Quisiéramos que todos los enfermos, todos los hombres
agobiados por una grave dolencia corporal, leyesen la vida de la heroica
Liduvina de Schiedam.
Es imposible que haya existido en el mundo otro cuerpo
humano más dura y largamente combatido. ¡Treinta y tres años postrada, sin
levantarse del lecho del dolor…! ¡Y Liduvina, la ilustre virgen holandesa,
desde que nació no había hecho otra cosa que acatar la voluntad divina…!
Aquella dolencia no era castigo, no; era… para que la grandeza de Dios se
manifestase, como dijo Nuestro Señor Jesucristo a sus discípulos cuando éstos
quisieron averiguar la causa de haber cegado un hombre que entre ellos se
encontraba.
En presencia de Liduvina, que paciente y alegremente
sufre en su cuerpo cruelísimos dolores, siendo toda bondad, ¿no sacarán
resignación cuantos hoy yacen postrados por alguna enfermedad cuyo génesis, si
se investiga, se deberá quizá a excesos y desaciertos propios?
¡La enfermedad…! Pero si es que no nos damos cuenta de
lo que vale y significa la enfermedad.
La enfermedad es una de las más grandes misericordias
de Dios. Las misericordias divinas son incontables; David cuando habla de ellas
dice: la multitud de las misericordias de Dios. Entre éstas hallamos la remisión
de los pecados, el perfeccionamiento de nuestra alma, el conocimiento del
porvenir… La enfermedad, por la cual expiamos pasadas culpas, y mejoramos
nuestro espíritu, y nos percatamos de la inminencia de la muerte, es un haz de
misericordiosos favores.
(CONTINUARÁ… Pág. 292)
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