SANTORAL
LA ENCARNACIÓN DEL VERBO EN LAS ENTRAÑAS PURÍSIMAS
DE LA VIRGEN MARÍA
Dios creando la tierra, con sus montes, con sus
valles, con sus ríos; Dios sembrando el firmamento de soles, planetas y
satélites radiantes; Dios formando minerales, vegetales, irracionales, almas
humanas y espíritus angélicos; Dios, en fin, sacando de la nada todas las
portentosas maravillas de la naturaleza, es a nuestros ojos menos grande, menos
omnipotente que cuando realiza la Encarnación del Verbo, su Hijo unigénito, en
el seno de una virgen.
¿Podéis concebir toda el agua del mar, todo el
Océano replegado, contenido, sin perderse una gota, en el interior de un vaso?
¿Podéis imaginaros todo el gran disco del sol, fulgurando dentro del plateado
recipiente de una lámpara de iglesia....? Pues infinitamente más que esto fue
lo que hizo Dios en el Misterio de la Encarnación. La Divinidad, sin perder
ninguno de sus atributos, inmensa, sabia, hermosa, poderosa, sin principio ni
fin, eterna, perenne, inmortal..... baja a la Tierra, que sólo ocupa un punto
en el espacio, y se esconde en el seno de una virgen, para salir de allí, al
cabo de nueve meses, bajo la forma de hombre verdadero, sin dejar de ser
verdadero Dios.
Para librar al género humano, pudo Dios, como
todopoderoso e infinitamente sabio, hallar otros medios que éste de hacerse
hombre en las entrañas purísimas de una virgen; pero quiso realizar una obra en
la cual brillasen todos los tesoros de su sabiduría y omnipotencia, y ésta fue
la Encarnación del Verbo, por la cual se unen en una misma persona la
naturaleza divina con la humana, lo infinito con lo finito, lo eterno con lo
temporal.
Solo Él pudo juntar extremos tan opuestos como
Dios y hombre, Verbo Eterno y carne, Madre y Virgen. Considerando el alto
Misterio de la Encarnación, nadamos en un océano de grandezas, cuyas olas
imponentes pasando por encima de nosotros, nos sumergen en el abismo insondable
de Dios, que en ninguna parte como aquí muestra su poder excelso y su
misericordia infinita.
Su misericordia, sí: pues si por un hombre había
entrado la perdición en el mundo, por otro se nos proporciona el remedio.
Fuimos condenados todos por la soberbia de un hombre a perder la gracia y la
gloria, y el Dios humanado nos repara con su humildad. Todo el linaje humano ha
sido ennoblecido por este rasgo de la Bondad infinita. Cristo es hueso de
nuestros huesos y carne de nuestra carne. Por Él nuestra flaca naturaleza se
halla ensalzada sobre todos los coros angélicos. Ya, por este Misterio
angustísimo, pertenecemos a Dios, que habiendo dado al hombre todas las cosas
criadas, y viendo que ninguna igualaba a su grandeza, quiso darse a sí mismo
para que, como dice el apóstol San Pablo, de aquí pudiéramos inferir que ya no
le quedaba por dar cosa alguna: "El que no perdonó a su propio Hijo, sino
que le dio por todos nosotros, ¿cómo es posible que con Él no haya dado todo lo
demás?"
Cuanto puedan darnos las criaturas comparado con
Dios, es un átomo respecto de la gran máquina del universo. "Todas las
naciones delante de Dios -dijo Isaías-, son como si no fuesen." No se
puede llamar suma comunicación la que Dios hace al hombre dándole todas las
cosas, la comunicación suma es la que hizo en el Misterio de la Encarnación.
