Antes de enaltecerla Jesucristo con su divina sangre, la cruz era un signo de oprobio en el mundo. Pero muere en ella el sublime Redentor del género humano, y ya la cruz es la insignia bendita que campea victoriosa en todos los pueblos, cobijándonos en la vida y en la muerte con sus brazos protectores. La cruz, desde que en ella exhala su postrer suspiro el Salvador, es… ¡la Cruz!...
La Cruz nos
acompaña por todas partes. La imagen de la Cruz se ostenta en la cabecera del
lecho, velando nuestras horas de reposo; pende del cuello del niño como
preservando su inocencia; luce sobre el pecho de la doncella tímida como
resguardo de su castidad. En las cúpulas de los campanarios, en las astas de
las banderas, en las tiaras de los Pontífices, en las coronas de los reyes, en
las condecoraciones militares, en los mantos de los caballeros cruzados…, la
Cruz se incrusta, o se pinta o se borda. La Cruz es un signo de nobleza; Cristo
la ha convertido en trofeo glorioso, en timbre preclaro, ¡en el más limpio blasón!...
A la sombra de la
Cruz se desarrolla toda la vida del hombre cristiano: nace, y el sacerdote le
bendice haciendo sobre la cabeza del neófito la señal de la Cruz; elige
compañera, y la bendición, en forma de cruz, sanciona ante Dios y los hombres
aquel enlace; muere, y en cada uno de sus cinco sentidos, para purificarlos,
dibuja el sacerdote con óleo santo el adorable signo de la redención… ¡Y ese
signo, esa Cruz bendita pondrán entre sus manos yertas, amarillentas, frías,
otras manos amantes donde aun la muerte no estampó sus huellas destructoras!...
Esa cruz, se extenderá a lo largo de la tapa que encubre sus mortales restos;
presidirá la carroza fúnebre que le conduzca a la tumba; ¡Sobre la misma tumba
aparecerá cobijándole, velando su sueño en aquel lecho de la tierra, con igual
solicitud y cariño que cuando él, lleno de salud, pletórico de juventud, de
energías, de fuerzas, descansaba entre blandas coberturas!... La Cruz es
nuestra inseparable compañera.
¡Cuánta poesía
irradia esa bendita Cruz!... ¿No os acordáis, piadosos lectores, cuando por vez
primera, en los albores de vuestro vivir, en la niñez, vuestros pequeños dedos,
empujados por otros dedos maternales, dibujaban la señal del buen cristiano encima de la frente, para que nos librara
de los malos pensamientos; encima de
la boca, para que nos librara de las malas
palabras; encima del pecho, para que nos librara de los malos deseos…? ¡Oh, fuerzas, oh, poder
incontrastable de la Cruz, que entonces, en aquella tierna edad, vestíbulo del
dolor, al compás de la voz de nuestras madres, ya proclamábamos, ya presentíamos!...
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