En todos
los cuadros y grabados que representan la venerable figura de este Santo célebre,
hemos visto resplandecer en el fondo del lienzo o de la estampa de un gran sol,
en cuyo centro, formada con letras de oro, aparece una palabra latina: Charitas. Esta palabra resume toda la
historia de San Francisco, que fue durante su vida un foco de ardiente
claridad, de inextinguible y verdadero amor.
Los
hombres, los espíritus superficiales y profanos han hecho en sus conversaciones
y escritos tan peregrinas y caprichosas consideraciones acerca del amor, que
hoy este vocablo, aplicado por muchos, sin el menor escrúpulo a afecciones
vulgares y groseras, sólo es para el mundo nombre designador de las terrenas
pasiones que absorben el corazón de los mortales. De tal calibre llegó a ser la
aberración sobre el empleo de dicha palabra, que hasta se aplica al crimen
nacido de pasión no correspondida, ¡Crimen del amor…! Es decir, el Amor, que es
todo luz, y paz y alegría, dejando caer sobre el alma fúnebres crespones, moviéndola
a cruda guerra, sumiéndola en eterno llanto… Amor así, es un amor de infierno;
es Luzbel, todo venganza y odio, que corre por el mundo disfrazado de amor. Bajo la blanca túnica con que se
encubre guarda el puñal homicida, que lo hunde una y mil veces en el pecho de
los hombres, apenas tiene para ello ocasión favorable…
Cupido, el
niño alado y bello que provisto de sus flechas discretea con damas y galanes hiriendo
despiadadamente los corazones, es una ficción poética y no una realidad. El
hijo de Venus Citerea, el forjador de amor –siguiendo la galana concepción de
la mitología gentil- se nos presenta enredador, travieso, burlón, agresivo y
refinadamente cruel. Este mito, este niño, brotado de la imaginación
calenturienta del genio helénico, responde admirablemente a la idea que del
amor tiene formada equivocadamente el mundo.
Porque el
mundo no comprende el verdadero amor, fuente inagotable de dulzuras. Lo
confunde con la pasión ciega, con el arrebato de los sentidos, con la recia
acometividad de los instintos carnales. Y por eso, amor así forjado, así
comprendido, necesariamente ha de resentirse y resquebrajarse, trayendo
consigo, tras la felicidad momentánea, largo cortejo de sinsabores. Desvanecida
la ilusión, queda la realidad, que es fría y desconsoladora. Y el alma se llena
de amargura, y el cuerpo, laxo, cae en la sima del abatimiento.
El hombre
ama cuando se halla en presencia de una bondad y una hermosura que le
impresionan profundamente. Cuanto más
duradero sea el bello bien que se le ponga delante, más tiempo perdurará su
amor; y mientras mayor abundancia de perfecciones atesore el objeto amado,
menos peligro habrá de cansancio y hastío.
Ahora bien:
¿Cuál es el objeto entre todos los objetos, el ser entre todos los seres, que
guarda una bondad y una hermosura indestructibles, amén de una infinidad de
perfección? La respuesta brota espontánea de vuestros labios: el Ser por
esencia, el Todo hermoso, bueno, perfecto e inmortal: ¡Dios…! Luego Dios es el
Amor verdadero, porque el amor se deleita con la belleza y la bondad de un ser,
y no hay nada en todo lo creado que supere ni que iguale a la perfección divina…
Dios es el Amor, el manantial perenne, constante, inagotable de la dulzura, de
la admiración y del entusiasmo; por mucho que en él humedezcamos nuestras
ardientes fauces, jamás nos veremos satisfechos. El alma, hidrópica de su
belleza, a cada instante dirá: “¡Más…! ¡Más…!” Por eso, como no hay decepción,
no hay cansancio; como no hay cansancio, no hay quebrantos ni amarguras. Dios
es la realidad que mantiene vivas las fuerzas y los delirios de nuestra ilusión.
Pero preguntarán algunos de esos frívolos hombres, que corriendo en pos de las criaturas se resisten a
ceñir sus almas con los lazos del divino amor: “¿Cómo amar a Dios, si para amar
es necesario que el objeto se halle delante y a Dios no se le ve? ¿Cómo
impresionarnos su bondad y su belleza si es un Dios oculto, Vere tu es Deus absconditus*? Abismado
en su felicidad, únicamente los ángeles le contemplan; entre nosotros y Él ha
puesto espacios infinitos; encontramos en ellos, sí, objetos agradables,
encantadores, que nos detienen y nos seducen, pero no ese Dios a quien nos
quieren hacer amar. Ubi est Deus tuus…?”