No de otra manera podía hallarse medicina tan
eficaz para curar nuestras llagas espirituales; porque, como dice Fray Luis de
Granada: "¿Con qué se podía abatir mejor nuestra soberbia que con su
humildad, y nuestra avaricia que con su pureza, y nuestra ira que con su
paciencia, y nuestra desobediencia que con su obediencia, y los regalos y
deleites de nuestra carne que con los dolores y asperezas de la suya? ¿Con qué
se podía mejor vencer nuestro desamor que con tal amor, y nuestro
desagradecimiento que con tales beneficios, y nuestro olvido que con tal
providencia, y los desmayos de nuestra desconfianza que con tales merecimientos
y tales prendas de amor?"
Dios no pudo hacer más por salvarnos y
redimirnos.
Este momento -momento supremo- de la Encarnación,
era predicho desde hacía tantos siglos, el deseado por Patriarcas y Profetas,
el suspirado por Abrahán, el invocado por todas las grandes voces del mundo.
Los mismos gentiles, agitados por un confuso instinto, lo deseaban, lo
vislumbraban, lo adivinaban sin conocerlo. Virgilio alzó su voz entre las
asperezas del mundo pagano, y la Sibila emitió oráculos que el gentilismo
aceptó.
Y el codiciado momento llega para que la tierra
salte de júbilo y los cielos se regocijen. Las promesas de Dios se cumplen, los
designios eternales se realizan; los votos de todos los siglos hallan plena
satisfacción.
Cuando el mundo romano aclama a Livia Madre
del orbe, -Genetrix orbis- Gabriel, el ángel del Señor, abandona los
alcázares gloriosos, surca raudo el firmamento, atraviesa la atmósfera de
nuestro globo, recorre el delicioso valle Esdrelón, ciérnese sobre la risueña
ciudad de Nazareth, e ingresa en la humilde morada de la Virgen...
Pocas serán las antiguas religiones, -creemos que
ninguna- que entre el laberinto de sus mitos y fábulas deje de ofrecer algún
vago reflejo del sublime Misterio que conmemoramos hoy. En el Tibet, Fo encarna
en el seno de una hermosa ninfa para salvar a los hombres; en China, la diosa
Sching-Mou, concibe un hijo por el simple contacto de una flor; Buddah nace de
la virgen Maha-Mahai; Sommonokodon, de una virgen blanca; Lao Tseu, de una
virgen negra; Zoroastro, es fruto de Dogdo, la mujer babilónica que vio en
sueños a un resplandeciente mensajero de Oromazo, el cual envolvíala en un rayo
de purísima luz... Todos estos mitos no eran más que transformaciones,
adulteraciones de la promesa paradisíaca, cuya exacta noticia sólo poseía el
pueblo de Israel, la nación escogida de Dios. Dios, al castigar la
prevaricación de nuestros primeros padres, arrojados del Paraíso, templando con
un rasgo de su infinita misericordia la ira de su justicia, despliega ante el
abatido género humano la consoladora perspectiva de una virgen purísima, que en
su día, había de aplastar con su divina planta la cabeza de la infernal
serpiente: Ipsa conteret caput tuum.
¿Y quién es esta Virgen, esta mujer admirable?
¡Es María! "tálamo aseado por su pureza, entretejido de flores, hermoso de
virtudes y oloroso por la fragancia de su castidad. Ella es la puerta del
Cielo, entrada del Paraíso, estrella del mar, alegría del mundo, refugio de los
pecadores, puerto de los que navegan, ayuda de los que peligran, camino de los
descaminados, salud de los desahuciados, espanto y terror de los espíritus
malignos. Ella es el Tabernáculo y el Arca del Testamento, el propiciatorio del
templo, el trono de Dios, la vara florida, la nube ligera, el huerto cerrado,
la fuente sellada, paloma sin mancha, flor suavísima, varita de humo de todos
los perfumes, oliva verde, vid frondosa, ciprés alto, terebinto que extiende
sus ramas, campo vestido de mieses y tierra bendita que produce fruto de vida
eterna. Ella es el alba de la mañana y lucero esclarecido, más hermosa que la
luna y más resplandeciente que el sol". Por eso "esta Virgen
Santísima, adornada de todas las virtudes y ataviada de todas las gracias
divinas, con el olor de ellas trajo a sí al Rey del Cielo". Y por eso,
"siendo más santa que todas las santas, fue escogida para ser Madre de
Dios, para desterrar la culpa, para acarrear la gracia, para dar paz al mundo,
Dios al hombre, fin a los vicios, regla a las costumbres..." Y así fue
Ella "la amada del Altísimo, la morada del Verbo, la enriquecida con el
fruto divino, la prefigurada en las Santas Escrituras, la anunciada de los
Profetas, la ensalzada sobre todos los espíritus angélicos. Grande cuando
nació, grande cuando concibió. Santa en el alma, santa en el cuerpo. Siempre
llena de gracia y virtud purísima en todos sus pensamientos, en todas sus
palabras, en todas sus obras, en todas sus acciones..."
