El llanto, el verdadero dolor del alma que se cuaja en lágrimas copiosas, tiene una fuerza incontrastable. Ese silencio de las lágrimas que caen, repercute en lo más íntimo del corazón. La belleza de las gotas cristalinas que, en horas de aflicción, van destilando los ojos, suspende al ánimo, conmoviéndolo profundamente.
¡La fuerza del
llanto!...
¡La elocuencia de
una lágrima!...
¡El rocío del
dolor!...
He aquí las tres
fases de esas perlas húmedas que en la pupila asoman cuando el dolor nos hiere.
¡Cuánto pueden
unos ojos que lloran! Aquel gotear luminoso y amargo no se evapora, no se
pierde, “no va al mar”, como dice la rima becqueriana, va al corazón testigo
del ajeno sufrimiento. ¡Qué de corazones, duros como rocas, no habrán sentido
por un instante siquiera, al contacto de una lágrima en ellos caída y acaso por
ellos mismos provocada, abrirse sus fibras y florecer entre ellas la flor de la
piedad o el arrepentimiento! Las entrañas de la piedra se conmueven al recibir
el gotear continuo de la llorosa estalactita, recubriéndose poco a poco de
afelpado y húmedo verdor!...
¡Cómo hablan esas
lágrimas que silenciosas caen! Cada una de ellas es angustioso vocablo que
recuerda al ingrato su olvido, al liviano sus turbulencias, al criminal sus
deplorables yerros… Y todas ellas nos hablan de amor, de bondad… Porque cuando
no se ama no se llora; el odio es incapaz de tejer con sus airadas manos esa
exquisita red de las lágrimas.
¡Qué belleza tan
dulce, tan apacible, tan casta, guardan los ojos que lloran!... ¡A través de
aquel velo cristalino asómase el alma, difundiendo por todo el rostro la suave
luz de su recóndito pesar!...
Y esta fuerza,
esta elocuencia, esta hermosura del llanto, sube en proporción según la
causaque lo motive, que lo impulse.
(CONTINUARÁ Pag
65)
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