El vulgo no
conoce a los profetas, a los grandes inspirados que hablaban en nombre de Dios.
Esas magnas
figuras de la Historia pasan inadvertidas entre el cúmulo de los excelsos
varones que merecieron el honor de los altares. Y es lástima que se releguen al
olvido por la generalidad del pueblo católico aquellos hombres eminentes que
tuvieron el divino privilegio de la clarividencia para vaticinar lo futuro.
Cada vida
de estos grandes Profetas es un fragmento de la epopeya sagrada; cada uno de
sus escritos un monumento gigantesco. En sus palabras resuena el acento de
Dios; por sus mentes resbala un rayo de la increada luz, y a su fulgor espléndido
se despejan las brumas del porvenir, apareciendo en el espacio, como una esfera
transparente, el gran reloj del tiempo que marca las horas de los
acontecimientos futuros.
La visión
del Profeta respecto a ese tiempo venidero, vendría a ser algo así como, cuando
desde la vía pública, vemos entreabrirse la puerta de algún templo, divisando
allá a lo último el dorado retablo, y la lámpara y los cirios parpadeantes. Así
el Profeta, a cielo descubierto, vería girar las grandes puertas de los siglos
futuros, columbrando en sus galerías de años los hechos de la humanidad.
¡Los
Profetas…! ¡Los sublimes Videntes…! Al hablar de ellos, quisiéramos que cada
una de nuestras frases tuviera la rotunda solemnidad de esas olas majestuosas
que besan suavemente los pies del acantilado. El estilo ligero, florido,
mariposeador, no se presta para elogiar a estos grandes hombres. Al son de la
trompa y del órgano deben cantarse; las cuerdas de la lira y del arpa no acompañarían
debidamente al himno, que debe ser sonoro como el eco de un torrente, no
femenil y dulce como los rumores de un riachuelo cristalino… En bronce y mármol
deben cincelarse sus estatuas y grabarse sus preclaros nombres: la porcelana y
el marfil son impropios para modelar la robustez de sus egregias figuras…
(CONTINUARÁ…
pag. 213)
No hay comentarios:
Publicar un comentario