¿Qué elogios podremos nosotros añadir a estos
ardientes que en honra de la Santísima Virgen destiló la pluma del primer
Patriarca de Venecia, San Lorenzo Justiniano?
¿Qué alabanzas podremos de prodigar nosotros a
esta Madre-Virgen, que reúne en su ser caridad de serafines, belleza de
ángeles, fe de patriarcas, esperanzas de profetas, celo de apóstoles, y
heroicidad de mártires?
Ave María; llena eres de gracia, le dice
el enviado celestial cuando, para anunciarle el gran Misterio, entró
resplandeciente en la humilde estancia de Nazareth. Llena eres de gracia,
es decir, llenas estás de fe, de esperanza, de ciencia, de piedad, del temor de
Dios, de todos los dones del Espíritu Santo. Llena eres de gracia: tu
memoria se alimenta con piadosos recuerdos, tu entendimiento con luces
celestiales, tu voluntad con sentimientos de amor a Dios, con purísimos anhelos
de abnegación, de mortificación, de sacrificios... Llena eres de gracia, sí;
porque todos los méritos, todos los privilegios, todas las virtudes que se
encuentran como en su fuente y que en los ángeles y en los Santos se hallan
divididos como en otros tantos arroyuelos, en ti se reúnen, se juntan como las
aguas de diversos manantiales en sus proximidades al mar. "Sicut omnia
flumina intrant in mare -exclama San Buenaventura- sic omnes gratiae,
quas habuerunt angeli, patriarchae, prophetae, aspotoli, martyres, confessores,
virgines, in Mariam fluxerunt".
El Señor es contigo -continúa el Ángel-,
llena toda tu alma, ocupa todas tus potencias, invade todos tus sentidos,
impregna todo tu ser. Está contigo por su protección, por su asistencia, por
sus cuidados. Está en ti como en su templo, como en su lecho nupcial, como en
el lugar apacible de todas sus delicias.
Y, eres bendita entre todas las mujeres.
Así concluye su alabanza el Ángel. Bendita entre todas las mujeres: más
bendita que Sara, que Rebeca, que Judit, que Esther, que Jahel, que Ruth, que
Abigail... Estás exenta de la maldición que pesa sobre las demás mujeres; darás
a luz sin dolor, el Verbo divino saldrá de tu purísimo seno como rayo de sol
por un cristal. Bendita entre todas las mujeres, porque serás fecunda y
virgen a la vez, reunirás las dos glorias de la mujer, la maternidad y la
incorruptibilidad, sin que para ostentar una, hagas sacrificio de la otra.
Y María, la que está con el Señor llena de
gracia, la bendita entre todas las mujeres, escuchando al Ángel, permanece
silenciosa, pensativa, turbada, creyéndose indigna de merecer tan hermosa
salutación.
Y el Ángel prosigue: "No temas, María,
porque has encontrado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y parirás
un Hijo, a quien llamarás Jesús. Será llamado el Hijo del Altísimo, y el Señor
Dios le dará el trono de David, su padre; reinará eternamente en la casa de
Jacob, y su reinado no tendrá fin.
