Antes de
ayer, con motivo de la festividad de San Vicente, hicimos referencia a los
acontecimientos que tuvieron lugar en el agitado siglo XIV.
A este
siglo perteneció también la Beata Ursulina de Parma.
La Beata
Ursulina, como San Vicente Ferrer, como Santa Coleta y otras grandes almas que
florecieron en aquel período luctuoso de la Iglesia y de la Historia, fue ángel
protector colocado por Dios en el mundo, para que desplegase sus blancas alas,
y volando hacia el cielo mostrase a los hombres el camino de la verdadera
felicidad.
Toda la
vida de la Beata ursulina de Parma, hállase esmaltada de hechos sobrenaturales.
Las celestiales apariciones y el milagro alternan en la vida de la Santa
durante su peregrinación por la tierra. El narrador, como en la vida de San
Patricio, apóstol de Irlanda, camina de maravilla en maravilla.
Apenas
Ursulina aparece en su cuna, ya muestra Dios para con ella el tesoro de sus
divinas gracias. Desde el 14 de Mayo de 1375, día en que la ciudad de Parma
tuvo la honra de contar entre sus hijos a la Beata Ursulina, hasta el de su
dichoso tránsito a la morada celestial, ocurrido en Bolonia el 7 de Abril de
1408, no hay momento en que Dios no favorezca con sus generosas dádivas el
piadoso corazón de su predilecta sierva.
A los
cuatro meses, ya pronunciaba Ursulina delante de su madre, con voz clara y
segura, estas palabras: Dios, Nuestro
Señor.
Y para
darnos idea de la abundancia de gracias con que enriquecióla el cielo, baste
decir que cuando su madre, obligada por grave enfermedad, tuvo que delegar sus
funciones maternales en una nodriza que se hizo cargo de nuestra Santa, ésta, a
pesar de su temprana edad, la repelió bruscamente, denotando en su tierno
semblante gran repugnancia y asco. Después se supo que aquella mujer llevaba en
su vida privada y una conducta muy poco edificante. La niña adivinó lo que
muchas personas de edad provecta no habían llegado a sospechar. La pureza de su
alma rechazaba el hedor de un alma podrida.
Simón de
Zanacci, monje cartujo, historiador de la Beata Ursulina, refiere que el sueño
de aquella niña bienaventurada era velado por los apóstoles San Pedro y San
Pablo, según la misma Ursulina declaró a Bertolina, su madre.
Desde los
seis o siete años, ya se entregaba a la oración mental, y elevábala Dios con
frecuencia a la contemplación. Nuestro Señor se le aparecía y comunicábale
admirables luces acerca de los misterios de nuestra fe y de las realidades de
la vida futura.
Durante sus
primeros años guardaba para sí los secretos de estas comunicaciones divinas;
pero después, a la edad de nueve años, deseosa de ser útil a las almas y a la
gloria de Dios, suplicó a un sacerdote, venerable por su edad y ciencia, que
tuviese la bondad de escribir lo que ella le dictase. Este sacerdote, llamado
Tomás Fosio, no quiso en un principio acceder a la invitación de ursulina,
creyendo que todo cuanto le dijera sería fruto de una imaginación infantil. Mas
después, atraído por la modestia, la seriedad y el recato de la muchacha,
consintió en escuchar sus declaraciones, siendo grande el asombro del virtuoso
ministro del Señor al escuchar a una niña que, sin ninguna instrucción, hablaba
de las más altas cuestiones como pudiera hacerlo un consumado teólogo.
Después de
Tomás Fosio, oyeron sucesivamente las revelaciones de ursulina el maestro Nicolás,
de la orden de los ermitaños; Santiago de Sibinago, procurador de la curia
romana; Amico, médico de Roma; el doctor Donnino de Garomberti, y otros
personajes distinguidos. Todos hallábanse contestes en afirmar la prodigiosidad
del caso, y todos, fundados en aquel singular beneficio, pronosticaban a Ursulina
días de gloria imperecedera.
