Ser perseguido, desterrado, castigado injustamente, caprichosamente, es el destino de casi todos los grandes hombres, cuya acción beneficiosa pesa sobre la conducta moral de los pueblos.
El odio despierta
a la calumnia, y ésta, batiendo sus negras alas, se posa en la bien ganada fama
de un hombre probo e inteligente, devorándola con empeñado encarnizamiento.
La crédula
muchedumbre, que comprende mejor los grandes vicios que las grandes virtudes,
forma coro a los graznidos del ave sin entrañas, y por algunos momentos se
alimenta con las piltrafas de aquella honra inmaculada que la calumnia desgarró.
Nadie tan calumniado,
tan odiado por la masa general de la opinión, como el hombre sereno, justo,
grave, imparcial, que pretende saturar, regenerar con el soplo de su honradez
el viciado ambiente de su Patria. En cada Patria, en cada pueblo, en cada
familia, en cada hogar, hay un vivero de árboles destinados a sacar de ellos
las necesarias cruces donde habrán de enclavarse los regeneradores que salgan…
Estad seguros: en
cuanto veáis asomar la venerable figura de un hombre que dedica su tiempo a
redimir vuestro tiempo, mirad al extremo de aquella Patria o de aquel hogar por
donde aparece, y veréis cómo sigilosamente avanzan otros hombres de enfermiza
contextura moral, portando entre todos la inevitable cruz, destinada más tarde
o más temprano a cargarla en los hombros del varón justo…
Pero Cristo, el
Redentor universal, cerró con un broche de oro el sermón de las
Bienaventuranzas:
Beati qui persecutionem patiuntur propter justitiam, quoniam ipsorum est
regnum coelorum.
Bienaventurados
los que sufren persecuciones por la justicia, porque de ellos es el reino de
los Cielos.
¡De ellos!... Aquí el Señor no dice: “gozarán”, “verán”,
“irán al reino de los Cielos”, sino que ese reino celestial es de ellos, les pertenece, es suyo, y como
suyo, podrán habitarlo y disfrutar de cuantas delicias espirituales se
encierran en tan venturoso reino.
“¡Venga
la persecución propter justitiam!”,
exclamaríamos todos, si tuviésemos el espíritu de San Atanasio. Pero el egoísmo
sienta mejor al alma de la sociedad moderna, y sólo a la consideración de que
pudiéramos ser objeto por nuestra ansia del bien, del encono de nuestros
desagradecidos conciudadanos, familiares o amigos, temblamos como la tímida
liebre cuando barrunta el jadeante hervor de la jauría…
El
valor del sacrificio no es ajeno a todas las voluntades. Para aceptar el
sacrificio es preciso atesorar un alma sumamente exquisita y amable. ¡Y recta y
robusta como cedro del Líbano! Olor a cedro, que es suave y fuerte a la vez,
desprenden las almas de los grandes abnegados; y así como cuando el hacha
derrumba alguno de estos hermosos árboles, y lo taja y fragmenta, cada fibra de
la rica madera esparce penetrante aroma que empapa con sus efluvios al
ambiente, así también la persecución injusta que abate con su hacha odiosa la
gigante empresa de algún noble regenerador, al dar en tierra con los generosos ímpetus,
de cada uno de éstos se escapa un sano perfume que la historia recoge luego en
incensario de oro, para perfumar un día el corazón de la Patria…
Porque
los perseguidos, los calumniados, las grandes almas que en pro de excelsos
fines trabajaron, no viven únicamente en el Cielo; viven en la historia también,
que más tarde o más temprano sabe hacer justicia.
Ved
cuán grande es la recompensa que les concede Dios. Y no sólo esto: en la misma
penalidad, en la misma persecución, en la misma injusticia, hallan esos hombres
buenos consuelos y dulzuras inefables. ¡Ah, la persecución tolerada, sufrida
con amor y por el nombre de Cristo!...
Cuando
se profesa de verdad el cristianismo;
cuando el hombre identifica su cruz con la Cruz, el sufrimiento es amable,
dulce, deleitoso… San Pablo escribía: “En medio de mis tribulaciones, reboso de
alegría”. No solamente lleno, sino desbordante, rebosante de felicidad.
