sábado, 31 de marzo de 2012

BEATO AMADEO DE SABOYA



EL BEATO AMADEO DE SABOYA

Nos ha conmovido, nos ha impresionado dulcemente el relato de los hechos que forman la vida de este bienaventurado.
La figura del tercer duque de Saboya aparece rodeada de una aureola de suavísima claridad.
el beato Amadeo no es, a la verdad, como San Pedro Alcántara, que casi llega a aterrarnos por sus asombrosas penitencias. Ni como los Gregorio, Ambrosio y Agustín, que parecen aplastarnos con el peso abrumador de sus ciclópeas inteligencias.
amadeo de Saboya tiene esa dulzura, es eencanto, esa irresistible simpatía de los Francisco de Sales, Juan de Dios o vicente de Paúl. Cierto que no fue como ellos; que no estuvo ligado por ningún voto de obediencia, de pobreza, de castidad; que no vistió los hábitos sacerdotales; que no fundó instituciones monásticas y benéficas; pero, innegablemente, su corazón era digno hermano de aquellos tres grandes corazones que, como surtidores de dulzura inextinguible cayeron sobre las almas, esponjándolas para que en ellas floreciese la planta de la virtud.
el nombre de una gran figura de la historia profana o religiosa, suscitó muchas veces en nosotros el recuerdo de algún bello espectáculo de la Naturaleza. San Jerónimo, en sus Cartas, terriblemente sublimes, nos evoca el magnífico culebrear del rayo que incendia y carboniza... ¡Y es que el solitario de Belén pulverizaba, con los ardientes rayos de sus apóstrofes viriles, el carcomido tronco de una sociedad decadente!
San Agustín, en su Ciudad de Dios, nos recuerda la imponente inmensidad del Océano. ¡Y es que en la mente del gran doctor de Hipona, venían unas tras otras, empenachadas de espumas, gigantes y absorbentes, las ondas clamorosas de su soberana inteligencia!...
Santo Tomás de Aquino, argumentando en su admirable Summa, suscita en nuestro entendimiento la radiosa imagen del sol en mitad de su carrera. ¡Y es que el Doctor Angélico, se eleva majestuoso y sereno por los espacios de la razón sublime, iluminando todos los ámbitos de la tierra con su poderosa luz!...
En cambio, leyendo a San Francisco de Sales, se nos representa, no el rayo, no el mar, no el sol, sino algo que no siendo tan hermoso y tan sublime, es más bello, más poético y delicado: nos acordamos, por ejemplo, de una rosa balanceada por un dulce viento; de una linda mariposilla indagando el interior de algún florido cáliz; de un residuo luminoso deslizándose a través de tupida blonda... Cada uno de los párrafos que destiló la pluma del obispo ginebrino, es algo así como un tronco jazminero que agitó nuestra mano  al pasar; las blancas florecillas, aquellos consejos, aquellas máximas, aquellas frases del gran obispo, cayeron sobre nosotros perfumándonos el alma...
Y cuando San Juan de Dios, en sus correrías nocturnas por las callejas de Granada, y San vicente de Paúl por las plazas de París, recogen los niños abandonados, los enfermos paralíticos, los leprosos, los dementes, todos los desgraciados, todas las ruinas humanas despreciadas por la egoísta sociedad, nosotros nos acordamos de eoss dulces rayos de luna que en la callada noche prodigan una casta caricia luminosa a los derruídos muros de los castillos, a los claustros desmantelados de las abadías ruinosas, a las tumbas de los cementerios... entre fulgores de luna y entre las hojas caídas de un albo jazmín, asoma también el Beato Amadeo de Saboya. Porque este bienaventurado reunió a la caridad de Juan de Dios, la delicadeza y profundidad de pensamiento que caracterizan el genio ilustre de Francisco de Sales.
La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el pueblecillo de Thonón, cuna del Beato Amadeo, comunicó a este su poesía; y las cimas nevadas del San Bernardo y del Mont-Blanc, coronando todos aquellos paisajes, infundieron en el alma de Amadeo afectos de predilección a todo lo cándido y puro...
Todas las fases por que atravesó la vida de Amadeo, aparecen contorneadas, irisadas de candor y de pureza. Niño, se le ve con frecuencia, aun en medio de sus paseos, hincarse de rodillas, elevar sus manos y sus ojos al cielo, dirigir a Dios fervientes plegarias, embalsamar con el perfume de su piedad todos sus entretenimientos, todos sus actos. Joven, se aparta del fastuoso brillo de su corte, prefiriendo la inocente conversación de los pastores de sus valles a los placeres y diversiones de los príncipes. Casado con Yolanda, siembra en el corazón de su esposa y en el de los hijos, con que plugo a Dios bendecir su matrimonio, los nobles afectos, las aspiraciones santas que hacen del hogar doméstico un bello trasunto del Paraíso...
todo lo reunía este bienaventurado: real abolengo -era hijo de Luis I y Ana de Chipre-, y cuantiosos bienes de fortuna. Por muerte del duque Luis, su padre, le pertenecía la Saboya y el Piamonte. Era, al decir de sus biógrafos contemporáneos, de marcial apostura, de ingenio vivo, de inteligencia preclara, de corazón leal y generoso. Todo lo tenía, menos lo que después de las virtudes es más estimable: la salud. Dios le afligió con frecuentes ataques epilépticos. Pero esta enfermedad, mal a los ojos del vulgo, fue para amadeo un bien incalculable, porque ejercitó admirablemente su paciencia, aumentando con su perfecta conformidad cristiana el gran tesoro de sus virtudes.
Esta dolorosa y pertinaz dolencia suministrábale frases felices que evidenciaban el hermoso fondo de su corazón. "Nada más útil para los grandes -decía- que las dolencias habituales, pues les sirven de freno para reprimir la vivacidad de las pasiones".
"Las aflicciones personales -añadía- templan las dulzuras de la vida con una amargura saludable, y nos hacen gustar de Dios, acecándonos a él. Nada más dulce ni más bueno que sufrir por Dios; las adversidades de la vida son arras de la vida del cielo."
Así se expresaba este Bienaventurado Príncipe en lo más recio de sus dolores corporales.
Y ¿Qué decir de su vida pública, de su gobierno, de aquella sabia y religiosa dirección en los destinos de su país? Con razón se da a la época de su reinado el nombre de siglo de oro de Saboya. No hubo príncipe más amado ni que más mereciese el cariño de sus súbditos. Su máxima era que Dios debía ser siempre servido el primero y que el espíritu de la religión debía ser siempre la regla de la política. ¡Ah, si todos los príncipes y gobernantes se inspiraran en los preceptos de Dios para gobernar los pueblos!... ¡Cómo, entonces, en cada nación sonarían las horas felices de una perpetua edad de oro!... Imperaría la justicia, florecería el derecho, se extirparía el vicio; y la sociedad toda, siguiendo por los rectos cauces de la religión y la moral, llegaría al culmen de su engrandecimiento.
No lo comprenden así muchos de los grandes estadistas actuales, y, divorciados del espíritu religioso, quieren labrar, a espaldas suyas, la felicidad del país, sin comprender que así sólo contribuyen a su perdición y ruina.
Después de Dios, la gran preocupación de Amadeo de Saboya constituíanla los pobres.  El término de todos sus pensamientos y afectos y también la causa habitual de sus penas y tristezas eran ellos, los desvalidos, los enfermos, los menesterosos. "Me conduelo tanto de los pobres -decía-, que al verlos no puedo contener mis lágrimas. Si no amase a los poibres me parecería que no amaba a Dios".
(CONTINUARÁ)

