SAN JUAN DE EGIPTO
¿Quién no ha oído hablar de los Padres del desierto? ¿Quién no ha admirado
algunas de sus figuras sublimes que asombraron al mundo con sus penitencias y
virtudes?
¡El Desierto...! ¡La Tebaida...! ¡Egipto...! Si sus piedras, y sus plantas, y
las heroicas virtudes de aquellos Santos, nos contarían multitud de rasgos
hermosos que no han llegado a conocimiento de la posteridad.
Cualquiera de aquellas rocas, santificada por la huella de un gran penitente,
nos diría: "Yo fui el refugio de un cuerpo que torturaron ásperos cilicios: en
las grandes tentaciones, en los terribles momentos en que la carne se enciende a
impulsos de la concupiscencia, cuando el demonio de la lujuria azuza los
sentidos sacudiéndolos, enfureciéndolos, encabritándolos, yo con mi aspereza
atajé los desordenados ímpetus, que se estrellaron contra los picos salientes de
estas piedras que me informan. Aquí, sobre mí, se retorció el anacoreta sublime,
tratando de vencer con la dureza de mi contacto la sugestión de un pensamiento
inmundo suscitado en horas de angustia por las serpientes infernales. ¿No ves
cómo todavía vetean mi rocosa epidermis unas manchas rojas? Es la sangre que
fluía del penitente, cuando para castigar su rebelde cuerpo se hería con mis
guijarros y con las ortigas y cardos punzantes que a través de mis junturas
crecen..."
"Detente un momento, peregrino, nos diría un árbol con la lengua de su
ramaje: descansa al pie de mi robusto tronco, y oye la relación de quien tuvo la
dicha de admirar las proezas de un gran Santo. ¿Ves estos rubios dátiles que
cuelgan de mi copa umbrosa? Ellos, durante más de medio siglo, fueron la única
alimentación de un hombre abnegado, sufrido, despreciador de los vanos deleites
del mundo. ¿Ves estas ramas anchas y luengas que me revisten? Ellas revistieron
también las maceradas carnes de aquél glorioso campeón de Cristo. Donde tú mismo
descansas ahora, él descansó algunas veces, poniéndose al abrigo de esta
ardorosa lumbre egipciaca, de este sol radiante que tuesta con sus implacables
rayos las guijas del desierto."
Y al deslizarnos junto a las márgenes floridas del poético y legendario Nilo,
éste salmodiaría de esta suerte, con la cristalina voz de sus ondas azules:
"Cuando los antiguos me adoraron como a un dios; cuando Moisés cruzaba en un
cestillo de mimbres mi límpida corriente, fui menos dichoso que al contemplar
las austeridades de aquellos solitarios que poblaron la tierra por la cual
constantemente serpenteo. ¡Cuántas veces, al escuchar las súplicas de estos
Santos, que en bien de los demás hombres pedían al Señor término a una
prolongada sequía, yo, obediente a los mandatos providenciales, me desdoblaba,
inundando la campiña, que tornaba a producir frutos y flores...! ¡Más de una
vez besé con mis cristalinas ondas las sandalias de esparto y las fimbrias de
los toscos sayales de aquellos penitentes ilustres...! Y al hacerlo, sentía un
exquisito goce, porque aunque ensangrentados y ásperos, esta sangre y esta
aspereza tenían un escondido deleite..., ¡El deleite del sacrificio impuesto por
un purísimo ideal...!"
Entre esas muchedumbres de santos solitarios que embalsamaron con el perfume
de sus virtudes los desiertos de la Tebaida, hay pocos, fuera del gran San
Antonio Abad, como San Juan de Egipto, conocido también con el nombre de San
Juan ermitaño.
Los ilustres Paladio y Rufino, anacoretas, que tuvieron la dicha de verle y
oírle, nos refieren muchos detalles de la vida de este gran penitente, cuyas
virtudes, milagros y profecías atrajéronle la admiración y veneración de sus
contemporáneos.
