María, la excelsa Madre de Dios, ha sido
siempre manantial fecundo de inspiraciones para aquellos hombres privilegiados
que han sentido revolotear sobre su frente el aleteo inmortal de la belleza…
Los corazones puros, tiernos, sensibles,
exquisitos, se han prendado de la Virgen María, lirio de purísima fragancia que
eleva su corola celestial por entre todas las virtudes que como flores germinan
en el seno de la Iglesia.
Inspirándose en la Virgen de Nazareth, trazó el
pintor cuadros inmortales; compuso el músico inefables melodías; cantó el vate
suavísimas endechas; revistió su acento de ternura y sus palabras de sublimidad
el orador sagrado.
La Madre de Jesús…, desde que éramos niños,
atrajo nuestras miradas con la dulcedumbre de sus ojos, con la bondad de sus
sonrisas, con lo casto de su expresión.
El rayo de luna plateando las ondas de un lago azul,
es infinitamente menos poético que la divina doncella de Nazareth. ¡María!...
¿Qué labios no habrán pronunciado este dulce nombre? ¿Quién no habrá sentido
perfumado su corazón con el efluvio que se escapa de él?...
De entre todos los enamorados de María, ninguno
quizá más servicial, más rendido, más amante que San Bernardino de Sena.
Como la hiedra al tronco, Bernardino de Sena se
prendió al nombre inmaculado de María; como la inquieta mariposa es atraída por
el brillo incesante de la luz, Bernardino de Sena corrió hacia el faro de ese
nombre luminoso que disipa las tinieblas.
El nombre de María se asocia a los principales
acontecimientos que integran la vida de este Santo: así, decía muchas veces: “Yo
nací en la festividad del natalicio de Nuestra Señora -8 de septiembre de
1380-; después, en la misma festividad, nací a la vida religiosa, vestí el hábito
franciscano, hice profesión de mis tres votos, dije la primera Misa y pronuncié
el primer sermón; y espero que por los merecimientos de María, el Señor me llevará
a su santa gloria”.
Siempre, desde niño, Bernardino mostró su
singular predilección por la Santísima Virgen: en los albores de la juventud,
cuando sus compañeros de estudio se mofaban de él porque jamás le habían visto
cortejar ninguna hermosura femenina, él decíales con gran entusiasmo: “Pues
sabed, amigos, que la dama de mis pensamientos es la mujer más bella que existe
en el mundo”. Y al expresarse así, revestía sus palabras de indefinible
ternura, y en sus ojos relampagueaba tan dulcísimo fulgor, que los amigos unos
a otros se decían: “¿Quién podrá ser la que tan amorosamente ha herido el corazón
de Bernardino?...”
Enterada de aquellas manifestaciones una prima
suya, Tobía, religiosa, que por su piedad y santidad parecía tener cierto
derecho a ejercer sobre Bernardino –huérfano de padre y madre-, solicitud y
vigilancia especial, temiendo que las seducciones del mundo maleasen el corazón
de Bernardino, le llamó un día, y exponiéndole su temor, le preguntó si era
verdad lo que en Sena se decía de sus amores.
El doncel contestó: “Sí; el amor me tiene ya
encadenado, y tengo seguridad de que moriré el día que no pueda ver a la que
ama mi corazón”.
“- ¿Quién es?-, dijo Tobía.”
- ¡Es –respondió con fervoroso entusiasmo
Bernardino-, la mujer más noble y más hermosa entre todas las doncellas del
Sena!...”
Al escucharle, Tobía no pudo ya dudar de que el
corazón de su primo se hallaba profundamente herido de amor. Resolvió averiguar
quién era la que de tal modo había esclavizado el alma de Bernardino. Y un día,
sin que él lo advirtiera, le siguió, cuando el Santo atravesaba las tortuosas
calles de Sena, hasta llegar a las puertas de la ciudad. Allí se detuvo.
Era Bernardino de señoril aspecto: alto,
fornido y elegante; en su despejada frente caían con suma gracia algunos
mechones de su rizosa cabellera, mal aprisionada por un terciopelo carmesí
ribeteado de largas y nevadas plumas; en sus ojos, pálidamente azules, rielaba
la lumbre del astro de su espíritu, como rocío luminar en el cristal de un
lago; en sus labios, apenas sombreados por el bozo, florecía una dulce sonrisa…
Tobía le miraba anhelosa pensando en que no
habría de tardar la dama por quien suspiraba Bernardino. Pero de pronto su sorpresa
fue grande, cuando vio que Bernardino, quitándose el terciopelo de los blancos
airones, echando atrás la espada que aprisionaba gallardamente en el cinto, y
arqueando sus piernas que enfundaba la estirante malla, se postró de hinojos
mientras miraba extasiado la imagen de María esculpida en el frontón que
coronaba las puertas de la ciudad…
¡María, la Virgen María, era la dulce amada del
joven Bernardino…, la dama de sus castos pensamientos; la mujer, en fin –como él
decía-, más noble y más hermosa de todas las mujeres de Sena!...
(CONTINUARÁ… Pag 380)