Así
aconteció: Ursulina, modelo de sencillez, caridad y obediencia, fue siempre la
dulce esclava del amor divino que entre las turbulencias de su siglo, marchó
siempre radiante labrando su santificación, y coadyuvando con su admirable
conducta al bien espiritual de los demás.
A tan alto
llegó su reputación, que hasta el mismo supremo Jerarca de la Cristiandad
Bonifacio IX, reclamó sus servicios. Hallábase entonces dividida la Iglesia por
uno de los más lamentables cismas que afligieron la Cátedra de San Pedro. Poco
después de la elección del papa Urbano VI, en el año 1378, alegando algunos
cardenales no haber votado con entera independencia, eligieron en sustitución
de Urbano a Roberto de Ginebra, que tomó el nombre de Clemente VII, fijando su
residencia en Aviñón.
Santa
Catalina de Sena sostuvo con sus oraciones y su influencia la causa del papa
Urbano VI, y su ilustre imitadora en la vida mística Ursulina de Parma, continuó,
después de la muerte de aquélla, trabajando con el mismo celo por la causa de
la unidad.
Como prueba
del gran interés con que tomó a su cargo aquella obra de paz, diremos que
acompañada de su madre, salió de Parma el domingo de Pascua de 1393, encaminándose
a Provenza, con el objeto de ver al falso papa Clemente, quien, según ya hemos
dicho, residía en Aviñón, y manifestarle cuánto convenía a la prosperidad de la
Iglesia dejase inmediatamente aquel poder injustamente usurpado.
Nada le
arredró para llevar a cabo sus propósitos: al salir de Parma, varias personas avisárosla
que era sumamente peligroso emprender aquel viaje, a causa de los muchos
bandoleros que merodeaban en los caminos y que no dejarían de acometer a dos
mujeres indefensas. Su madre, asustada quiso volver a Parma; pero Ursulina,
llena de gran confianza exclamó: “No os apesadumbréis, madre mía: Dios nos
ayudará”. Y efectivamente; apenas habían andado media legua escasa de camino,
cuando se encontraron con un anciano y respetuoso peregrino que se ofreció a
servirles de guía hasta llegar a Provenza. El rostro de aquel peregrino
brillaba a veces, y por el aspecto de su traje y su persona traían a la memoria
de quien lo contemplaba la dulce gravedad característica de los Apóstoles…
Durante la noche nunca pedía albergue en las posadas u hosterías donde se detenían
las dos viajeras para descansar; mas al día siguiente, al ponerse Ursulina y su
madre en marcha, veíanlo de nuevo en el camino que debían seguir.
Todos los
peligros desaparecían ante la presencia de aquel noble anciano, y al escuchar
sus frases de aliento, filtrábase una dulce confianza por el corazón de las dos
mujeres. Al llegar al término del viaje, el guía desapareció repentinamente, no
dejando tras si otro rastro más que una ligera ráfaga de luz.
Asombrada,
Bertolina preguntó a su hija: “¿Quién era?”
“Era el apóstol
San Juan –respondió Ursulina- a quien el Señor se dignó enviar para indicarnos
el camino de Provenza.”
Apenas
llegaron a Aviñón, Ursulina se dispuso a obtener una audiencia del falso Pontífice,
Clemente VII. Para conseguir sus deseos luchaba Ursulina con grandes obstáculos
y dificultades; pero al fin, insistiendo un día y otro, lo consiguió.
El cardenal
Pedro de Puy, hombre recto que más tarde abandonó el cisma y llegó a ser
cardenal verdadero, gran penitenciario y obispo de Tusculum, fue quien la
introdujo en el palacio apostólico, llevándola a presencia del antipapa.
Al entrar
en la sala de audiencia, Ursulina se prosternó diciendo: “¡Gloria al Padre, al
Hijo y al Espíritu Santo!” Así, sin faltar a la genuflexión exigida por la
etiqueta, dirigía sus saludos, no a un pontífice a quien ella consideraba como
usurpador, sino a la Beatísima Trinidad.