No temas, María, no es hora de temer, sino
de gran confianza, porque se acerca la hora de la rehabilitación universal;
porque el Eterno ya se complace en escuchar desde el fondo de su eternidad el
concierto de alabanzas que por medio de su Unigénito va a dirigirle el mundo;
porque el Verbo con la naturaleza humana eleva la creación, degradada por el
hombre, hasta hacerla digna de su soberano Artífice; porque todos los miembros
dispersos de la humanidad van a congregarse y van a formar la gran sociedad
divina, ¡La bella familia de los hijos de Dios!
Y, has encontrado gracia delante de Dios: a
sus divinos ojos eres más grata que todas las luces del firmamento, que todas
las espumas de los mares, que todos los hombres justos, que todos los Ángeles
del cielo; y lo eres, porque no has buscado otro mérito ni otra gloria que la
de agradar a Dios, porque inocente, desprendes cual vara de nardos suavísimo
perfume; porque el pudor, que es al alma lo que el capullo al gusano de seda, y
a la flor el cáliz, y al fruto la cáscara, te rodea, te aureola, te circunda a
manera de velo dorado, de incienso quemado, de claro de luna.
Y concebirás y parirás un hijo, a quien
llamarás Jesús. Este será llamado el Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará
el trono de David, su padre, y reinará eternamente en la casa de Jacob, y su
reinado no tendrá fin. Sí, aquel Señor prometido de Dios, y deseado de los
patriarcas, y anunciado de los profetas, y figurado en la Ley, y anhelado por
todas las gentes..., este mismo, concebirás como verdadera madre, y le parirás,
y llamarás Jesús, que quiere decir Salvador... Y será grande, no como Juan
Bautista -grande delante de Dios-, sino grande como Dios. La
grandeza de Juan tuvo principio y fin: la grandeza de este Hijo no tiene fin ni
principio, porque Él es principio y fin de todas las cosas. Será grande por su
naturaleza, por su origen, por su autoridad, por su poder, por su sabiduría,
por sus obras, por sus ejemplos, por su caridad. Grande en el Cielo, grande en
la tierra, grande sobre los Infiernos. Y por esta grandeza, los ángeles, los
hombres y los demonios se arrodillarán ante Él; y las fieras se le rendirán, y
le obedecerán todos los elementos: el mar, el fuego, la tempestad, el aire...
Y María, a todas aquellas palabras del embajador
celestial, contesta con esta pregunta: "¿Cómo sucederá esto si no conozco
varón? ¿Cómo sucederá, si desde que alboreé y florecí en el mundo guardé el
fulgor de mis ojos y el perfume de mi aliento para iluminar e incensar el trono
del Señor que a mí te envía? ¿Cómo sucederá, si desde niña voy tejiendo con los
blancos linos de mi pureza un cendal que envuelve, con sus pliegues suaves,
todos mis pensamientos? ¿Cómo sucederá, si al nacer puse entre mí y el mundo
una línea divisoria de rosas blancas que jamás traspasaré? ¿No sabes que a los
tres años de mi edad abandoné mi hogar por la morada del Señor? ¿No sabes que
renuncié hasta a la gloria de tener sucesión y figurar entre los ascendientes
del Redentor futuro, ideal de la mujer hebrea? ¿No sabes que consagré mi
virginidad a Dios, y me escondí en el santuario? ¿No sabes que pasé mi niñez
tras el velo del templo recatada, alejada, separada del mundo? ¿No sabes que
José, mi casto esposo, es un testigo, un defensor, un custodio de esta pureza que
yo he consagrado con un santo juramento a Dios...?
