaba, acercábase a ella y comenzaba a aspirarla como se aspira una flor. “¿Qué haces, hija mía?” –preguntaba Lorenza.- “Madre, os estoy oliendo…” –replicaba la niña.- “¿Y a qué huelo?” “¡A Jesucristo…!”

 (CONTINUARÁ… pag 483)


(1)   La mayor parte de los santorales españoles escriben Pazzis, tomado sin duda de los Bolandos; pero los hagiógrafos modernos, entre ellos los italianos (y se trata de una Santa italiana), escriben Pazzi, apellido del padre de la Santa.

sábado, 26 de mayo de 2012

SAN FELIPE DE NERI




El Santoral cristiano es como una de esas grandes y hermosas urbes que a cada instante suscita con sus monumentos la admiración del viajero, que llega desde obscura e ignorada aldea.
Acostumbrado a no ver más que el reducido perímetro de su lugar, se asombra ante aquella dilatada red de vías cuyo fin no alcanza, y ante aquellos edificios que rivalizan en suntuosidad.
Así nosotros, que no vemos más que los mezquinos méritos del mundo moral que nos rodea, cuando ingresamos por las arcadas de la gran ciudad donde viven los Santos, no podemos menos de sentir profunda admiración. Y, como se detiene el aldeano ante los robustos sillares de templos y palacios, nos detenemos también frente a los grandes elegidos del Señor, que son imperecederos monumentos de virtud.
Tal sucede con San Felipe de Neri, cuya alma es templo magnífico de refinadas perfecciones que nos asombran y cautivan.
En nuestra excursión por el Santoral cristiano, hoy hemos dado con esta gran figura, y a fe  que el hallazgo merece que nos detengamos por algún tiempo en su contemplación.
Desde la edad de cinco años fue llamado este Santo por sus contemporáneos Felipe el Bueno. ¡Y murió a los ochenta!... Juzgad qué de riquezas no atesoraría un espíritu que se consagra durante todo ese largo espacio de tiempo a practicar exclusivamente el bien. Porque fue esto, y nada más que esto, lo que hizo San Felipe de Neri sobre la tierra. Toda su vida es una continuada ascensión por la montaña de la virtud, sin sacudidas, sin desmayos, sin crisis.
Asno y malvado se llamaba a sí mismo. Dando consejos a una mujer muy combatida por el demonio, le avisaba con estas palabras: -“Cuando sintáis semejantes tentaciones, decid al mal espíritu: Yo te acusaré a aquel asno, a aquel malvado de Felipe.”
Obraba grandes maravillas; pronosticaba importantes acontecimientos, pero nunca pensó que aquellos milagros y aquellas profecías fuesen el premio otorgado por el Señor a sus grandes virtudes, sino que los miraba como un exceso del amor divino que se complacía en distinguirle con tan excelsos favores, para confundirle y hacerle desviar del camino de sus iniquidades.
Nació en Florencia el año 1515, y desde su niñez hizo tan poco caso de la vanidad del mundo, que habiéndose quemado gran parte de la hacienda de su padre, no experimentó el menor sentimiento de tristeza; y dándole en cierta ocasión uno de sus ilustres parientes un papel en donde se hallaban empadronados todos los ascendientes de su familia, lo rasgó sin leerlo. Esto último caracteriza ya suficientemente su humildad, y así no es extraño que cuando su padre le confió a un tío suyo, rico comerciante de Nápoles, el cual destinábale a sucederle en los negocios y a ser el heredero de su fortuna, Felipe rehusase y marchara a Roma a estudiar Teología, y que resistiéndose luego a la alta dignidad del sacerdocio, fuese menester un mandato para decidirle a aceptar el presbiterado.
Padre de las almas y de los cuerpos se le llamaba en Roma a causa de su gran caridad, porque él sostenía a muchas familias vergonzantes, dotaba a doncellas pobres, socorría los establecimientos religiosos, restableció la costumbre casi perdida, de visitar los hospitales, y abrió su casa a cuantos venían a demandarle protección, ayuda, consejos… Así se agruparon alrededor suyo discípulos de tan rara virtud y ciencia como Juan Manzola, Juan Bautista Yodo, Francisco María Taururo, antonio Fucio, Enrique Petra… Y así brotó, sin darse él apenas cuenta, la admirable Congregación del Oratorio, a la que pertenecieron Juan Francisco Bourdin, arzobispo de Aviñón, Alejandro Fidele y el cardenal Baronio, autor de los célebres Anales eclesiásticos.
La Congregación del Oratorio quedó fundada en 1575, siendo confirmada por el Papa Gregorio XIII, que dio a Felipe la iglesia de San Gregorio.
El ilustre hijo de Florencia se negaba a ser jefe de aquella Congregación, y para hacerle aceptar fue preciso una orden absoluta del Papa.
Él quería marchar al desierto, para allí, libremente, solazarse con Dios; pero Dios le manifestó su voluntad por medio de un alma bienaventurada que se apareció al Santo y le dijo: “Felipe, la voluntad de Dios es que vivas en esta ciudad, como si estuvieras en el desierto.” Y Felipe obedeció, y la ciudad de Roma fue para él como un desierto; desierto, según frase de un ilustre escritor, poblado de pecadores, donde, sin turbar su soledad, le rodeaban las multitudes.

