Aquella horrible
escena que cortó el paradisíaco idilio e incoó la espantosa tragedia universal;
aquella intrusión de la infernal serpiente que, rastreando, impregnó con su
pestífera baba el aromoso tapiz del Paraíso; aquella seducción maldita que
hundió en el abismo de la culpa a nuestros primeros padres, puestos por Dios
para gozar eternamente de las venturas del Edén; todo aquel daño que socavó los
cimientos de la felicidad verdadera, que destruyó el ritmo de las horas
dichosas, que rasgó el velo de la dulce inocencia, que manchó el albo traje del
espíritu con sus motas de cieno…, se reproduce en nosotros.
¿Quién no
rememora con singular delicia aquellas horas de la niñez pasada? ¿Quién no
suspira por contemplar de nuevo aquellas plácidas florestas de nuestro paraíso
infantil, donde constantemente se mecían las rosas a impulsos de un blando
viento, acariciadas por los rayos, nunca inextintos, de amable y bienaventurado
sol…? Fue aquel nuestro Edén dichoso, que más tarde perdimos por los
halagadores silbos de astutas serpientes…
Llegó la juventud
con su cortejo de mentidas ilusiones, y aventó con su cálido soplo las cándidas
flores de nuestras almas; flores que al suelo cayeron calcinadas por aquel
ardoroso aliento que iba soplando a través de nuestros sentidos, encostrándolos
con moléculas ardientes escapadas de los hornos infernales…
¡Piedad para las
almas que apresó entre sus anillos seductores la culebra infernal…! ¡Compasión
hacia los pobres espíritus que vilmente engañados se arrastran por el fango de
sus denigrantes culpas, en vez de desplegar sus alas y remontarse a las puras
regiones de los cielos…! ¡Que se desborde el corazón de Dios y fluyan torrentes
de amor purísimo sobre la juventud descarriada y loca, sofocando el frenesí de
sus inmundas pasiones…! ¡Que olvide Agustín sus devaneos, y fabrique la
inmortal ciudad de Dios…! ¡Que María
Magdalena abandone su vivir licencioso y caiga a los pies del Salvador divino,
para ungirlos primero con un bálsamo de nardos y para secarlos después con las
destrenzadas hebras de sus blondos cabellos…! ¡Que ruede el llanto por la tez
de los grandes pecadores y sea rocío que haga florecer en ella las encendidas
rosas de la vergüenza y el pudor…! ¡Que a la primera etapa de María la Egipcíaca,
sucedan días venturosos en que su penitencia relampaguee llenando de célicos
resplandores las abruptas soledades de su destierro…!
¡María Egipcíaca…!
¡Santa María Egipcíaca…! Tuvo, como todas las almas, su paraíso; y como todas
las almas prestó oídos a la serpiente engañosa, y lo perdió. Pero no salió del
florido vergel de su inocencia, como salimos la mayoría de los mortales: poco a
poco, lentamente, tornando melancólicos de vez en cuando la mirada a aquellos
floridos senderos que dejamos atrás. Ella fue del número de las grandes
desgraciadas, que en un momento, casi sin darse cuenta, se ven en medio del
fango, lejos de los poéticos jardines que embalsamaron nuestra edad primera. Su
alma toda sufrió un espantoso cataclismo: no una, mil serpientes se enroscaron
a su cuerpo, escupiendo en cada fibra la ponzoña pestilente, el dardo venenoso
de sus abrasadas lenguas. María Egipcíaca era un horno maléfico de lucifereñas
ascuas. Llevaba en su pecho todo el fuego que consumió a Cleopatra y Mesalina.
La pasión enciende sus ojos, la impudicia marca sus labios, y su frente es un
hormiguero de pensamientos que van y vienen a ras de la tierra, trayendo, en
vez de la sana y nutritiva simiente del buen trigo, residuos putrefactos de
insectillos muertos…
A los doce años
abandona su casa de Egipto y marcha a la fastuosa Alejandría, donde por espacio
de cuatro lustros vive aherrojada en brazos de la más repugnante depravación.
No pecaba por interés, pecaba únicamente por pecar, no pretendiendo más premio
del pecado que el pecado mismo. Desde Alejandría marchó a Jerusalén, ávida de
enloquecer con sus fementidos encantos a muchos de los que se dirigían a la
ciudad santa para celebrar las fiestas religiosas de la Exaltación de la Cruz.
Y en Jerusalén vivió como en Alejandría, con el mismo desorden, con la misma
impureza, culebreando siempre en el surco de su repugnante sensualidad. Entonces
es cuando ocurre el milagro; cuando se desborda la gracia; cuando María, cual
nueva Magdalena, se da cuenta del gran cúmulo de sus vergonzosos yerros; cuando
llora y se arrepiente; cuando le nacen, arremolinándose en el rostro, las
bermejas rosas del pudor…
En cada vida de
Santo encontramos enseñanzas provechosas: en la conversión de María Egipcíaca
hallamos dos circunstancias notables, por las cuales se patentiza una vez más
lo que frecuentemente, por boca de sus ministros, nos predica la Iglesia, a
saber: el horror que inspira a Dios el pecado y el gran amor de su Madre, la
Virgen, que nunca deja de implorar la divina misericordia, a favor de aquellos
desventurados que tuvieron la desgracia de zozobrar en el agitado mar de sus
pasiones…
(CONTINUARÁ… pág
53)
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