viernes, 30 de marzo de 2012

SAN JUAN CLÍMACO



SAN JUAN CLÍMACO

¿Habéis visitado alguna vez uno de esos robustos alcázares o ciudadelas que se yerguen dominando las viejas poblaciones castellanas?
La santidad, perfección suma a que puede aspirar el hombre, es como una de esas fortalezas inexpugnables que sobresalen en la rocosa altura de escarpado monte. 
Para ir a ellas es necesario trepar por empinadas cuestas, apartando las malezas que entrecruzan el accidentado camino. ¡Qué larga y fatigosa resulta la ascensión; pero qué placer se experimenta cuando ya hemos salvado las dificultades de la jornada, y aparecen en todo su relieve las picudas almenas del señorial castillo...!
- Esos son los muros -nos decimos- en cuya dura epidermis de granito rebotaron los dardos de la muchedumbre hostil. Ahí se estrelló la furia del ejército enemigo, detenido en su carrera por el abismo de estos fosos, que nosotros ahora traspasamos merced al levadizo puente que se nos tiende solícito, para que lo hollemos en actitud de paz. 
Y atravesamos la almenada puerta, bajo cuya pétrea arcada se destacaron un día las siluetas de capitanes y príncipes guerreros. Y cruzamos el gran patio de armas, aquel mismo patio de armas donde evolucionaron mesnadas ilustres de valientes caudillos. Y nos deslizamos por pasillos y galerías luengas de macizas paredes. Y ascendemos al adarve, desde cuya extensa planicie se divisa la ciudad que arremolina sus viviendas al pie de la montaña por donde trabajosamente subimos. ¡Cuán altos nosotros, y cuán baja ella...! El roquero castillo, solitario, aislado, sobresale majestuoso, dejando atrás la ciudad, cuyos rumores se perciben...! La inmensidad del cielo nos cobija; nos hallamos suspendidos sobre un abismo: el foso, lleno de agua turbia; de hojarascas, de malezas y piedras cortantes, aparece rodeado el firmamento baluarte, a donde nadie se acercará sin que las cadenas del levadizo puente se pongan en tensión como los brazos robustos de un atleta...
Así es la fortaleza de la santidad: está la santidad en lo alto de una gran montaña, y para arribar a ella hay que vencer las dificultades del áspero camino: los guijarros del sacrificio, las zarzas de la penitencia, los riscos de la humillación... Y hay que ir allí, no con lanzas y espadones, sino como la paloma bíblica, con una rama de oliva en los labios, con mucho amor en el alma y con mucha paz en el corazón... Solo así se nos tenderá el puente e ingresaremos en el alcázar majestuoso, deslizándonos sobre las mismas piedras fuertes y resonantes que sostuvieron un día las magnas figuras de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los penitentes, de todos esos capitanes esforzados de la fe... Y una vez dentro del castillo, ya no hay miedo de que el enemigo nos eche. Todos los ejércitos de tentaciones y vicios son impotentes para doblegar el espeso muro tras el cual nos guarecemos. No pasarán el puente, y, una de dos: retrocederán, o si pretenden salvar por medio de un colosal brinco la distancia que de ellos nos separa, caerán irremisiblemente al foso...
............
Nos inspira la anterior fantasía una célebre obra de San Juan Clímaco, titulada La Escala de la Santidad.
El pensamiento de este abad ilustre en la mencionada obra, fácilmente se adivina: la Santidad está muy alta, y a ella hay que subir por escalones o gradas; pero una vez en ella y bien pertrechado de virtudes resistiremos el ataque del pecado invasor.
Escribió San Juan su Escala del Paraíso cuando era abad del Sinaí, y sin duda se la inspiró el dificultoso acceso de aquella montaña, en cuya cima se apareció un día entre esplendores de gloria la Santidad de toda santidad, Dios, para entregar las dos Tablas de la Ley al campeón de su causa, Moisés.
divídela en treinta gradas o escalones, recorriendo en cada uno de ellos una virtud. Esta obra contiene todo el progreso de la vida espiritual, desde la primera conversión hasta la perfección más elevada.
dicho libro es una luminosa prueba de su genio eminente, de su experiencia consumada, como director de espíritus, y de su ardiente piedad. Le alcanzó gran celebridad entre los griegos. Siguió en su redacción proceder diferente al seguido hasta entonces por la generalidad de los autores, empleando en vez de sendos y ampulosos razonamientos, ideas abreviadas en forma de sentencias. Esto es causa de que en algunos pasajes, por lo demasiado conciso y sublime del pensamiento, éste adolezca de falta de claridad.
(CONTINUARÁ... página 579)

jueves, 29 de marzo de 2012

SAN BERTOLDO DE MALAFAIDA


SAN BERTOLDO DE MALAFAIDA, PRIMER PRIOR GENERAL DE LA ORDEN DEL CARMEN

Pedro, el ermitaño, había lanzado su vibrante voz invitando a los pueblos cristianos a ir en socorro de aquellos fieles que en Oriente gemían bajo el poder musulmán. Envuelta su figura en tosco hábito, cuya capucha encuadraba su rostro, dándole apariencias de vieja estatua de hornacina, recorría ciudades y aldeas comunicando todo el entusiasmo de su cálido verbo a las muchedumbres, que le seguían atónitas. Y formóse la primera Cruzada. Se inauguró aquella serie de caballerescas y religiosas hazañas, que más tarde habrían de ser cantadas por la incomparable lira del Tasso.
Nobles y plebeyos, religiosos y seglares, formando un haz maravilloso, atravesaron el suelo de Europa impulsados por el más generoso sentimiento y por la más pura y legítima ambición: prestar auxilio a sus hermanos en Cristo y rescatar para el mundo cristiano aquel santo sepulcro donde había reposado, después del tremendo sacrificio, el adorable cuerpo del divino Redentor.
Esta primera cruzada despertó la atención, algo adormida, del pueblo europeo hacia aquella región de Paletina santificada por los trabajos y sufrimientos de jesús. Y a impulsos de la fe, prodújose entonces un magnífico movimiento que precipitaba las muchedumbres a Oriente. Bertoldo Malafaida o de Malafai (1), sacerdote originario del Limonsín, fue uno de los que secudnaron primeramente tan hermosa iniciación y en compañía de su hermano Aimerico, Bertoldo partió para Jerusalén.
¿Quién podrá reseñar una por una todas las bellezas que atesora el Monte Carmelo? ¿Quién referir todo el encanto y sencillez de la vida eremítica de los primeros penitentes que lo habitaron...? ¿de aquellos discípulos del gran Elías, que iniciaron con sus huellas la divina senda que habrían de recorrer más tarde los futuros religiosos de la ilustre Orden carmelitana?...
En la época a que nos referimos, en aquellos días de la primer Cruzada, la persecución musulmana, siempre creciente, había disminuido en gran manera el número de los hijos del gran profeta. Pero la gloriosa expedición iniciada por Pedro, con su gran núcleo de peregrinos latinos, iba a ser causa de que la vida eremítica adquiriese vigor nuevo en Oriente; de que en el Monte Carmelo se reanudara con mayores bríos aquel vivir austero que hicieron célebre los discípulos del profeta que arrebató Dios en la resplandeciente tromba de un ígneo torbellino...
Y el glorioso restaurador sería San Bertoldo de Malafaida.
Llegado San Bertoldo a Oriente, uno de sus primeros cuidados fue visitar el Monte Carmelo. Y tal fue la complacencia experimentada por el ilustre Bertoldo en aquella santa excursión, que, lleno de íntimo e inexplicable gozo, determinó morar para siempre en las poéticas faldas de aquel monte sagrado, donde aun parecía escucharse, en el rumor de sus brisas, algo así como una prolongación de los cánticos últimos de Elías y Eliseo...
Bertoldo, pues, abrazó la vida eremítica de los solitarios del Carmen.
(CONTINUARÁ: página 562)

