Hoy celebra la Iglesia juntamente la festividad de los apóstoles Felipe y Santiago el Menor.
Cada
vez que evocamos el recuerdo de los doce primeros propagadores de la fe, nos
sentimos penetrados de calurosa admiración y hondísima piedad.
Aquellos
doce hombres ignorados, obscuros, humildes, marchando a las ciudades populosas,
sin bagaje, sin armas, sin recursos, para predicar la ley de Cristo, contra los
errores de los pueblos idólatras; aquellas largas peregrinaciones a través de
la tierra, aquella serie de privaciones, de suplicios, de escarnios, de
tormentos, levantan en nuestro corazón, al par que indignación profunda hacia
los Césares y jerarcas ominosos del imperio, una devoción tiernísima para los
primeros adalides de nuestra fe, pilares inconmovibles sobre los cuales se
asentó el majestuoso e indestructible edificio de la Iglesia Católica!...
Al
contemplar los triunfos alcanzados por ellos en medio de la ruda oposición de
los imperios; al verlos proseguir, venciendo con la dulzura, la paciencia, el
amor, la humildad, todos cuantos obstáculos desplegó en contra suya la tiranía;
al ver triunfante la Verdad católica, enaltecida la Cruz divina, hasta entonces
símbolo del deshonor entre los pueblos, una exclamación se escapa de nuestros
labios, exclamación de asombro, de entusiasmo por Cristo, que realizó, en
aquella obra de evangelizar las naciones por medio de doce humildes pescadores,
el mayor de todos los milagros.
Ite, -díjoles el Señor-, docete omnes gentes. Id, y enseñad a
todas las gentes. Y aquel mandato sublime es seguido por los apóstoles. Van a
enseñar al mundo pagano, sin la ciencia de Platón ni de Aristóteles. Van a
predicarles las augustas doctrinas, sin tener la elocuencia de un Demóstenes o
un Pericles. Van a mandarles que abandonen el culto de los dioses falsos, sin
llevar tras sí las fuerzas vencedoras de Alejandro. Van a cautivar la mente y
el corazón de los hombres, sin el oro vil, cuya reluciente ofrenda capta fácilmente
la afición de muchas voluntades…
¡Allá
van los apóstoles!... ¡Vedlos!...
Sin
ser sabios, enseñan y convencen. Sin ser afligigranados oradores o retóricos,
arrebatan con su palabra a las grandes muchedumbres. Sin manejar la espada,
conquistan las naciones, derrumban pútridos imperios. Sin dádivas ni
ofrecimientos de brillante calidad terrena, ellos han subyugado el corazón
humano.
¿Por
qué este inmenso triunfo? ¿Cómo doce hombres han podido alcanzar, frente al
desatado poder de todo el mundo, gloria tan universal e imperecedera?
No
lo ignoramos: Jesucristo, después de aquellas santas palabras: “Id, enseñad a
todas las naciones”, agregó: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de
los siglos”.
Y
por esta asistencia divina, los apóstoles vencen en el mundo. Ellos no le ven,
no le oyen, pero Jesucristo está con ellos, camina al lado de ellos, les ayuda,
les inspira, les alienta, les fortalece… ¡Así el apostolado realiza la gran
obra de regenerar la tierra! Porque en realidad, ¿qué es todo apóstol?, ¿qué es
todo hombre que se sacrifica por la verdad divina en bien de sus semejantes? Ya
lo dijo uno de nuestros más célebres oradores: El apóstol es el espíritu de
Cristo con toda su sencillez y en toda su elocuencia.
¡Y
cuántos sacrificios impone la sublime profesión, la santa carrera de apóstol!...
Hay que abandonar la patria, la familia, los amigos; hay que hacer abstracción
de todos los goces; aceptar las mayores incomodidades; no rehuír el peligro,
ofrecerse como víctima; si es preciso, ceñirse con la inmortal diadema de los mártires.
Contemplad
a los doce apóstoles primitivos; vedles abandonar las riberas de sus ríos, las
sombras de sus árboles, las faldas de sus montañas, su patria, en fin, para
espaciarse por la tierra y predicar a los hombres la doctrina del Salvador.
Vedles sudorosos, jadeantes, hambrientos, surcando países desconocidos, siendo
objeto de burla y de irrisión y de odio por parte de los gentiles. Vedles, al
final de su gloriosa carrera, crucificados unos, apedreados otros, ¡todos
vertiendo su sangre generosa en holocausto de la fe!...
El
sublime espectáculo de todos estos sacrificios no ha dejado de repetirse,
porque la raza de los hombres apostólicos no concluye, como tampoco la de los
tiranos opresores. ¿Qué son todos esos varones abnegados, que van a predicar la
fe a las abrasadas llanuras del África, a las heladas regiones esquimales, a
los espesos bosques de América o a algún desolado peñón de la Oceanía? ¿Qué son
sino continuadores de aquella obra gigante realizada en el mundo por los doce
primeros discípulos del Señor?
(CONTINUARÁ…
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