La
conversación de Ursulina con Clemente VII, duró cerca de hora y media. El
antipapa hallábase muy conmovido. Al despedirla, varios de los asistentes
escucharon de Ursulina estas palabras: “Si no hacéis lo que Jesucristo os
manda, tendréis señalado vuestro sitio junto a Lucifer en las llamas eternas.”
“Pedid todo
lo que necesitéis –repuso el pontífice; -quiero que os lo suministren a
expensas del palacio apostólico. –“Aunqueme viese reducida a comer cortezas de árboles
–replicó vivamente Ursulina- no podría aceptar nada de vos.” – Y dicho esto
salió de la cámara.
Aquella
entrevista en la cual Ursulina aconsejó al falso Clemente dimitiera su alto
cargo y devolviese la paz a la Iglesia sometiéndose al verdadero Papa, causó
gran revuelo en Aviñón. Clemente hallábase dispuesto a transigir, mas los
prelados de su séquito que negociaban con el cisma, trataron por todos los
medios de disuadirle, diciéndole que no podían comprender que “un pontífice tan
ilustrado prestase oídos a las necias alucinaciones de una mujerzuela exaltada”.
Mientras,
ursulina regresaba a Parma, y desde allí, por inspiración del cielo, marchó a
ver al legítimo pontífice, Bonifacio IX, sucesor de Urbano VI.
Bonifacio
admiró a aquella humilde mujer que con tanto celo trabajaba por su sagrada
causa, y, después de haber consultado con los cardenales de su corte, le
confirió el cargo de llevar una carta al antipapa Clemente.
Ursulina se
dirigió otra vez a Francia, y nuevamente el cardenal Pedro del Puy, le abrió
con su influencia las puertas del palacio de Aviñón.
Con gran
elocuencia expuso Ursulina ante el falso pontífice los males de la Iglesia y la
necesidad de una paz inmediata. Uno de los allí presentes, Guillermo Novellet,
cardenal de Saint-Ange, al escucharla, exclamó en voz alta que quería someterse
a Bonifacio IX.
Estas
palabras excitaron la indignación del bando cismático, y comprendiendo los más
acérrimos partidarios de Clemente que si Ursulina continuaba hablando, la mayoría
de los cardenales iba a reconocer a Bonifacio, aconsejaron al antipapa
suspendiera la audiencia y no diera oídos a aquella mujer, acaso ducha en las
artes infernales de la brujería, ya que era casi imposible que sin ninguna
instrucción se pusiera a hablar tan elocuentemente de las más altas cuestiones
teológicas. Los enemigos de la Iglesia no perdonaron medios para atormentar a
la beata Ursulina; sometiéronla a una severa vigilancia, y con el fin de
deshacerse para siempre de ella, acusárosla de brujería y de estar en relación
con el demonio, crímenes que se castigaban entonces con el más espantoso de los
suplicios: con el fuego. Pero dios tuvo a bien preservarla de aquellas
horribles maquinaciones, hiriendo por medio de una muerte repentina al débil e
irresoluto Clemente VII, causa de tan graves males, y devolviendo así la
libertad a Ursulina, que regresó a Roma, y desde aquí, después de obtenida la
bendición del Sumo Pontífice, a su ciudad natal de Parma.
Las
discordias y guerras civiles que desolaban entonces a Parma, la obligaron poco
tiempo después a refugiarse en Bolonia, donde había de concluír su terrenal
peregrinación.
Dios le había
revelado quince años antes la fecha de su dichosa muerte, que acaeció el 7 de
abril de 1408, a los treinta y tres años de edad.
Su madre
llevó tan preciado tesoro a Parma apenas restablecida allí la paz, siendo
guardado en la iglesia de las monjas benedictinas de San Quintín.
Su culto
fue aprobado por un decreto del Papa Pío VI, el 11 de febrero de 1786.
Además del
ya citado monje cartujo, Simón de Zanacci, escribió la vida de la Beata
Ursulina el historiador Antonio Testi.
(CONTINUARÁ…
pag. 146)
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