(CONTINUARÁ… pag 464)

viernes, 25 de mayo de 2012

SAN GREGORIO VII, PAPA



Los enemigos de la Iglesia han dirigido en todos los tiempos furibundos ataques contra los augustos representantes del Poder de Cristo en la tierra.
Del seno de las logias se han destacado hombres impíos que, enristrando sus envenenadas plumas, han trazado páginas innobles donde se fustigan despiadadamente gloriosas figuras del Pontificado católico.
Uno de los Papas a quien esa crítica sectaria ha fustigado con mayor encarnizamiento, es San Gregorio VII.
¿Por qué? Porque San Gregorio es el brazo viril, robusto, fuerte, que desbarató los indignos manejos de reyes y príncipes, los cuales, haciendo escarnio de los sagrados derechos de la Iglesia, disponían caprichosamente de sus prebendas y beneficios, traficando de una manera descarada con los más altos puestos eclesiásticos, que otorgaban al mejor postor o a individuos de su propia familia, sin preocuparse de sus condiciones morales e intelectuales. San Gregorio se aprestó valerosamente a corregir este abuso incalificable, por el cual quedaba el poder de la Iglesia relajado, constreñido, pisoteado por el poder civil.
He aquí por qué los sistemáticos detractores de nuestros inviolables derechos, aquellos que quisieran ver truncada en todo y para siempre la autoridad papal, arrecian en sus dicterios contra San Gregorio VII, tachándolo de soberbio, intransigente y egoísta.
Nada más lejos de la verdad, nada más injusto y cruel. Para apreciar en toda su grandeza la obra realizada por este Papa glorioso, es preciso retrotraernos al siglo X, echar una ojeada sobre el estado en que se encontraban la Iglesia y la sociedad en aquella época, una de las más lamentables por que ha atravesado Europa, cuya ruina hubiera sido inevitable a no suscitar Dios varones de sólido juicio y austeras costumbres que supieron, con su sabia dirección, imprimir nuevo impulso a las naciones decrépitas, atajando la ambición y la tiranía, dejando a salvo sagrados principios y augustos derechos, y marcando a monarcas insaciables una línea divisoria entre sus tronos y el altar.
Sí: lo que principalmente favoreció el rebajamiento moral, intelectual y social fueron las intrusiones abusivas, desastrosas, tiránicas, del poder civil y laico en los derechos de la Iglesia. Se llegó hasta el punto, como ya hemos dicho, de que los príncipes nombrasen e instituyesen por sí mismos a los abades de los monasterios y a los obispos, sin cuidarse de la autoridad pontificia ni de las leyes eclesiásticas. Cortesano, oficiales, soldados, niños, y a veces compañeros de placer y desenfreno, eran investidos con tan altas dignidades.
Tales abusos solamente podía refrenarlos el supremo Jerarca de la Iglesia; pero esta elevadísima autoridad, hallábase cohibida y paralizada por el poder civil, oprimida indignamente, primero, por los señores italianos; después, por varios emperadores de Alemania.
Pero Dios suscitó un hombre de arrestos y energías suficientes, que iniciase un movimiento contra la ola invasora de aquel desbordado río, volviéndolo a su cauce, al lugar donde sus aguas tan sólo debían ir.

(CONTINUARÁ… pag. 448)