**
Ciegos e ingratos
son los que de tal modo se expresan. Olvidan que Él es el principio, el origen,
el tipo eterno de todo ser y de toda perfección; que ninguna hermosura puede
haber que no sea reflejo de su infinita hermosura, y ningún bien que no sea don
de su infinita bondad. Olvidan que la inmensidad, el esplendor, el orden, la
armonía del universo, la perfección del espíritu, todo el mundo, en fin, viene
de Dios, como hecho por sus omnipotentes manos, cuyas divinas huellas se
imprimieron ya en la lumínica circunferencia del sol radiante, ya en el cáliz
perfumado de las flores, o en el áureo polvillo con que bellamente se manchan
las alas de la mariposa… Olvidan aquellas palabras de la Santa Escritura: “Su
belleza invisible se manifiesta por el admirable espectáculo de las cosas
visibles, y su bondad se derrama en cada uno de los dones que recibimos.” (1)
No nos
preguntéis, hombres ingratos, Ubi es deus
tuus? Desde el principio del mundo no ha cesado de manifestarse a nosotros
por medio de maravillas. Y para despertar más intensamente, más seguramente en
nuestros corazones la santa pasión del amor, se ha acercado a nosotros bajo una
forma visible. Ubi es Deus tuus? ¡Aquí
en la tierra, con nosotros!... El Verbo divino ha cubierto su majestad con el
velo de nuestra carne. Y se nos muestra bello en las delicadas líneas de su purísimo
rostro, en los aspectos deliciosos de su vida infantil, en su pobreza
voluntaria, en su abnegada obediencia, en su inalterable mansedumbre, en sus
parábolas sublimes, en sus milagros, en su sacrificio… Y es bueno, porque nos
abre su corazón, porque compadece nuestras miserias, porque nos perdona, porque
sube al Calvario y por nosotros se inmola en una cruz… Y como si no le bastara
sacrificar su vida, Jesús sacrifica su gloria, y se expone a las injurias del
tiempo y de los hombres para quedarse perpetuamente con nosotros en el augusto
Sacramento del Altar, donde todos los días se renueva de una manera incruenta
la sagrada Pasión.
Ubi es Deus tuus? En todas partes: delante de nosotros, con nosotros,
en nosotros; nos rodea, nos penetra, nos sostiene, y, como dice el ilustre
Monsabré, nos hace vivir y canta en el fondo de nuestros corazones el himno
profético de la felicidad eterna.
¡Dios mío!
¡Compasión para aquellos que teniendo ojos, no os ven; oídos, y no os escuchan;
corazones, y no se abren a la misteriosa y suave herida en la cual nace y crece
la santa pasión de vuestro amor!...
¡Cuán dichosos
son los que ensanchan y profundizan, cada vez más enfervorizados, la herida que
recibieron de vuestra belleza y de vuestra bondad! ¡Cuán felices, los que
relegando a secundario lugar las solicitaciones del mundo sólo siguen las
inspiraciones de Jesús, que nos hiere con las flechas de su amor divino, llevándonos
dulcemente a gozar de una felicidad que no se acaba nunca!... ¡Cuán
bienaventuradas aquellas almas que elevándose hacia Dios a través de las imágenes
y del perpetuo contacto de las criaturas, exclaman: “Él es la Suma Belleza; el
Sumo Bien; el sumamente amable. Summum
pulchrum, Summum bonum, summum amabile…”
Al número de
estas almas privilegiadas pertenece San Francisco de Paula, el insigne calabrés.
Desde niño hallábase familiarizado con Dios. Dios era su obsesión constante:
deseo de todos sus deseos, amor de todos sus amores. Tuvo una mirada amplia
para abarcar bellezas y bondades divinas: la visión de cada una de ellas retúvola
en el corazón, y el amor a la Belleza y la Bondad absolutas fluyó de todo su
ser anegándole en corrientes de purísimo entusiasmo.
Francisco de
Paula, satisfizo primeramente su sed de goces espirituales en el convento, que
la orden del seráfico hijo de la Umbría tenía a una legua escasa de Paula,
ciudad donde nació nuestro santo el año 1416. Después voló al desierto; a una
heredad solitaria distante 500 pasos de la citada población. Catorce años
contaba; y en tan temprana edad, puede decirse que reanudó en su cuerpo las
asperezas con que mortificó el suyo San Juan Bautista.