Hacia el año 330 y en Licópolis, hoy Siut, junto a la orilla izquierda del
Nilo, en la Baja Tebaida, nació Juan, quien a los veinticinco años, inflamado en
el amor de Dios, abandonó su humilde oficio de carpintero, para retirarse a las
asperezas de una soledad.
La ciencia de la santidad, a semejanza de las demás ciencias, no puede
aprenderse sin maestro, no puede seguirse sin una sabia y prudente dirección. Y
como Juan no lo ignoraba, desconfiando con razón de sus propias luces, marchó,
como discípulo dócil, a ponerse bajo la salvaguardia de un antiguo solitario.
El buen anciano a quien Juan había escogido por maestro, admiraba el celo y
buena voluntad de su discípulo, pero temiendo los peligros del amor propio,
ejercitábalo en una obediencia humilde y difícil.
Los profanos en la ciencia del espíritu suelen mirar despectivamente, con
burla, con sorna, ciertos procedimientos empleados por algunos maestros de
novicios religiosos para instruírles y educarles. A la verdad que si estos
métodos de enseñanza se siguieran por muchos padres de familia en el mundo, otra
sería la suerte de sus hijos, quienes ganarían bastante para sobrellevar las mil
contrariedades y humillaciones que a cada paso nos ofrece la vida,
acostumbrándose a humillar y abatir el amor propio, causa, casi siempre, de
amargos sinsabores.
Si los padres supieran el arte de quebrar a tiempo los gustos a sus hijos,
¡cuántos pesares les evitarían y se evitarían!... No estriba precisamente el
cariño de los padres en llenar los menores deseos de aquellos a quienes dieron
el ser, acostumbrándolos a una vida caprichosa, voluntariosa, que luego
constituirá su mayor desgracia, cuando se hallen a merced de los caprichos y
voluntades del mundo.
El amor de los padres debe ir más allá del presente, y prever muchas
contingencias del porvenir. Si no nos criaron humildes, resignados, pacientes,
¡qué trabajo nos costará resignarnos, humillarnos a la fuerza!... Y todos, desde
el más grande al más pequeño, desde el rey hasta el último ciudadano, tienen que
humillarse alguna vez, tienen que tascar el freno de alguien que de una u otra
manera les manda y les esclaviza!... Este es el mayor martirio de los poderosos:
la humillación, la abdicación ante otro de su orgullo y su soberbia. Los pobres,
ya acostumbrados, saben doblegarse; mas para los ricos, es esto un martirio que
sólo ellos podrán exactamente explicar. Por esto es un gran acto de amor en los
padres pudientes humillar, contrariar los gustos a sus hijos. Esa educación que
antiguamente se daba en el yermo y hoy se practica en los noviciados de las
Órdenes religiosas, hacía falta en muchas casas de familia donde cada cual, por
sus caprichos, quiere crearse una especial autonomía.
Para ser feliz, con la felicidad relativa a que podemos aspirar en la tierra
-valle de lágrimas-, es preciso cumplir la voluntad de Dios, y, para esto, hay
que renunciar muchas veces a la voluntad propia. Y esto es lo que hizo el
ilustre santo cuya vida estamos siguiendo; y ya le mandara su preceptor en
santidad regar dos veces al día una vara seca y medio podrida hasta que echase
raíces y floreciese; ya le ordenara arrojar por una ventana la única botellita
de aceite que tenía para condimentar sus legumbres, el discípulo obedecía
prontamente, sin pararse a discutir la oportunidad del mandato.
Así llegó a la cumbre de las virtudes, a la cima de la mortificación, a ser,
por sus grandes penitencias, digno compañero de San Antonio Abad, de San Pablo
Ermitaño, de San Hilarión, de San Macario y otros penitentes esclarecidos. Si el
famoso Simeón Stylita pasó su vida en lo alto de sus célebres columnas, Juan de
Egipto vivió en el hueco de una roca que hendió a pico, y cuya entrada tapió, no
dejando abierto más que un tragaluz por donde recibía las frutas y el agua que
le servían de alimento.
Así permaneció durante cincuenta años, es decir, hasta su muerte. No le
inspiraban ningún cuidado los bienes del mundo.
(CONTINUARÁ... pág. 529)
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