El Espíritu Santo descenderá sobre ti, -replica
el Ángel- y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. No temas;
los destellos de tus ojos y el aroma de tu aliento, seguirán alumbrando y
perfumando el trono de la Divinidad; ese níveo cendal que te encubre, seguirá
flotando sobre tu cuerpo; ese límite de blancas rosas que voluntariamente te
impusiste será eternamente respetado. No temas: esa virginidad que tanto
ansías, que tanto anhelas, que tanto amas, continuará en ti... Será luz
constantemente alimentada que esparcirá por el mundo su efluvio luminoso... No
temas. La maternidad que se te ofrece excluye en absoluto todo concurso humano.
Tu Hijo no tendrá padre en la tierra, sino únicamente su Padre que le
engendra en la eternidad... La sombra del Espíritu Santo, envolviéndote, te
hará fecunda. En el amor del Espíritu Santo se empapará ese velo que te
embellece, y sin romperlo y sin mancharlo, como una luz que se filtra, como un
perfume que exhala, nacerá el Redentor divino...
Será cosa santa lo que nazca de ti, María
-prosigue el Ángel-. Será cosa santa: así, en sentido absoluto,
sustantivo, singular; no carne santa, niño santo, hombre santo... Porque
esto sería poco, esto puede convenir a una humana concepción. No, no: la
concepción formada en tu seno, ¡oh, María!, es singularmente santa; más aun,
santísima, ¡la misma esencia de la santidad...! Lo Santo que nacerá de ti...
Quod nascetur ex te sanctum...
Y para tranquilizar totalmente a María, el Ángel
dice: "Isabel, tu prima, ya vieja y estéril, ha concebido un hijo y se
halla en el sexto mes de su embarazo. Nada importa que no conozcas varón. El
Señor es omnipotente. Nada es imposible para él. De la nada hizo todo cuanto
existe: el cielo invisible con los espíritus que lo pueblan; el universo visible
con todas sus maravillas. Su poder no tiene límites. Como ha formado el cuerpo
de Eva de una parte del cuerpo de Adán, formará el cuerpo de su Hijo con un
poco de su substancia, para que seas verdaderamente su madre... ¡La Madre de
Dios!...
Y, como el árbol, que cuanto más cargado de fruto
más se inclina hacia la tierra, María, la ensalzada, la llena de gracia, la
llena de santidad, se inclina y se somete a la voluntad de Dios, diciendo:
"He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra"... ¡Ah!,
desde el fiat nada se había dicho más grande, más importante, más eficaz
que el fiat de esta humilde virgen: Fiat mihi secundum verbum tuum.
Este fiat, como observa el Padre Ventura, fue más poderoso, en cierto
modo, que el primer fiat del Criador. Porque el fiat pronunciado
por Dios sacó al mundo de la nada, y el fiat articulado por María hizo
que descendiese a la nada el mismo Dios. Este fiat fue el exordio de nuestra salvación. Gracias a él el día
triunfó de las tinieblas, la verdad del error, la justicia de la iniquidad, la
gracia de la rebelión, el amor de todas nuestras resistencias. Este fiat reparó
las ruinas del universo, apaciguó la cólera divina, sacó a todo el género
humano del abismo, elevándolo hasta el trono de Dios; nos restableció en su gracia,
nos devolvió nuestros derechos, nos hizo dichosos, nos aseguró nuestra eterna
salvación. Fue una verdadera palabra sacramental, por la cual, en el instante
mismo en que se pronunció, la virtud del altísimo formó, de la sangre purísima
de la Virgen, el cuerpo adorable de Jesús, Dios y hombre verdadero.
La unión inefable, maravillosa, hipostática, ya
se ha verificado. Cristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, es
verdadero Dios y verdadero hombre, dotado de dos voluntades, de dos maneras de
operaciones, divinas y humanas. Desde el instante mismo de su concepción fue
verdadero Sacerdote; Rey de un reino espiritual y eterno; Santo, con santidad
esencial. Era la santidad misma.