(1) Aunque sin fundamento alguno, es llamado también Bertoldo de Calabria en algunas Crónicas del Carmelo.

miércoles, 28 de marzo de 2012

SAN JUAN DE CAPISTRANO


SAN JUAN DE CAPISTRANO
Juan de Capistrano, el gran Santo cuya fiesta, por decreto de León XIII, fechado el 18 de Agosto de 1890, se celebra hoy en toda la cristiandad, reunió en sí los más grandes heroísmos: fue un héroe de la humildad, de la abnegación, de la penitencia.
Juan de Capistrano era el principal jurisconsulto de su nación. Ladislao, rey de Nápoles, considerábase feliz con llamarle a las más altas funciones de la magistratura. Sólo contaba Juan veinticinco años, y ya aquél príncipe, confiando en sus virtudes y prudencia, le nombró gobernador de Perusa. Todo le sonreía: el mundo estimábale grandemente, lisonjeaban su corazón sueños de ambición y de gloria; uno de los más ricos y poderosos señores de Italia, ofrecíale en matrimonio a su hija única... Y sin embargo, este hombre así agasajado, así admirado, así querido, iba a cambiar todos sus esplendores, toda su influencia, todo su presente halagüeño por el sayal tosco, por la vida austera que inició en el mundo el bienaventurado hijo de Asís. Se acercaba la hora dichosa en que el Supremo Poder, por uno de esos golpes imprevistos que hieren como el rayo y cambian las almas, iba a hacer brillar las bellezas al desprecio del mundo, de la pobreza evangélica, del exclusivo amor a Dios.
lleno está el santoral de varones ilustres, de magnates, de príncipes, de reyes que abandonaron todas sus riquezas por ingresar en una Orden religiosa. Pero aguardad: ved cómo el poderoso personaje cuya vida estamos ligeramente siguiendo, después de repartir todos sus bienes entre los pobres, después de renunciar para siempre a los goces del matrimonio y a cuantos honores y risueñas esperanzas podía proporcionarle el mundo, se dirige a un convento de franciscanos observantes, sito en Bérgamo, pidiendo humildemente el hábito religioso. Mas esta vocación inesperada, extraordinaria, súbita, maravilla al Beato Marcos, guardián de aquella santa casa. Y como se asombra, como le cuesta dar crédito a lo que escucha y ve, como duda de las rectas intenciones que hayan movido a un tan principal caballero para adoptar tamaña resolución, antes de admitirlo, le dice: -"los conventos no son el refugio de los hastiados del siglo. Cuando os hayáis despedido solemnemente del mundo y de toda su vanidad terrena, os admitiré."
entonces Juan de Capistrano volvió a Perusa, y para probar que estaba dispuesto a sufrir todos los sacrificios y humillaciones, allí, en medio de aquella ciudad, testigo en otro tiempo de su poder y su esplendor, se hizo conducir, montado en un asno, por todas las calles, ostentando en la cabeza una ridícula mitra de cartón, en la cual hallábanse escritos todos los pecados de su vida.
Y este hombre, estimado por su ciencia, por su prudencia, por su caridad, se convirtió en objeto vil y despreciable para la ciudad de Perusa, muchos de cuyos habitantes, -la plebe inculta y grosera- le seguían tirándole pedradas y profiriendo a su paso denuestos e insultos, mientras sus antiguos amigos no acertando a comprender los propósitos que le animaban, tachábanle de loco y monomaníaco.
Este "gesto", esta valiente actitud, ¿no os ha conmovido? ¿la juzgáis extravagancia? Es una extravagancia, sí, pero una extravagancia como todas las de los santos, sublime.
Juan de Capistrano, con este solo rasgo, se nos manifiesta de cuerpo entero, y ya no os extrañarán, no os asombrarán los incontables rasgos de heroicidad, de mortificación, de virtud, que llevó a cabo en el transcurso de su larga vida religiosa.
Porque al fin, como no podía menos de suceder, el Beato Marcos le admitió entre sus religiosos. Juan de Capistrano, tuvo la dicha inmensa de ceñir a su cuerpo el hábito del seráfico patriarca. Dios le condujo al claustro, Dios le sugirió aquella vocación altísima, por la cual se beneficiaría el mundo.
El mundo, sí; porque los santos son los hombres providenciales, los faros luminosos que sirven de guía a las naciones, cuando estas pasan por el encrespado mar de una época tumultuosa. No podía ser más lastimoso el estado del mundo cristiano a fines del siglo XV, época en que floreció la santidad de este varón ilustre. No lo ingnoráis: el cisma desgarraba la cristiandad presentando a los hombres el lamentable espectáculo de un Papa y un antipapa que se disputaban el solio supremo de la Iglesia. Toda Europa hallábase opresa por la herejía. En Inglaterra, los dogmas, la moral y las instituciones católicas sufrían el rudo golpe de Wiclef. En Alemania, Juan Huss, enarbolaba el estandarte de la rebelión y daba la señal de la anarquía religiosa y política. En Francia comenzaban a ensayarse las doctrinas de loca independencia, de rebeldía a la Santa Sede cuyo germen fatal había sido sembrado por Felipe el Hermoso. El sensualismo, el lujo, la inmoralidad se iban infiltrando cada vez más en las masas; y mientras reyes y pueblos se enervaban en el seno de los deleites o agotaban sus fuerzas en estériles discordias, los turcos atravesando las fronteras de Asia, caían sobre Occidente...
Pero Jesucristo, que ha prometido estar con su Iglesia hasta la consumación de los siglos, no la abandonó, y suscitó para asegurarla contra la invasión de sus enemigos, santos gloriosos que con sus ejemplos y con sus doctrinas contrarrestaran, como diques potentes, las ondas furiosas de aquél mar embravecido.
Y Juan de Capistrano, como un nuevo Apóstol, como otro San Pablo, apareció en el mundo, desbaratando los arrestos de quienes pensaban abatir el excelso baluarte de la Iglesia.
ordenado de diácono hacia 1420 y elevado luego al sacerdocio, Juan empezó su carrera de misionero bajo la dirección de su venerado maestro San Bernardino de Sena, Apóstol de Italia.
Durante treinta y seis años -según uno de sus más conspicuos biógrafos-, evangelizó toda la Europa central, y los frutos de su apostolado fueron prodigiosos e incalculables. 
Uno de sus discípulos, Nicolás de Fara, hablando de este Santo, se expresa en estos términos: "Cuando llegaba a una provincia, los pueblos y las ciudades acudían en masa para oirle. Las grandes poblaciones le llamaban, ya por medio de cartas expresivas, ya valiéndose de la recomendación del Soberano Pontífice o de poderosos personajes. Anunciaba a todos el reino de Dios, no con palabras dictadas por la sabiduría humana, sino por la virtud del Espíritu Santo, y el Señor confirmaba su misión por medio de numerosos prodigios. La fama de su santidad le había hecho célebre en todas las regiones de Italia. Los habitantes de Aquila, Sena, Arezzo, Florencia, Venecia, Treviso, Vicenza, Verona, Mantua y Milán le veneraban y querían sobre toda ponderación. ¡Cuán grande era su afán por oirle! El pueblo llenaba las plazas públicas y con frecuencia grandes llanuras. En muchos sermones suyos se contaron veinte mil oyentes, algunas veces cuarenta mil, y hasta hubo circunstancias en que ascendieron a cien mil."
Y lo mismo que en Italia, ocurría en los demás pueblos y naciones: Austria, Hungría, Bohemia, Moravia, Silesia, Baviera, turingia, Sajonia, Polonia... y cien regiones más, fueron teatros de sus resonantes triunfos. A su voz se convertían los grandes pecadores, la herejía mermaba sus huestes, se desterraban los vicios, se moralizaban las costumbres. Ciento veinte estudiantes de la Universidad de Leipzig toman el hábito religioso; el convento franciscano de Viena llega a reunir doscientos novicios; ciento treinta el de Cracovia, y así sucesivamente.
Belgrado, la actual capital de Serbia*, es deudora a este ínclito misionero de
 (CONTINUARÁ... página 539)

