La libertad es la facultad augusta que,
juntamente con la razón, nos distingue de todas las demás criaturas inferiores.
Lo que más estima el hombre es su libertad. Por
conseguir su libertad han batallado, desde los tiempos más remotos, razas y
naciones. Por conquistar su libertad, cien pueblos se alzaron, hundiendo para
siempre en el polvo, después de heroicos esfuerzos, la frente del dictador.
Este amor a la libertad, lo tienen todos los
hombres, desde el salvaje de los desiertos hasta el educado habitante de las
ciudades.
Tan exagerado es en algunos este amor, que por
gozar de la libertad a sus anchas, sin frenos sociales ni leyes patrias que les
coarten, se desintegran del cuerpo de la nación, y, formando tribu aparte,
recorren el mundo, que para ellos no tiene fronteras, haciendo de todos los
sitios, una vasta nación universal.
¿No visteis nunca arribar a nuestras ciudades
alguna de esas errantes caravanas de pueblos nómadas? ¿De dónde llegaban? ¿A dónde
iban?... Su peregrinación es eterna por el mundo. Hoy duermen en el Norte, y
mañana despiertan en el Sur. Sufren el sol de los países tropicales; la nieve
de las regiones brumosas y frías; no tienen hogar fijo; arman sus casas
ambulantes, despliegan sus pabellones, sus tiendas de lona, donde les parece;
familias enteras, los padres ancianos, los esposos fuertes, los hijos de
vacilante pie, todos, se trasladan juntos de un país a otro, recorren la tierra
en incesante peregrinación. Y son felices a su modo, porque gozan de una casi
absoluta libertad. Y decimos de una casi absoluta libertad, porque la libertad
amplia, extensa, sin restricciones, sin trabas, nadie la puede obtener.
Somos libres, sí, pero con libertad relativa.
¡Cuántas veces habremos querido volar por los espacios, y la tierra nos
retuvo!... ¡Cuántas escapar de preocupaciones y quimeras, y la preocupación,
sin embargo, encadenó nuestro espíritu!...
Pues si la libertad es tan hermosa, ¿qué méritos
no tendrá el que la sacrifica en bien de sus hermanos?
Después del sacrificio de la vida, es el
sacrificio de la libertad la acción más hermosa que puede obrar la caridad
cristiana en obsequio del prójimo. Y decimos la caridad cristiana, porque fuera
del cristianismo la caridad, el amor a nuestros semejantes, tiene fases muy
limitadas. ¿qué grandes rasgos encontramos en aquellos que no perfumaron su
alma con las puras ráfagas de esta religión hermosa que instituyó Cristo? ¿Dónde
están los asilos que recojan huérfanos? ¿Dónde los hospitales que alberguen
ancianos y enfermos? ¿Dónde las escuelas y talleres que ilustren a los
desheredados de la fortuna? ¿Dónde las valerosas vírgenes que consagren toda su
existencia a curar las enfermedades más contagiosas? ¿Dónde, en fin, los que
sacrifican sus bienes, su libertad, su vida misma, por el bien de los demás,
por la felicidad, aun de sus propios enemigos?
Sólo en la religión cristiana alientan estos
generosos impulsos; ¡sólo ella inspira estos rasgos, estas santas y hermosísimas
resoluciones!
San Mayolo, santo cuya festividad conmemora hoy
la Iglesia y en quien nos hemos fijado para trazar las presentes líneas, fue un
abnegado siervo de la caridad, por lo que sacrificó no sólo sus bienes de
fortuna hasta el punto de despojarse una vez de sus humildes vestidos para
cubrir con ellos la desnudez de un pobre, sino también ese don preciado que
constituye la felicidad de todo hombre y toda nación: la libertad.
La libertad, sí. Evangelizando, predicando,
pasaba en cierta ocasión este santo, acompañado de varios de sus religiosos, la
región de los Alpes; de pronto fueron sorprendidos por un destacamento de
tropas turcas. Entre los monjes se produjo la consiguiente confusión y espanto:
San Mayolo, que también pudo haber emprendido la fuga, decidió quedarse con
aquellos compañeros, menos afortunados, que ya habían aprehendido los turcos. Y
un rasgo: cuando las tropas divisaron a los religiosos, un soldado disparó una
flecha sobre el grupo. San Mayolo se adelantó, y antes de que hiciera blanco en
algunos de sus queridos compañeros, tendió la mano y en ella recibió el dardo,
de cuya herida quiso dios que mientras viviera tuviese la señal para memoria de
tan heroico acto de amor al prójimo.
Conducidos a obscura mazmorra Mayolo y sus
compañeros, éstos, pusilánimes y cobardes, comenzaron a temblar previendo una
desastrosa muerte. Mas el santo los consoló, diciendo que no temiesen, pues creía
que pronto la Divina Providencia vendría en su auxilio. En seguida se puso a
orar a la Santísima Virgen, de quien era muy devoto. La celestial Señora se le
apareció y le dijo que a la mañana siguiente estaría a salvo. En efecto, apenas
clareó el día, Mayolo se halló sin grillos ni cadenas. Admirados los turcos de
este prodigio, lo veneraron como a santo y le dieron la libertad. Pero el abad
ilustre –Mayolo gobernaba entonces el célebre monasterio benedictino de Cluny-,
la rehusó, diciendo que jamás la aceptaría, mientras esa misma libertad que a él
se le otorgaba, no se la dieran también a sus infortunados compañeros de prisión.
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