El Santoral cristiano es como una de esas
grandes y hermosas urbes que a cada instante suscita con sus monumentos la
admiración del viajero, que llega desde obscura e ignorada aldea.
Acostumbrado a no ver más que el reducido
perímetro de su lugar, se asombra ante aquella dilatada red de vías cuyo fin no
alcanza, y ante aquellos edificios que rivalizan en suntuosidad.
Así nosotros, que no vemos más que los
mezquinos méritos del mundo moral que nos rodea, cuando ingresamos por las
arcadas de la gran ciudad donde viven los Santos, no podemos menos de sentir
profunda admiración. Y, como se detiene el aldeano ante los robustos sillares
de templos y palacios, nos detenemos también frente a los grandes elegidos del
Señor, que son imperecederos monumentos de virtud.
Tal sucede con San Felipe de Neri, cuya
alma es templo magnífico de refinadas perfecciones que nos asombran y cautivan.
En nuestra excursión por el Santoral
cristiano, hoy hemos dado con esta gran figura, y a fe que el hallazgo merece que nos detengamos por
algún tiempo en su contemplación.
Desde la edad de cinco años fue llamado
este Santo por sus contemporáneos Felipe el Bueno. ¡Y murió a los ochenta!...
Juzgad qué de riquezas no atesoraría un espíritu que se consagra durante todo
ese largo espacio de tiempo a practicar exclusivamente el bien. Porque fue
esto, y nada más que esto, lo que hizo San Felipe de Neri sobre la tierra. Toda
su vida es una continuada ascensión por la montaña de la virtud, sin sacudidas,
sin desmayos, sin crisis.
Asno y malvado se llamaba a sí mismo.
Dando consejos a una mujer muy combatida por el demonio, le avisaba con estas
palabras: -“Cuando sintáis semejantes tentaciones, decid al mal espíritu: Yo te
acusaré a aquel asno, a aquel malvado de Felipe.”
Obraba grandes maravillas; pronosticaba
importantes acontecimientos, pero nunca pensó que aquellos milagros y aquellas
profecías fuesen el premio otorgado por el Señor a sus grandes virtudes, sino
que los miraba como un exceso del amor divino que se complacía en distinguirle
con tan excelsos favores, para confundirle y hacerle desviar del camino de sus
iniquidades.
Nació en Florencia el año 1515, y desde
su niñez hizo tan poco caso de la vanidad del mundo, que habiéndose quemado
gran parte de la hacienda de su padre, no experimentó el menor sentimiento de
tristeza; y dándole en cierta ocasión uno de sus ilustres parientes un papel en
donde se hallaban empadronados todos los ascendientes de su familia, lo rasgó
sin leerlo. Esto último caracteriza ya suficientemente su humildad, y así no es
extraño que cuando su padre le confió a un tío suyo, rico comerciante de Nápoles,
el cual destinábale a sucederle en los negocios y a ser el heredero de su
fortuna, Felipe rehusase y marchara a Roma a estudiar Teología, y que resistiéndose
luego a la alta dignidad del sacerdocio, fuese menester un mandato para
decidirle a aceptar el presbiterado.
Padre de las almas y de los cuerpos se le
llamaba en Roma a causa de su gran caridad, porque él sostenía a muchas
familias vergonzantes, dotaba a doncellas pobres, socorría los establecimientos
religiosos, restableció la costumbre casi perdida, de visitar los hospitales, y
abrió su casa a cuantos venían a demandarle protección, ayuda, consejos… Así se
agruparon alrededor suyo discípulos de tan rara virtud y ciencia como Juan
Manzola, Juan Bautista Yodo, Francisco María Taururo, antonio Fucio, Enrique
Petra… Y así brotó, sin darse él apenas cuenta, la admirable Congregación del
Oratorio, a la que pertenecieron Juan Francisco Bourdin, arzobispo de Aviñón,
Alejandro Fidele y el cardenal Baronio, autor de los célebres Anales eclesiásticos.
La Congregación del Oratorio quedó
fundada en 1575, siendo confirmada por el Papa Gregorio XIII, que dio a Felipe
la iglesia de San Gregorio.
El ilustre hijo de Florencia se negaba a
ser jefe de aquella Congregación, y para hacerle aceptar fue preciso una orden
absoluta del Papa.
Él quería marchar al desierto, para allí,
libremente, solazarse con Dios; pero Dios le manifestó su voluntad por medio de
un alma bienaventurada que se apareció al Santo y le dijo: “Felipe, la voluntad
de Dios es que vivas en esta ciudad, como si estuvieras en el desierto.” Y
Felipe obedeció, y la ciudad de Roma fue para él como un desierto; desierto,
según frase de un ilustre escritor, poblado de pecadores, donde, sin turbar su
soledad, le rodeaban las multitudes.
(CONTINUARÁ… pag 464)