NOTA:
* Antes de la Primera Guerra Mundial

martes, 27 de marzo de 2012

SAN JUAN DE EGIPTO


SAN JUAN DE EGIPTO

¿Quién no ha oído hablar de los Padres del desierto? ¿Quién no ha admirado algunas de sus figuras sublimes que asombraron al mundo con sus penitencias y virtudes?
¡El Desierto...! ¡La Tebaida...! ¡Egipto...! Si sus piedras, y sus plantas, y las heroicas virtudes de aquellos Santos, nos contarían multitud de rasgos hermosos que no han llegado a conocimiento de la posteridad.
Cualquiera de aquellas rocas, santificada por la huella de un gran penitente, nos diría: "Yo fui el refugio de un cuerpo que torturaron ásperos cilicios: en las grandes tentaciones, en los terribles momentos en que la carne se enciende a impulsos de la concupiscencia, cuando el demonio de la lujuria azuza los sentidos sacudiéndolos, enfureciéndolos, encabritándolos, yo con mi aspereza atajé los desordenados ímpetus, que se estrellaron contra los picos salientes de estas piedras que me informan. Aquí, sobre mí, se retorció el anacoreta sublime, tratando de vencer con la dureza de mi contacto la sugestión de un pensamiento inmundo suscitado en horas de angustia por las serpientes infernales. ¿No ves cómo todavía vetean mi rocosa epidermis unas manchas rojas? Es la sangre que fluía del penitente, cuando para castigar su rebelde cuerpo se hería con mis guijarros y con las ortigas y cardos punzantes que a través de mis junturas crecen..."
"Detente un momento, peregrino, nos diría un árbol con la lengua de su ramaje: descansa al pie de mi robusto tronco, y oye la relación de quien tuvo la dicha de admirar las proezas de un gran Santo. ¿Ves estos rubios dátiles que cuelgan de mi copa umbrosa? Ellos, durante más de medio siglo, fueron la única alimentación de un hombre abnegado, sufrido, despreciador de los vanos deleites del mundo. ¿Ves estas ramas anchas y luengas que me revisten? Ellas revistieron también las maceradas carnes de aquél glorioso campeón de Cristo. Donde tú mismo descansas ahora, él descansó algunas veces, poniéndose al abrigo de esta ardorosa lumbre egipciaca, de este sol radiante que tuesta con sus implacables rayos las guijas del desierto."
Y al deslizarnos junto a las márgenes floridas del poético y legendario Nilo, éste salmodiaría de esta suerte, con la cristalina voz de sus ondas azules: "Cuando los antiguos me adoraron como a un dios; cuando Moisés cruzaba en un cestillo de mimbres mi límpida corriente, fui menos dichoso que al contemplar las austeridades de aquellos solitarios que poblaron la tierra por la cual constantemente serpenteo. ¡Cuántas veces, al escuchar las súplicas de estos Santos, que en bien de los demás hombres pedían al Señor término a una prolongada sequía, yo, obediente a los mandatos providenciales, me desdoblaba, inundando la campiña,  que tornaba a producir frutos y flores...! ¡Más de una vez besé con mis cristalinas ondas las sandalias de esparto y las fimbrias de los toscos sayales de aquellos penitentes ilustres...! Y al hacerlo, sentía un exquisito goce, porque aunque ensangrentados y ásperos, esta sangre y esta aspereza tenían un escondido deleite..., ¡El deleite del sacrificio impuesto por un purísimo ideal...!"
Entre esas muchedumbres de santos solitarios que embalsamaron con el perfume de sus virtudes los desiertos de la Tebaida, hay pocos, fuera del gran San Antonio Abad, como San Juan de Egipto, conocido también con el nombre de San Juan ermitaño.
Los ilustres Paladio y Rufino, anacoretas, que tuvieron la dicha de verle y oírle, nos refieren muchos detalles de la vida de este gran penitente, cuyas virtudes, milagros y profecías atrajéronle la admiración y veneración de sus contemporáneos.
Hacia el año 330 y en Licópolis, hoy Siut, junto a la orilla izquierda del Nilo, en la Baja Tebaida, nació Juan, quien a los veinticinco años, inflamado en el amor de Dios, abandonó su humilde oficio de carpintero, para retirarse a las asperezas de una soledad.
La ciencia de la santidad, a semejanza de las demás ciencias, no puede aprenderse sin maestro, no puede seguirse sin una sabia y prudente dirección. Y como Juan no lo ignoraba, desconfiando con razón de sus propias luces, marchó, como discípulo dócil, a ponerse bajo la salvaguardia de un antiguo solitario.
El buen anciano a quien Juan había escogido por maestro, admiraba el celo y buena voluntad de su discípulo, pero temiendo los peligros del amor propio, ejercitábalo en una obediencia humilde y difícil.
Los profanos en la ciencia del espíritu suelen mirar despectivamente, con burla, con sorna, ciertos procedimientos empleados por algunos maestros de novicios religiosos para instruírles y educarles. A la verdad que si estos métodos de enseñanza se siguieran por muchos padres de familia en el mundo, otra sería la suerte de sus hijos, quienes ganarían bastante para sobrellevar las mil contrariedades y humillaciones que a cada paso nos ofrece la vida, acostumbrándose a humillar y abatir el amor propio, causa, casi siempre, de amargos sinsabores.
Si los padres supieran el arte de quebrar a tiempo los gustos a sus hijos, ¡cuántos pesares les evitarían y se evitarían!... No estriba precisamente el cariño de los padres en llenar los menores deseos de aquellos a quienes dieron el ser, acostumbrándolos a una vida caprichosa, voluntariosa, que luego constituirá su mayor desgracia, cuando se hallen a merced de los caprichos y voluntades del mundo.
El amor de los padres debe ir más allá del presente, y prever muchas contingencias del porvenir. Si no nos criaron humildes, resignados, pacientes, ¡qué trabajo nos costará resignarnos, humillarnos a la fuerza!... Y todos, desde el más grande al más pequeño, desde el rey hasta el último ciudadano, tienen que humillarse alguna vez, tienen que tascar el freno de alguien que de una u otra manera les manda y les esclaviza!... Este es el mayor martirio de los poderosos: la humillación, la abdicación ante otro de su orgullo y su soberbia. Los pobres, ya acostumbrados, saben doblegarse; mas para los ricos, es esto un martirio que sólo ellos podrán exactamente explicar. Por esto es un gran acto de amor en los padres pudientes humillar, contrariar los gustos a sus hijos. Esa educación que antiguamente se daba en el yermo y hoy se practica en los noviciados de las Órdenes religiosas, hacía falta en muchas casas de familia donde cada cual, por sus caprichos, quiere crearse una especial autonomía.
Para ser feliz, con la felicidad relativa a que podemos aspirar en la tierra -valle de lágrimas-, es preciso cumplir la voluntad de Dios, y, para esto, hay que renunciar muchas veces a la voluntad propia. Y esto es lo que hizo el ilustre santo cuya vida estamos siguiendo; y ya le mandara su preceptor en santidad regar dos veces al día una vara seca y medio podrida hasta que echase raíces y floreciese; ya le ordenara arrojar por una ventana la única botellita de aceite que tenía para condimentar sus legumbres, el discípulo obedecía prontamente, sin pararse a discutir la oportunidad del mandato.
Así llegó a la cumbre de las virtudes, a la cima de la mortificación, a ser, por sus grandes penitencias, digno compañero de San Antonio Abad, de San Pablo Ermitaño, de San Hilarión, de San Macario y otros penitentes esclarecidos. Si el famoso Simeón Stylita pasó su vida en lo alto de sus célebres columnas, Juan de Egipto vivió en el hueco de una roca que hendió a pico, y cuya entrada tapió, no dejando abierto más que un tragaluz por donde recibía las frutas y el agua que le servían de alimento.
Así permaneció durante cincuenta años, es decir, hasta su muerte. No le inspiraban ningún cuidado los bienes del mundo.
 (CONTINUARÁ... pág. 529)