El
sufrimiento es negra nube que pasa encubriendo el cielo de nuestra dicha; pero
el verdadero cristiano, con los rayos de su conformidad y su esperanza, la
colorea, y aquella misma nube va adquiriendo matices, perdiendo poco a poco su
lobreguez…
En
la Escritura se leen estas palabras: “Sed bendito, Señor: después de la
tempestad, tornáis la tranquilidad a nosotros; después de las lágrimas, nos
devolvéis la alegría; post tempestatem, tranquillum facis et post lacrymationem
et fletum, exultationem infundis (1).
Sí;
las injurias, las calumnias, las ofensas, las persecuciones, las injusticias,
todo eso que amarga nuestro corazón, que empuja nuestras lágrimas, que nos
abruma, que abate…, es tempestad que pasa: sobre ella extiende el firmamento la
serenidad de su azul, y el sol prodiga a los mundos sus rayos luminosos…
Tal
ocurre con el gran Doctor de la Iglesia, San Atanasio, cuya vida es toda ella
una furiosa tempestad, una espesa nube cárdena con paréntesis de sol…
Porque
al sol no se le pudo destruir, y de cuando en cuando asomaba su soberano disco,
iluminando en la obscuridad la noble figura del ínclito Doctor.
Atanasio
casó con la Verdad, y celosa la Mentira de su postergación, Eolo de las
perfidias, azuzó los vientos de la calumnia, de los odios reconcentrados, de
las venganzas aguardadas durante mucho tiempo, y todos, bramando, se
arremolinaron sobre la cabeza del Santo.
El
arrianismo, despechado por los justos ataques de Atanasio, cuya dialéctica
sutil y fuerte no podía menos de vencer la endeble contextura del sofisma, de
la argucia, del error…, recurre a toda la caterva de medios ruines para lanzar
a Atanasio de su Sede patriarcal de Alejandría.
Primero
le acusan ante el emperador Constantino de haber querido hacer pagar tributos a
los egipcios, cuando éstos visitaban su diócesis. Pero los egipcios proclaman
la falsedad de estas declaraciones, y Alejandría no perdió por entonces a su
venerado Patriarca.
Después,
sobornan a una infame mujer, para que en presencia de todos los Prelados
reunidos en el Concilio de tiro, declarase contra la honestidad de Atanasio;
pero por un ardid ingeniosísimo del Obispo Timoteo, que a las acusaciones se
levantó indignado cual si fuese el propio Atanasio, diciendo: -“¡Cómo! ¿Pretendéis
que me habéis visto cometer actos deshonestos en vuestra casa?” –se patentizó
la inocencia de Atanasio, pues la mujer, que no conocía al sabio Doctor, dirigiéndose
a quien la interpelaba, exclamó: -“¡Sí, vos; vos mismo!...”
Puestos
ya en el terreno de la calumnia, los arrianos no dejaron de utilizar la más
monstruosa. Validos de una larga ausencia del Obispo Arsenio, difundieron la
noticia de su muerte, añadiendo que el Patriarca de Alejandría le había matado.
Para comprobarlo y que no hubiese lugar a dudas, se proporcionaron la mano de
un cadáver, que presentaron en una segunda Asamblea. Pero –por una feliz casualidad, como diría
cualquier espíritu superficial; nosotros decimos providencia de Dios- Arsenio
llegó aquel mismo día a la ciudad y se presentó a todos, desbaratando los
inicuos planes de los arrianos.
Éstos
no cejaron en su empeño, y de tal modo llegaron a concitar las pasiones en
contra de Atanasio, con tal insistencia y maldad presentaron al insigne Prelado
de faccioso, enemigo del Poder imperial y de la verdadera Religión, que
Constantino cedió, antes por miedo que por convicción propia, a la demanda de
los arrianos. Atanasio fue destituido de su Sede patriarcal y desterrado a Tréveris,
capital entonces de la Galia, situada a ochocientas leguas de Alejandría.