Sus virtudes se
divulgaron, y los ciudadanos de Paula acudieron a contemplarle, turbando con su
curiosidad las devociones de Francisco. Este se vio precisado a huir buscando
otro lugar más escondido donde ponerse a salvo de las miradas de los hombres. Una
gruta, que él mismo abrió en una roca sobre la orilla del mar, fue su nuevo
refugio. Pero tampoco allí logró sus deseos: seguido fue de fervorosos jóvenes,
que vivamente solicitaron vivir en su compañía. Y viendo Francisco que en aquel
deseo andaba la voluntad de Dios, cedió a las reiteradas instancias, y,
permitiendo en el año 1435 que se fabricasen tres celdillas para albergue de
los que junto a él llegaren, puso los primeros fundamentos de la célebre Orden
Mínima, prototipo de la humildad. Y no tenía a la sazón nuestro santo más que
diez y nueve años, y su nombre ya volaba por el mundo en alas de sus virtudes,
despertando la admiración de ilustres prelados y valerosos príncipes.
Las tres
celdillas eran insuficientes para cobijar el gran número de aquellos que,
deseosos de penitencia, venían desde lejanas tierras. Fue preciso construir un
monasterio. Pirro, arzobispo de Cosenza, puso la primera piedra. La humildad de
San Francisco de Paula había determinado que el convento fuese muy estrecho,
temeroso de que la demasiada amplitud le diera sabor y remembranzas de palacio.
Pero aquel plan primitivo trazado por el Santo no llegó a efectuarse: un fraile
franciscano se le apareció de repente, y, aconsejándole hiciese un convento más
capaz y de extensión más proporcionada, él mismo formó el plano del futuro
monasterio, desapareciendo luego envuelto en una ráfaga de luz.
El Papa León X,
afirma que este religioso aparecido a San Francisco de Paula, fue su especial
protector San Francisco de Asís. Concluido el edificio estableció en él la
disciplina regular, sin que decayera ni un punto el primitivo estado de
penitencia que hizo florecer en la primera ermita.
Sucesivamente se
fundaron conventos del nuevo Instituto en Paula, Paterno, Spezia y Corigliano.
Fueron muchos los
milagros que durante su dilatada vida obró San Francisco de Paula: puede
decirse que por la permisión de Dios todos los elementos le obedecían: el mar
respetaba los hábitos de este monje ilustre, que, tendiéndolos sobre la
superficie marina, atravesaba sobre ellos las aguas con igual seguridad que si
fuera a bordo de un bajel; el fuego aminoraba el calor de sus brasas cuando San
Francisco acariciábalo; los vientos detenían sus ímpetus al escuchar la voz del
sublime hijo de Calabria, tornándose en blando céfiro; la tempestad huía,
dejando paso al rutilar del sol…
También le
galardonó el Supremo con el don de profecías: él anunció la toma de
Constantinopla y mandó en nombre de Dios al rey de Nápoles que atacase a los
turcos y los echara de Calabria, no obstante la gran desigualdad de sus
fuerzas. Él pronosticó al rey de España que expulsaría a los moros de sus
Estados y que recobraría el granadino reino.
No le faltaron
tampoco grandes sinsabores: un célebre predicador, más aplaudido que discreto,
mal informado de su divino Instituto, declamó públicamente contra él; y
Fernando I, rey de Nápoles, con sus dos hijos, el duque de Calabria y el
cardenal de Aragón, dejándose impresionar con demasiada facilidad de los que
miraban con desafecto a Francisco, dieron orden de prenderle. Pero a todas
estas insidias y malquerencias se sobrepuso la santidad del glorioso hijo de
Paula, que al fin fue querido y respetado de todo el mundo.
Murió este gran
Santo, amante sobre todas las cosas del Poder divino, el 2 de Abril del año
2507.
La duquesa de
Borbón, hija de Luis XI, y la condesa de Angulema, madre de Francisco I,
mandaron construir para depositar tan preciosos restos un lujoso mausoleo.
León X le
beatificó el 1.° de Julio de 1513, y el 1.° de Mayo de 1519 fue canonizado con
extraordinaria solemnidad.
Como San
Francisco de Paula, busquemos toda la plenitud de nuestra dicha en Dios, porque
sólo Dios es el único objeto que puede llenar cumplidamente el abismo de nuestros
deseos.
* Verdaderamente
tu eres Dios escondido
** ¿Dónde está tu
Dios?
(1) Rom. Cap. I.
20
(CONTINUARÁ…
página 34)
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