lunes, 26 de marzo de 2012

SAN BRAULIO


SAN BRAULIO

San Braulio, Arzobispo de Zaragoza, personifica en su admirable vida cuanto de sublime encierra la misión augusta de esa clase escogida por el cielo para llevar a cabo los altos designios de la Providencia con respecto a la humanidad.
El catolicismo, como sociedad debía tener una jerarquía, una autoridad, una influencia libre de las trabas del poder humano. Y esta fue la jerarquía instituida por los Apóstoles y continuada en sus sucesores los Obispos.
El Episcopado fue el único poder constituido que conservó en todos los tiempos la energía suficiente para obrar el bienestar de las sociedades.
En vano -como dice un ilustre escritor- se hubiera pretendido contener con la fuerza el desbordamiento de los bárbaros que, derramándose por Europa, lo demolían todo con sus armas. En vano se hubiera querido civilizarlos con una literatura que no estaban en la situación* de comprender.
Sin las doctrinas de la Religión católica, sin la fuerza moral del sacerdocio, sin el empeño tenaz, decidido, constante de los Obispos, aquellas hordas feroces hubieran continuado por el mundo su obra de destrucción y muerte. Pero los Prelados, con la santidad de su carácter, con dulces y persuasivas palabras, con insinuantes exhortaciones, poco a poco iban ganando el corazón de aquellas salvajes turbas, convirtiendo su ferocidad en mansedumbre, su odio en amor.
Así es como el principio católico, puesto en acción por los ministros de la Iglesia, iba facilitando la marcha de la civilización, y así es como fueron destruidos los grandes obstáculos que dificultaban el progreso verdadero.
Un elemento funestísimo importado a nuestra Patria** por aquellos pueblos conquistadores, fue la  herejía arriana que emponzoñó en breve la vida de la península; pero desarraigada al fin, y tornando a brillar en nuestro cielo el sol de la verdadera fe, la nacionalidad española se refugió entonces a la sombra del sacerdocio, y éste, respondiendo noble al llamamiento de la Patria y a la gran influencia que ejercía en los destinos de la sociedad, se consagró enteramente a fomentar todo lo bueno, a extirpar el germen de todo lo malo y a secundar toda obra encaminada a la prosperidad de la nación.
San Braulio fue uno de estos hombres providenciales puesto por Dios entre las turbulencias de su siglo, para encauzar y dirigir acertadamente un pueblo. 
San Pablo dice, que el deber más serio del obispado es la enseñanza de la buena doctrina. Al obispado incumbe velar por mantener puro e intacto contra los errores este depósito sagrado. A él atañe cuidar la semilla evangélica; a él pertenece exhortar al sabio, instruir al ignorante, amonestar al impío, convencer al incrédulo, buscar al que huye, sostener al que vacila, levantar al que cae, alentar la debilidad de sus ovejas, curar sus dolencias, proveer sus necesidades, trabajar, en fin, por su felicidad.
San Braulio, tan luego como se halló investido de la dignidad arzobispal, hizo florecer en su pueblo la verdad católica y con ella las buenas costumbres, dedicándose a cultivar con su doctrina aquel terreno que le confiara la Divina Providencia. Él arrancó las malas hierbas de la herejía, que aun asomaban como residuos funestos de la dominación del arrianismo, y sofocó el germen de groseras pasiones, consecuencias inevitables de aquella época infausta en que nuestra Patria había sido víctima infeliz de tantos pueblos como en ella pusieron su planta inoculándola sus errores y sus vicios.
Con la maestría de un guerrero avezado al combate, usa del arma poderosa de su elocuente palabra, convenciendo al que se obstina en sostener principios erróneos; esclareciendo la inteligencia del que divaga en la tenebrosa noche de la duda; haciendo frente a los argumentos sofísticos que le presenta el adversario.
La Teología, la Patrística, la Historia, la Metafísica, la Filosofía, todo es familiar a Braulio, y de todo se vale para defender los dogmas sagrados de la religión. Y así -como elocuentemente exclama uno de sus muchos ilustres panegiristas-, los más altivos cedros del error caen por tierra al eco atronador de su voz poderosa; las rocas más firmes de la antigua secta se despedazan al impulso irresistible de su sabiduría; los más soberbios gigantes del arrianismo se miran ignominiosamente vencidos con el propio acero con que ellos pretendieran burlarse de este intrépido defensor del nuevo Israel: y sus vanos sofismas y sus capciosos argumentos, y sus ingeniosas sutilezas desaparecen ante la profunda erudición de Braulio, al modo que las hojas secas de los árboles son arrolladas por el soplo del viento en tiempo de otoño.
Y no se contentó con fecundizar nuestra sociedad con los puros manantiales
 (CONTINUARÁ...)

