El catolicismo –mil
veces se ha dicho- es el principio regenerador, salvador de los pueblos. Cuando
éstos se hallan entenebrecidos por las sombras del error y del absurdo; cuando
despotismos y ambiciones socavan los cimientos de la nacionalidad, desbaratando
leyes y derechos adquiridos a costa de sangre y de sudores; cuando en una u
otra forma, por este o aquél motivo, la vida próspera de una sociedad se
interrumpe, abriéndose en ella el período de la turbulencia y del crimen, surge
del seno de la Iglesia católica algún preclaro Apóstol que salva, con la
elocuencia de sus palabras y la virtud irresistible de sus grandes hechos, la
vida, seriamente amenazada, de una nación.
No puede negarse,
y serán vanos cuantos argumentos para ello se amontonen por nuestros tenaces
impugnadores, la beneficiosa influencia que en todos los conflictos, públicos o
privados, colectivos o individuales, ejerció, ejerce y ejercerá siempre la
admirable institución de Jesucristo. Desde los Apóstoles primitivos hasta los
actuales sacerdotes que difunden en los corazones las luces de la verdadera
doctrina, jamás se ha interrumpido la serie de varones ilustres que, legados de
Dios, emplean todas las horas de su vida en señalar el camino del deber a los
hombres y a los pueblos.
Las conquistas
del laicismo en pro de una sociedad, no pueden compararse nunca a las ventajas
que, para esa misma sociedad, aportaron muchos abnegados y esclarecidos
miembros de la Iglesia. Éstos trabajaron por la gloria de Dios, mientras que
aquél, por grande y sincero que pueda ser su amor a las muchedumbres, no deja
de mezclar a sus trabajos redentores alguna partícula de interés propio, de egoísmo,
suficiente a restar consistencia en los trabajos de regeneración.
Un capitán, un
legislador, un tribuno, cualquiera de esos hombres ilustres que en una u otra
forma dirigen, encauzan, subyugan el corazón de las naciones, por íntegros y
puros y desinteresados que aparezcan, no se dan por completo a todo el pueblo:
algo de sus afectos, de sus desvelos, de sus cuidados, reservan para los suyos,
para los que con él militan a la sombra de su estandarte político. No lo
combatimos, ni lo deploramos: es justo pagar a quien nos sirve; la ingratitud
no debe albergarse en ningún corazón humano. Sólo apuntamos el hecho, para
destacar junto a él la figura del verdadero varón apostólico, que, desligado
completamente de todo interés terreno, auna cuantos esfuerzos le suministra su
alma generosa, y emprende, inspirado por el cielo, su religiosa y civilizadora
labor.
Para él –hablamos
del que totalmente, vigorosamente, es imitador de Cristo, en todo lugar y en
todo momento- no existe más que un ideal, dios; y hacia este ideal absoluto se
encaminarán todos sus pensamientos, todas sus acciones. Llevar el mundo, la
sociedad a dios: he aquí toda la política, todo el interés del sacerdote católico.
Para él no hay
amigos ni enemigos, sino hermanos. Las razas, las castas, las diferencias,
desaparecen ante el fiel discípulo del Salvador. Su amor debe ser universal,
sin exclusivismos, sin privilegios.
Por esto se le
impuso la continencia perpetua; por esto se le prohíbe la esposa y los hijos,
para que ningún afecto se sobreponga al interés magnánimo que deben inspirarle
todos los pueblos, todas las clases de la sociedad.
Esta
magnanimidad, esta acometividad sincera, desprovista de bastardos egoísmos,
para cimentar en Dios la felicidad de un pueblo, poseyóla en alto grado nuestro
insigne compatricio San Vicente Ferrer.
San Vicente
Ferrer, convencido de que la palabra evangélica es el arma única capaz de hacer
sucumbir los imperios ante la razón y obligar al hombre a reconocer sus
deberes, a respetar la verdad y obrar conforme a sus destinos, emprendió la
ruta que le marcaba el gran dedo de Dios, y predicando, aconsejando, enseñando,
paseó su venerable figura apostólica sobre todas las tierras y bajo todos los
cielos.
(CONTINUARÁ… pag.
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