martes, 27 de marzo de 2012

SAN JUAN DE EGIPTO


SAN JUAN DE EGIPTO

¿Quién no ha oído hablar de los Padres del desierto? ¿Quién no ha admirado algunas de sus figuras sublimes que asombraron al mundo con sus penitencias y virtudes?
¡El Desierto...! ¡La Tebaida...! ¡Egipto...! Si sus piedras, y sus plantas, y las heroicas virtudes de aquellos Santos, nos contarían multitud de rasgos hermosos que no han llegado a conocimiento de la posteridad.
Cualquiera de aquellas rocas, santificada por la huella de un gran penitente, nos diría: "Yo fui el refugio de un cuerpo que torturaron ásperos cilicios: en las grandes tentaciones, en los terribles momentos en que la carne se enciende a impulsos de la concupiscencia, cuando el demonio de la lujuria azuza los sentidos sacudiéndolos, enfureciéndolos, encabritándolos, yo con mi aspereza atajé los desordenados ímpetus, que se estrellaron contra los picos salientes de estas piedras que me informan. Aquí, sobre mí, se retorció el anacoreta sublime, tratando de vencer con la dureza de mi contacto la sugestión de un pensamiento inmundo suscitado en horas de angustia por las serpientes infernales. ¿No ves cómo todavía vetean mi rocosa epidermis unas manchas rojas? Es la sangre que fluía del penitente, cuando para castigar su rebelde cuerpo se hería con mis guijarros y con las ortigas y cardos punzantes que a través de mis junturas crecen..."
"Detente un momento, peregrino, nos diría un árbol con la lengua de su ramaje: descansa al pie de mi robusto tronco, y oye la relación de quien tuvo la dicha de admirar las proezas de un gran Santo. ¿Ves estos rubios dátiles que cuelgan de mi copa umbrosa? Ellos, durante más de medio siglo, fueron la única alimentación de un hombre abnegado, sufrido, despreciador de los vanos deleites del mundo. ¿Ves estas ramas anchas y luengas que me revisten? Ellas revistieron también las maceradas carnes de aquél glorioso campeón de Cristo. Donde tú mismo descansas ahora, él descansó algunas veces, poniéndose al abrigo de esta ardorosa lumbre egipciaca, de este sol radiante que tuesta con sus implacables rayos las guijas del desierto."
Y al deslizarnos junto a las márgenes floridas del poético y legendario Nilo, éste salmodiaría de esta suerte, con la cristalina voz de sus ondas azules: "Cuando los antiguos me adoraron como a un dios; cuando Moisés cruzaba en un cestillo de mimbres mi límpida corriente, fui menos dichoso que al contemplar las austeridades de aquellos solitarios que poblaron la tierra por la cual constantemente serpenteo. ¡Cuántas veces, al escuchar las súplicas de estos Santos, que en bien de los demás hombres pedían al Señor término a una prolongada sequía, yo, obediente a los mandatos providenciales, me desdoblaba, inundando la campiña,  que tornaba a producir frutos y flores...! ¡Más de una vez besé con mis cristalinas ondas las sandalias de esparto y las fimbrias de los toscos sayales de aquellos penitentes ilustres...! Y al hacerlo, sentía un exquisito goce, porque aunque ensangrentados y ásperos, esta sangre y esta aspereza tenían un escondido deleite..., ¡El deleite del sacrificio impuesto por un purísimo ideal...!"
Entre esas muchedumbres de santos solitarios que embalsamaron con el perfume de sus virtudes los desiertos de la Tebaida, hay pocos, fuera del gran San Antonio Abad, como San Juan de Egipto, conocido también con el nombre de San Juan ermitaño.
Los ilustres Paladio y Rufino, anacoretas, que tuvieron la dicha de verle y oírle, nos refieren muchos detalles de la vida de este gran penitente, cuyas virtudes, milagros y profecías atrajéronle la admiración y veneración de sus contemporáneos.
Hacia el año 330 y en Licópolis, hoy Siut, junto a la orilla izquierda del Nilo, en la Baja Tebaida, nació Juan, quien a los veinticinco años, inflamado en el amor de Dios, abandonó su humilde oficio de carpintero, para retirarse a las asperezas de una soledad.