NOTAS:
* En el original: "en el caso de comprender"
** España

domingo, 25 de marzo de 2012

LA ENCARNACIÓN DEL VERBO EN LAS ENTRAÑAS PURÍSIMAS DE LA VIRGEN MARÍA


SANTORAL

LA ENCARNACIÓN DEL VERBO EN LAS ENTRAÑAS PURÍSIMAS 
DE LA VIRGEN MARÍA

Dios creando la tierra, con sus montes, con sus valles, con sus ríos; Dios sembrando el firmamento de soles, planetas y satélites radiantes; Dios formando minerales, vegetales, irracionales, almas humanas y espíritus angélicos; Dios, en fin, sacando de la nada todas las portentosas maravillas de la naturaleza, es a nuestros ojos menos grande, menos omnipotente que cuando realiza la Encarnación del Verbo, su Hijo unigénito, en el seno de una virgen.
¿Podéis concebir toda el agua del mar, todo el Océano replegado, contenido, sin perderse una gota, en el interior de un vaso? ¿Podéis imaginaros todo el gran disco del sol, fulgurando dentro del plateado recipiente de una lámpara de iglesia....? Pues infinitamente más que esto fue lo que hizo Dios en el Misterio de la Encarnación. La Divinidad, sin perder ninguno de sus atributos, inmensa, sabia, hermosa, poderosa, sin principio ni fin, eterna, perenne, inmortal..... baja a la Tierra, que sólo ocupa un punto en el espacio, y se esconde en el seno de una virgen, para salir de allí, al cabo de nueve meses, bajo la forma de hombre verdadero, sin dejar de ser verdadero Dios.
Para librar al género humano, pudo Dios, como todopoderoso e infinitamente sabio, hallar otros medios que éste de hacerse hombre en las entrañas purísimas de una virgen; pero quiso realizar una obra en la cual brillasen todos los tesoros de su sabiduría y omnipotencia, y ésta fue la Encarnación del Verbo, por la cual se unen en una misma persona la naturaleza divina con la humana, lo infinito con lo finito, lo eterno con lo temporal.
Solo Él pudo juntar extremos tan opuestos como Dios y hombre, Verbo Eterno y carne, Madre y Virgen. Considerando el alto Misterio de la Encarnación, nadamos en un océano de grandezas, cuyas olas imponentes pasando por encima de nosotros, nos sumergen en el abismo insondable de Dios, que en ninguna parte como aquí muestra su poder excelso y su misericordia infinita.
Su misericordia, sí: pues si por un hombre había entrado la perdición en el mundo, por otro se nos proporciona el remedio. Fuimos condenados todos por la soberbia de un hombre a perder la gracia y la gloria, y el Dios humanado nos repara con su humildad. Todo el linaje humano ha sido ennoblecido por este rasgo de la Bondad infinita. Cristo es hueso de nuestros huesos y carne de nuestra carne. Por Él nuestra flaca naturaleza se halla ensalzada sobre todos los coros angélicos. Ya, por este Misterio angustísimo, pertenecemos a Dios, que habiendo dado al hombre todas las cosas criadas, y viendo que ninguna igualaba a su grandeza, quiso darse a sí mismo para que, como dice el apóstol San Pablo, de aquí pudiéramos inferir que ya no le quedaba por dar cosa alguna: "El que no perdonó a su propio Hijo, sino que le dio por todos nosotros, ¿cómo es posible que con Él no haya dado todo lo demás?"
Cuanto puedan darnos las criaturas comparado con Dios, es un átomo respecto de la gran máquina del universo. "Todas las naciones delante de Dios -dijo Isaías-, son como si no fuesen." No se puede llamar suma comunicación la que Dios hace al hombre dándole todas las cosas, la comunicación suma es la que hizo en el Misterio de la Encarnación.
No de otra manera podía hallarse medicina tan eficaz para curar nuestras llagas espirituales; porque, como dice Fray Luis de Granada: "¿Con qué se podía abatir mejor nuestra soberbia que con su humildad, y nuestra avaricia que con su pureza, y nuestra ira que con su paciencia, y nuestra desobediencia que con su obediencia, y los regalos y deleites de nuestra carne que con los dolores y asperezas de la suya? ¿Con qué se podía mejor vencer nuestro desamor que con tal amor, y nuestro desagradecimiento que con tales beneficios, y nuestro olvido que con tal providencia, y los desmayos de nuestra desconfianza que con tales merecimientos y tales prendas de amor?"
Dios no pudo hacer más por salvarnos y redimirnos.
Este momento -momento supremo- de la Encarnación, era predicho desde hacía tantos siglos, el deseado por Patriarcas y Profetas, el suspirado por Abrahán, el invocado por todas las grandes voces del mundo. Los mismos gentiles, agitados por un confuso instinto, lo deseaban, lo vislumbraban, lo adivinaban sin conocerlo. Virgilio alzó su voz entre las asperezas del mundo pagano, y la Sibila emitió oráculos que el gentilismo aceptó.
Y el codiciado momento llega para que la tierra salte de júbilo y los cielos se regocijen. Las promesas de Dios se cumplen, los designios eternales se realizan; los votos de todos los siglos hallan plena satisfacción.
Cuando el mundo romano aclama a Livia Madre del orbe, -Genetrix orbis- Gabriel, el ángel del Señor, abandona los alcázares gloriosos, surca raudo el firmamento, atraviesa la atmósfera de nuestro globo, recorre el delicioso valle Esdrelón, ciérnese sobre la risueña ciudad de Nazareth, e ingresa en la humilde morada de la Virgen...
Pocas serán las antiguas religiones, -creemos que ninguna- que entre el laberinto de sus mitos y fábulas deje de ofrecer algún vago reflejo del sublime Misterio que conmemoramos hoy. En el Tibet, Fo encarna en el seno de una hermosa ninfa para salvar a los hombres; en China, la diosa Sching-Mou, concibe un hijo por el simple contacto de una flor; Buddah nace de la virgen Maha-Mahai; Sommonokodon, de una virgen blanca; Lao Tseu, de una virgen negra; Zoroastro, es fruto de Dogdo, la mujer babilónica que vio en sueños a un resplandeciente mensajero de Oromazo, el cual envolvíala en un rayo de purísima luz... Todos estos mitos no eran más que transformaciones, adulteraciones de la promesa paradisíaca, cuya exacta noticia sólo poseía el pueblo de Israel, la nación escogida de Dios. Dios, al castigar la prevaricación de nuestros primeros padres, arrojados del Paraíso, templando con un rasgo de su infinita misericordia la ira de su justicia, despliega ante el abatido género humano la consoladora perspectiva de una virgen purísima, que en su día, había de aplastar con su divina planta la cabeza de la infernal serpiente: Ipsa conteret caput tuum.
¿Y quién es esta Virgen, esta mujer admirable? ¡Es María! "tálamo aseado por su pureza, entretejido de flores, hermoso de virtudes y oloroso por la fragancia de su castidad. Ella es la puerta del Cielo, entrada del Paraíso, estrella del mar, alegría del mundo, refugio de los pecadores, puerto de los que navegan, ayuda de los que peligran, camino de los descaminados, salud de los desahuciados, espanto y terror de los espíritus malignos. Ella es el Tabernáculo y el Arca del Testamento, el propiciatorio del templo, el trono de Dios, la vara florida, la nube ligera, el huerto cerrado, la fuente sellada, paloma sin mancha, flor suavísima, varita de humo de todos los perfumes, oliva verde, vid frondosa, ciprés alto, terebinto que extiende sus ramas, campo vestido de mieses y tierra bendita que produce fruto de vida eterna. Ella es el alba de la mañana y lucero esclarecido, más hermosa que la luna y más resplandeciente que el sol". Por eso "esta Virgen Santísima, adornada de todas las virtudes y ataviada de todas las gracias divinas, con el olor de ellas trajo a sí al Rey del Cielo". Y por eso, "siendo más santa que todas las santas, fue escogida para ser Madre de Dios, para desterrar la culpa, para acarrear la gracia, para dar paz al mundo, Dios al hombre, fin a los vicios, regla a las costumbres..." Y así fue Ella "la amada del Altísimo, la morada del Verbo, la enriquecida con el fruto divino, la prefigurada en las Santas Escrituras, la anunciada de los Profetas, la ensalzada sobre todos los espíritus angélicos. Grande cuando nació, grande cuando concibió. Santa en el alma, santa en el cuerpo. Siempre llena de gracia y virtud purísima en todos sus pensamientos, en todas sus palabras, en todas sus obras, en todas sus acciones..."
