jueves, 5 de abril de 2012

SAN VICENTE FERRER





El catolicismo –mil veces se ha dicho- es el principio regenerador, salvador de los pueblos. Cuando éstos se hallan entenebrecidos por las sombras del error y del absurdo; cuando despotismos y ambiciones socavan los cimientos de la nacionalidad, desbaratando leyes y derechos adquiridos a costa de sangre y de sudores; cuando en una u otra forma, por este o aquél motivo, la vida próspera de una sociedad se interrumpe, abriéndose en ella el período de la turbulencia y del crimen, surge del seno de la Iglesia católica algún preclaro Apóstol que salva, con la elocuencia de sus palabras y la virtud irresistible de sus grandes hechos, la vida, seriamente amenazada, de una nación.
No puede negarse, y serán vanos cuantos argumentos para ello se amontonen por nuestros tenaces impugnadores, la beneficiosa influencia que en todos los conflictos, públicos o privados, colectivos o individuales, ejerció, ejerce y ejercerá siempre la admirable institución de Jesucristo. Desde los Apóstoles primitivos hasta los actuales sacerdotes que difunden en los corazones las luces de la verdadera doctrina, jamás se ha interrumpido la serie de varones ilustres que, legados de Dios, emplean todas las horas de su vida en señalar el camino del deber a los hombres y a los pueblos.
Las conquistas del laicismo en pro de una sociedad, no pueden compararse nunca a las ventajas que, para esa misma sociedad, aportaron muchos abnegados y esclarecidos miembros de la Iglesia. Éstos trabajaron por la gloria de Dios, mientras que aquél, por grande y sincero que pueda ser su amor a las muchedumbres, no deja de mezclar a sus trabajos redentores alguna partícula de interés propio, de egoísmo, suficiente a restar consistencia en los trabajos de regeneración.
Un capitán, un legislador, un tribuno, cualquiera de esos hombres ilustres que en una u otra forma dirigen, encauzan, subyugan el corazón de las naciones, por íntegros y puros y desinteresados que aparezcan, no se dan por completo a todo el pueblo: algo de sus afectos, de sus desvelos, de sus cuidados, reservan para los suyos, para los que con él militan a la sombra de su estandarte político. No lo combatimos, ni lo deploramos: es justo pagar a quien nos sirve; la ingratitud no debe albergarse en ningún corazón humano. Sólo apuntamos el hecho, para destacar junto a él la figura del verdadero varón apostólico, que, desligado completamente de todo interés terreno, auna cuantos esfuerzos le suministra su alma generosa, y emprende, inspirado por el cielo, su religiosa y civilizadora labor.
Para él –hablamos del que totalmente, vigorosamente, es imitador de Cristo, en todo lugar y en todo momento- no existe más que un ideal, dios; y hacia este ideal absoluto se encaminarán todos sus pensamientos, todas sus acciones. Llevar el mundo, la sociedad a dios: he aquí toda la política, todo el interés del sacerdote católico.
Para él no hay amigos ni enemigos, sino hermanos. Las razas, las castas, las diferencias, desaparecen ante el fiel discípulo del Salvador. Su amor debe ser universal, sin exclusivismos, sin privilegios.
Por esto se le impuso la continencia perpetua; por esto se le prohíbe la esposa y los hijos, para que ningún afecto se sobreponga al interés magnánimo que deben inspirarle todos los pueblos, todas las clases de la sociedad.
Esta magnanimidad, esta acometividad sincera, desprovista de bastardos egoísmos, para cimentar en Dios la felicidad de un pueblo, poseyóla en alto grado nuestro insigne compatricio San Vicente Ferrer.
San Vicente Ferrer, convencido de que la palabra evangélica es el arma única capaz de hacer sucumbir los imperios ante la razón y obligar al hombre a reconocer sus deberes, a respetar la verdad y obrar conforme a sus destinos, emprendió la ruta que le marcaba el gran dedo de Dios, y predicando, aconsejando, enseñando, paseó su venerable figura apostólica sobre todas las tierras y bajo todos los cielos.

(CONTINUARÁ… pag. 98)

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