La ciencia de la santidad, a semejanza de las demás ciencias, no puede aprenderse sin maestro, no puede seguirse sin una sabia y prudente dirección. Y como Juan no lo ignoraba, desconfiando con razón de sus propias luces, marchó, como discípulo dócil, a ponerse bajo la salvaguardia de un antiguo solitario.
El buen anciano a quien Juan había escogido por maestro, admiraba el celo y buena voluntad de su discípulo, pero temiendo los peligros del amor propio, ejercitábalo en una obediencia humilde y difícil.
Los profanos en la ciencia del espíritu suelen mirar despectivamente, con burla, con sorna, ciertos procedimientos empleados por algunos maestros de novicios religiosos para instruírles y educarles. A la verdad que si estos métodos de enseñanza se siguieran por muchos padres de familia en el mundo, otra sería la suerte de sus hijos, quienes ganarían bastante para sobrellevar las mil contrariedades y humillaciones que a cada paso nos ofrece la vida, acostumbrándose a humillar y abatir el amor propio, causa, casi siempre, de amargos sinsabores.
Si los padres supieran el arte de quebrar a tiempo los gustos a sus hijos, ¡cuántos pesares les evitarían y se evitarían!... No estriba precisamente el cariño de los padres en llenar los menores deseos de aquellos a quienes dieron el ser, acostumbrándolos a una vida caprichosa, voluntariosa, que luego constituirá su mayor desgracia, cuando se hallen a merced de los caprichos y voluntades del mundo.
El amor de los padres debe ir más allá del presente, y prever muchas contingencias del porvenir. Si no nos criaron humildes, resignados, pacientes, ¡qué trabajo nos costará resignarnos, humillarnos a la fuerza!... Y todos, desde el más grande al más pequeño, desde el rey hasta el último ciudadano, tienen que humillarse alguna vez, tienen que tascar el freno de alguien que de una u otra manera les manda y les esclaviza!... Este es el mayor martirio de los poderosos: la humillación, la abdicación ante otro de su orgullo y su soberbia. Los pobres, ya acostumbrados, saben doblegarse; mas para los ricos, es esto un martirio que sólo ellos podrán exactamente explicar. Por esto es un gran acto de amor en los padres pudientes humillar, contrariar los gustos a sus hijos. Esa educación que antiguamente se daba en el yermo y hoy se practica en los noviciados de las Órdenes religiosas, hacía falta en muchas casas de familia donde cada cual, por sus caprichos, quiere crearse una especial autonomía.
Para ser feliz, con la felicidad relativa a que podemos aspirar en la tierra -valle de lágrimas-, es preciso cumplir la voluntad de Dios, y, para esto, hay que renunciar muchas veces a la voluntad propia. Y esto es lo que hizo el ilustre santo cuya vida estamos siguiendo; y ya le mandara su preceptor en santidad regar dos veces al día una vara seca y medio podrida hasta que echase raíces y floreciese; ya le ordenara arrojar por una ventana la única botellita de aceite que tenía para condimentar sus legumbres, el discípulo obedecía prontamente, sin pararse a discutir la oportunidad del mandato.
Así llegó a la cumbre de las virtudes, a la cima de la mortificación, a ser, por sus grandes penitencias, digno compañero de San Antonio Abad, de San Pablo Ermitaño, de San Hilarión, de San Macario y otros penitentes esclarecidos. Si el famoso Simeón Stylita pasó su vida en lo alto de sus célebres columnas, Juan de Egipto vivió en el hueco de una roca que hendió a pico, y cuya entrada tapió, no dejando abierto más que un tragaluz por donde recibía las frutas y el agua que le servían de alimento.
Así permaneció durante cincuenta años, es decir, hasta su muerte. No le inspiraban ningún cuidado los bienes del mundo.
 (CONTINUARÁ... pág. 529)

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