¿Qué elogios podremos nosotros añadir a estos ardientes que en honra de la Santísima Virgen destiló la pluma del primer Patriarca de Venecia, San Lorenzo Justiniano?
¿Qué alabanzas podremos de prodigar nosotros a esta Madre-Virgen, que reúne en su ser caridad de serafines, belleza de ángeles, fe de patriarcas, esperanzas de profetas, celo de apóstoles, y heroicidad de mártires?
Ave María; llena eres de gracia, le dice el enviado celestial cuando, para anunciarle el gran Misterio, entró resplandeciente en la humilde estancia de Nazareth. Llena eres de gracia, es decir, llenas estás de fe, de esperanza, de ciencia, de piedad, del temor de Dios, de todos los dones del Espíritu Santo. Llena eres de gracia: tu memoria se alimenta con piadosos recuerdos, tu entendimiento con luces celestiales, tu voluntad con sentimientos de amor a Dios, con purísimos anhelos de abnegación, de mortificación, de sacrificios... Llena eres de gracia, sí; porque todos los méritos, todos los privilegios, todas las virtudes que se encuentran como en su fuente y que en los ángeles y en los Santos se hallan divididos como en otros tantos arroyuelos, en ti se reúnen, se juntan como las aguas de diversos manantiales en sus proximidades al mar. "Sicut omnia flumina intrant in mare -exclama San Buenaventura- sic omnes gratiae, quas habuerunt angeli, patriarchae, prophetae, aspotoli, martyres, confessores, virgines, in Mariam fluxerunt".
El Señor es contigo -continúa el Ángel-, llena toda tu alma, ocupa todas tus potencias, invade todos tus sentidos, impregna todo tu ser. Está contigo por su protección, por su asistencia, por sus cuidados. Está en ti como en su templo, como en su lecho nupcial, como en el lugar apacible de todas sus delicias.
Y, eres bendita entre todas las mujeres. Así concluye su alabanza el Ángel. Bendita entre todas las mujeres: más bendita que Sara, que Rebeca, que Judit, que Esther, que Jahel, que Ruth, que Abigail... Estás exenta de la maldición que pesa sobre las demás mujeres; darás a luz sin dolor, el Verbo divino saldrá de tu purísimo seno como rayo de sol por un cristal. Bendita entre todas las mujeres, porque serás fecunda y virgen a la vez, reunirás las dos glorias de la mujer, la maternidad y la incorruptibilidad, sin que para ostentar una, hagas sacrificio de la otra.
Y María, la que está con el Señor llena de gracia, la bendita entre todas las mujeres, escuchando al Ángel, permanece silenciosa, pensativa, turbada, creyéndose indigna de merecer tan hermosa salutación.
Y el Ángel prosigue: "No temas, María, porque has encontrado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y parirás un Hijo, a quien llamarás Jesús. Será llamado el Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reinado no tendrá fin.
No temas, María, no es hora de temer, sino de gran confianza, porque se acerca la hora de la rehabilitación universal; porque el Eterno ya se complace en escuchar desde el fondo de su eternidad el concierto de alabanzas que por medio de su Unigénito va a dirigirle el mundo; porque el Verbo con la naturaleza humana eleva la creación, degradada por el hombre, hasta hacerla digna de su soberano Artífice; porque todos los miembros dispersos de la humanidad van a congregarse y van a formar la gran sociedad divina, ¡La bella familia de los hijos de Dios!
Y, has encontrado gracia delante de Dios: a sus divinos ojos eres más grata que todas las luces del firmamento, que todas las espumas de los mares, que todos los hombres justos, que todos los Ángeles del cielo; y lo eres, porque no has buscado otro mérito ni otra gloria que la de agradar a Dios, porque inocente, desprendes cual vara de nardos suavísimo perfume; porque el pudor, que es al alma lo que el capullo al gusano de seda, y a la flor el cáliz, y al fruto la cáscara, te rodea, te aureola, te circunda a manera de velo dorado, de incienso quemado, de claro de luna.
Y concebirás y parirás un hijo, a quien llamarás Jesús. Este será llamado el Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob, y su reinado no tendrá fin. Sí, aquel Señor prometido de Dios, y deseado de los patriarcas, y anunciado de los profetas, y figurado en la Ley, y anhelado por todas las gentes..., este mismo, concebirás como verdadera madre, y le parirás, y llamarás Jesús, que quiere decir Salvador... Y será grande, no como Juan Bautista -grande delante de Dios-, sino grande como Dios. La grandeza de Juan tuvo principio y fin: la grandeza de este Hijo no tiene fin ni principio, porque Él es principio y fin de todas las cosas. Será grande por su naturaleza, por su origen, por su autoridad, por su poder, por su sabiduría, por sus obras, por sus ejemplos, por su caridad. Grande en el Cielo, grande en la tierra, grande sobre los Infiernos. Y por esta grandeza, los ángeles, los hombres y los demonios se arrodillarán ante Él; y las fieras se le rendirán, y le obedecerán todos los elementos: el mar, el fuego, la tempestad, el aire...
Y María, a todas aquellas palabras del embajador celestial, contesta con esta pregunta: "¿Cómo sucederá esto si no conozco varón? ¿Cómo sucederá, si desde que alboreé y florecí en el mundo guardé el fulgor de mis ojos y el perfume de mi aliento para iluminar e incensar el trono del Señor que a mí te envía? ¿Cómo sucederá, si desde niña voy tejiendo con los blancos linos de mi pureza un cendal que envuelve, con sus pliegues suaves, todos mis pensamientos? ¿Cómo sucederá, si al nacer puse entre mí y el mundo una línea divisoria de rosas blancas que jamás traspasaré? ¿No sabes que a los tres años de mi edad abandoné mi hogar por la morada del Señor? ¿No sabes que renuncié hasta a la gloria de tener sucesión y figurar entre los ascendientes del Redentor futuro, ideal de la mujer hebrea? ¿No sabes que consagré mi virginidad a Dios, y me escondí en el santuario? ¿No sabes que pasé mi niñez tras el velo del templo recatada, alejada, separada del mundo? ¿No sabes que José, mi casto esposo, es un testigo, un defensor, un custodio de esta pureza que yo he consagrado con un santo juramento a Dios...?