Cristo está allí ya, alentando, vivificando el
seno virginal de María; y dentro de nueve meses hollará la tierra para ser la
robusta escala de piedra, por cuyas gradas subiremos al templo del Cielo; para
ser la calzada, enjuta y firme, por donde caminemos sin titubear; para ser la
divina senda que desde la raíz de nuestra bajeza nos conduzca hasta la cumbre
de la perfección. ¡María pronunciando su fiat, nos ha dado la Luz, la
Vida y la Verdad!...
Sí; de la respuesta de María dependía el
cumplimiento del gran Misterio de la Encarnación. En los designios del
Altísimo, el consentimiento de la Virgen era condición necesaria para que el
Verbo se hiciera hombre. El Hijo de Dios no se encarna en María, hasta que
María dice: Fiat mihi secundum verbum tuum. ¡Cuánto no deberá ser nuestro
reconocimiento por tan singular beneficio!...
Dicen algunos que nosotros pretendemos divinizar
a María. No, lo que hacemos es colocar a Dios sobre María, y debajo de María a
todo lo que no es Dios ¿Qué necesidad tenemos de divinizarla? ¿Puede añadirse
algo al hermoso título de Madre de Dios?
Lo que hacemos es defender todas sus
prerrogativas, todos sus privilegios, sus derechos todos. Lo que hacemos es
velar por la integridad de Dogma, por este Misterio sublime de la Encarnación,
que nos aísla, por su excepcional grandeza, de todos los mitos y fábulas que
forman las demás religiones.
El petulante orgullo de muchos hombres se subleva
ante el Misterio, y rechaza cuanto no puede abarcar su limitada razón ¡Como si
no hubiera más misterios que los que entraña nuestra religión bendita! ¡Como si
el hombre no fuese un misterio rodeado de misterios por todas partes!
El Misterio de la Encarnación del Verbo en el
seno de María, es el Misterio de los misterios. Para explicarlo sería preciso
que el mismo Dios encarnase en nuestro pensamiento, en nuestra mente, en
nuestros labios. Dice San Agustín que preguntar cómo y por qué se hizo este
prodigio sería destruirlo, queriéndolo conocer. El Misterio de la Encarnación
del Verbo no sería la obra de dios por excelencia si se pudiera dar razón de
él. El célebre Bourdaloue enseña que en lugar de empeñarnos vanamente en
averiguar y conocer lo que es superior a todo nuestro conocimiento; en lugar de
querer penetrar los inefables secretos de la Encarnación divina, cuando aun a
nosotros mismos no nos conocemos, lo que debemos hacer principalmente es alabar
y bendecir mil veces la misericordia de Dios, no solo porque por nosotros
descendió de su gloria y se hizo hombre, sino también porque nos ha revelado y
ha hecho que se nos anuncie este misterio de nuestra salvación. Podremos
salvarnos sin la ciencia del misterio de la Encarnación, pero no sin la fe en
el mismo. Este Misterio es necesario: es la base, es la prenda, es el
fundamento de nuestra salvación. Un Dios -no- Hombre, aterra, asusta; un
Hombre-no-dios, es impotente para salvarnos; el Hombre-Dios es nuestra
redención, nuestra fortaleza, nuestra esperanza, nuestro consuelo, nuestra
felicidad...
¡Bendita la obra de la Encarnación y bendita la
pureza de María entre cuyos castos pliegues vino a habitar el Verbo!...
Gracias al augustísimo Misterio de la Encarnación
-última palabra del plan divino que une todos los seres en conjunto perfecto-,
tendremos en vez del Edén perdido, el huerto de Getsemaní, que regará Cristo
con sudor de sangre; en vez del Árbol de la ciencia del bien y del mal, el
Árbol de la Cruz, del que pende el fruto divino de las eternas misericordias.
¡En vez de Adán y Eva, Jesús y María!...
Abiertas están ya las radiosas puertas del cielo:
aprovisionémonos de virtudes para entrar en él...
SAN DIMAS, O EL BUEN LADRÓN.-
Continuará...