A
la muerte de Constantino, volvió Atanasio a su querida patria, pero los
arrianos, que le habían jurado guerra sin cuartel, obtuvieron del emperador
Constancio su deposición por segunda vez.
Y
ya desde aquí toda la vida de San Atanasio se reduce a un ir y venir de
Alejandría al destierro, del destierro a Alejandría.
El
gran perseguido no se desalienta: las injusticias que con él cometen los
Poderes públicos no le abaten, no truncan su alma noble, su alma robusta,
generosa y fuerte. Aunque las hordas arrianas vengan tras él, aunque la
venganza le persiga, aunque amague su pecho bondadoso el homicida puñal, él,
imperturbable, grave, sereno, lleno de esa gran majestad que infunde al hombre
la tranquilidad de su conciencia, el cumplimiento de su deber, continúa
recitando los versículos, las lacónicas sentencias de su celebérrimo Símbolo,
que escalofrían de pavor el alma réproba, y abren un horizonte de risueñas
esperanzas al verdadero creyente.
¿Qué
importa que el lugarteniente del emperador, a la cabeza de cinco mil hombres,
como si fuera a conquistar una plaza de guerra, se presente delante de la
iglesia de San Atanasio para apoderarse de su persona? Las lanzas de los
soldados podrán destruir su cuerpo, pero no la dulce felicidad que en medio de
aquella injusta persecución experimenta su alma. Se le persigue propter justitiam, y “Bienaventurados
los que así padecen persecuciones, porque de ellos, y no de los perseguidores,
es el reino celestial.”
Ni
Constantino ni Constancio, ni Juliano el apóstata, ni Valente, emperadores que,
bien cediendo a impulsos propios, bien a presiones ajenas, desterraron e
hicieron víctimas de sus ataques al gran San Atanasio, podían vislumbrar
siquiera la dicha que por sus injustas determinaciones experimentaba el corazón
del glorioso Patriarca.
¡La
persecución!... ¡el destierro!... ¡Las nubes grises que el santo coloreaba con
los dulces rayos de su cristiana conformidad!... Aunque no hubiese vuelto jamás
por Alejandría, aunque hubiese muerto sin conseguir su pública rehabilitación,
aunque el escarnio de toda la humanidad le hubiera conducido al sepulcro, San
Atanasio, hubiera muerto feliz, porque la pérdida de Alejandría no era la pérdida
del cielo; porque la honra íntima no se pierde con la deshonra pública; porque
la alabanza o el aplauso de la humanidad nada significa ante Dios…
Pero
no: Dios quería que su ilustre siervo, a despecho del arrianismo, viviera en
Alejandría, ocupara su Sede patriarcal, aclamado, venerado de la multitud.
Y
así fue: Atanasio, después de los grandes combates que había sostenido en
defensa de la verdadera fe, tornó a la Sede alejandrina, donde murió, querido y
respetado de todos, el 2 de Mayo del año 373.
En
medio de estas luchas, de estas tribulaciones, siempre amenazado, siempre
perseguido, San Atanasio escribió admirables obras de profundo sentido moral y
teológico y apologético, donde redujo a polvo muchos especiosos argumentos de
los herejes de su época.
Un
escritor antiguo, refiriéndose a la labor literaria de este Santo, dice: “Cuando
halléis una sentencia de los escritos de San Atanasio, si no tenéis papel,
escribidla en vuestros vestidos. Hay una, sobre todo, que es el programa de
toda su vida, y que debe ser el programa de la nuestra en los tiempos
presentes; Docet nos non tempori sed domino servire. Conviene que seamos, no los
esclavos del tiempo y de las circunstancias, sino los servidores de Dios.”
Esclavo
de Dios, que nunca varía, y no del tiempo, que siempre es mudable, fue el gran
Doctor cuya fiesta conmemoramos hoy. Y por eso sufrió persecuciones, tribulaciones,
destierros; y por eso fue feliz; y por eso se halla eternamente en la mansión
de los bienaventurados: Beati qui
persecutionesm patiuntur propter justiciam, quoniam ipsorum est regnum coelorum…
(1)
Tobías, III, 22.
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