El Espíritu Santo descenderá sobre ti, -replica el Ángel- y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. No temas; los destellos de tus ojos y el aroma de tu aliento, seguirán alumbrando y perfumando el trono de la Divinidad; ese níveo cendal que te encubre, seguirá flotando sobre tu cuerpo; ese límite de blancas rosas que voluntariamente te impusiste será eternamente respetado. No temas: esa virginidad que tanto ansías, que tanto anhelas, que tanto amas, continuará en ti... Será luz constantemente alimentada que esparcirá por el mundo su efluvio luminoso... No temas. La maternidad que se te ofrece excluye en absoluto todo concurso humano. Tu Hijo no tendrá padre en la tierra, sino únicamente su Padre que le engendra en la eternidad... La sombra del Espíritu Santo, envolviéndote, te hará fecunda. En el amor del Espíritu Santo se empapará ese velo que te embellece, y sin romperlo y sin mancharlo, como una luz que se filtra, como un perfume que exhala, nacerá el Redentor divino...
Será cosa santa lo que nazca de ti, María -prosigue el Ángel-. Será cosa santa: así, en sentido absoluto, sustantivo, singular; no carne santa, niño santo, hombre santo... Porque esto sería poco, esto puede convenir a una humana concepción. No, no: la concepción formada en tu seno, ¡oh, María!, es singularmente santa; más aun, santísima, ¡la misma esencia de la santidad...! Lo Santo que nacerá de ti... Quod nascetur ex te sanctum...
Y para tranquilizar totalmente a María, el Ángel dice: "Isabel, tu prima, ya vieja y estéril, ha concebido un hijo y se halla en el sexto mes de su embarazo. Nada importa que no conozcas varón. El Señor es omnipotente. Nada es imposible para él. De la nada hizo todo cuanto existe: el cielo invisible con los espíritus que lo pueblan; el universo visible con todas sus maravillas. Su poder no tiene límites. Como ha formado el cuerpo de Eva de una parte del cuerpo de Adán, formará el cuerpo de su Hijo con un poco de su substancia, para que seas verdaderamente su madre... ¡La Madre de Dios!...
Y, como el árbol, que cuanto más cargado de fruto más se inclina hacia la tierra, María, la ensalzada, la llena de gracia, la llena de santidad, se inclina y se somete a la voluntad de Dios, diciendo: "He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"... ¡Ah!, desde el fiat nada se había dicho más grande, más importante, más eficaz que el fiat de esta humilde virgen: Fiat mihi secundum verbum tuum. Este fiat, como observa el Padre Ventura, fue más poderoso, en cierto modo, que el primer fiat del Criador. Porque el fiat pronunciado por Dios sacó al mundo de la nada, y el fiat articulado por María hizo que descendiese a la nada el mismo Dios. Este fiat fue el exordio de nuestra salvación. Gracias a él el día triunfó de las tinieblas, la verdad del error, la justicia de la iniquidad, la gracia de la rebelión, el amor de todas nuestras resistencias. Este fiat reparó las ruinas del universo, apaciguó la cólera divina, sacó a todo el género humano del abismo, elevándolo hasta el trono de Dios; nos restableció en su gracia, nos devolvió nuestros derechos, nos hizo dichosos, nos aseguró nuestra eterna salvación. Fue una verdadera palabra sacramental, por la cual, en el instante mismo en que se pronunció, la virtud del altísimo formó, de la sangre purísima de la Virgen, el cuerpo adorable de Jesús, Dios y hombre verdadero.
La unión inefable, maravillosa, hipostática, ya se ha verificado. Cristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, es verdadero Dios y verdadero hombre, dotado de dos voluntades, de dos maneras de operaciones, divinas y humanas. Desde el instante mismo de su concepción fue verdadero Sacerdote; Rey de un reino espiritual y eterno; Santo, con santidad esencial. Era la santidad misma.
Cristo está allí ya, alentando, vivificando el seno virginal de María; y dentro de nueve meses hollará la tierra para ser la robusta escala de piedra, por cuyas gradas subiremos al templo del Cielo; para ser la calzada, enjuta y firme, por donde caminemos sin titubear; para ser la divina senda que desde la raíz de nuestra bajeza nos conduzca hasta la cumbre de la perfección. ¡María pronunciando su fiat, nos ha dado la Luz, la Vida y la Verdad!...
Sí; de la respuesta de María dependía el cumplimiento del gran Misterio de la Encarnación. En los designios del Altísimo, el consentimiento de la Virgen era condición necesaria para que el Verbo se hiciera hombre. El Hijo de Dios no se encarna en María, hasta que María dice: Fiat mihi secundum verbum tuum. ¡Cuánto no deberá ser nuestro reconocimiento por tan singular beneficio!...
Dicen algunos que nosotros pretendemos divinizar a María. No, lo que hacemos es colocar a Dios sobre María, y debajo de María a todo lo que no es Dios ¿Qué necesidad tenemos de divinizarla? ¿Puede añadirse algo al hermoso título de Madre de Dios?
Lo que hacemos es defender todas sus prerrogativas, todos sus privilegios, sus derechos todos. Lo que hacemos es velar por la integridad de Dogma, por este Misterio sublime de la Encarnación, que nos aísla, por su excepcional grandeza, de todos los mitos y fábulas que forman las demás religiones.
El petulante orgullo de muchos hombres se subleva ante el Misterio, y rechaza cuanto no puede abarcar su limitada razón ¡Como si no hubiera más misterios que los que entraña nuestra religión bendita! ¡Como si el hombre no fuese un misterio rodeado de misterios por todas partes!
El Misterio de la Encarnación del Verbo en el seno de María, es el Misterio de los misterios. Para explicarlo sería preciso que el mismo Dios encarnase en nuestro pensamiento, en nuestra mente, en nuestros labios. Dice San Agustín que preguntar cómo y por qué se hizo este prodigio sería destruirlo, queriéndolo conocer. El Misterio de la Encarnación del Verbo no sería la obra de dios por excelencia si se pudiera dar razón de él. El célebre Bourdaloue enseña que en lugar de empeñarnos vanamente en averiguar y conocer lo que es superior a todo nuestro conocimiento; en lugar de querer penetrar los inefables secretos de la Encarnación divina, cuando aun a nosotros mismos no nos conocemos, lo que debemos hacer principalmente es alabar y bendecir mil veces la misericordia de Dios, no solo porque por nosotros descendió de su gloria y se hizo hombre, sino también porque nos ha revelado y ha hecho que se nos anuncie este misterio de nuestra salvación. Podremos salvarnos sin la ciencia del misterio de la Encarnación, pero no sin la fe en el mismo. Este Misterio es necesario: es la base, es la prenda, es el fundamento de nuestra salvación. Un Dios -no- Hombre, aterra, asusta; un Hombre-no-dios, es impotente para salvarnos; el Hombre-Dios es nuestra redención, nuestra fortaleza, nuestra esperanza, nuestro consuelo, nuestra felicidad...
¡Bendita la obra de la Encarnación y bendita la pureza de María entre cuyos castos pliegues vino a habitar el Verbo!...
Gracias al augustísimo Misterio de la Encarnación -última palabra del plan divino que une todos los seres en conjunto perfecto-, tendremos en vez del Edén perdido, el huerto de Getsemaní, que regará Cristo con sudor de sangre; en vez del Árbol de la ciencia del bien y del mal, el Árbol de la Cruz, del que pende el fruto divino de las eternas misericordias.
¡En vez de Adán y Eva, Jesús y María!...
Abiertas están ya las radiosas puertas del cielo: aprovisionémonos de virtudes para entrar en él...


SAN DIMAS, O EL BUEN LADRÓN.-
Continuará...