No vamos a
describir la vida del gran Doctor de la Iglesia: esto lo dejamos para el 28 de
Agosto, en que se celebra su festividad. Hoy sólo nos circunscribimos al hecho
de su milagrosa conversión; a la precipitada fuga de las densas nieblas que
obscurecían su mente; al resurgimiento glorioso de su espíritu, iluminado ya
para siempre con los espléndidos raudales del sol de la verdad…
¡La Verdad!...
¿Qué es la Verdad…? ¿Dónde se halla la Verdad…? He aquí las preguntas que
constantemente se dirige Agustín; he aquí la incógnita que siempre han tratado
de descifrar los sabios de todos los siglos. ¡La Verdad!... ¡Cuántas razones se
han formulado para explicarla! ¡Cuántos sistemas se han inventado para descubrirla!
¡Cuántas escuelas, desde los más remotos tiempos, erigiéronse para enseñarla a
la atónita humanidad!... ¡Y todas, a excepción de una, la escuela filosófica
cristiana, erraron, se equivocaron, se confundieron!...
Pitágoras, el
fundador de la escuela itálica, sustenta que Dios contiene en sí la imperfección
de todas las cosas cuya causa es. La escuela eleática niega la realidad del
mundo. La escuela sofística, defiende y combate a la vez sus derechos a la razón
humana… La escuela de Megara, la cirenaica, la cínica, la escéptica, la
estoica, la epicúrea, la romana…, todas, involucran tergiversan, equivocan la
verdad, y el caos filosófico se preña, se abulta cada vez más de absurdos, de
fantasmas y quimeras.
Sócrates, Platón
y Aristóteles, se acercan a la Verdad…; se acercan, pero no la tocan, no la
ven; la columbran tan sólo, como a través de la niebla que comienza a desgarrar
sus gasas, columbramos el rutilante paso de la luz, la silueta esplendorosa del
sol…, ¡pero el sol aun no nos da de lleno sobre la frente!
San Agustín, que
siente en todo su ser la llama del genio; San Agustín, que sufre en todo su espíritu
un espoleo incesante, atosigamientos sublimes de inquirir, de sorprender, de
fijar definitivamente sus juicios, enmarañados en la espesa red de conjeturas,
probabilidades y cálculos; San Agustín, que halla en su corazón un abismo
abierto por el deseo de la sabiduría, se lanza con todo el ímpetu, con toda la
fuerza de su genio africano, en pos de la Verdad, internándose para buscarla,
con la antorcha de su poderoso entendimiento, en los más intrincados y obscuros
laberintos de las escuelas filosóficas… ¡Y no la encuentra!
¿Cómo iba a
hallarla allí, si la Verdad es muy grande, y no puede caber en los reducidos
antros de la especiosidad y el sofisma…? ¿Cómo la charca mísera del error
pagano, iba a contener la noción precisa, exacta, verdadera de la absoluta
realidad, que es toda un mar inmenso…? Para beber la luz del Sol, para
esponjarnos con sus rayos, para recibir a torrentes su claridad, para ser un
fulgor de sus fulgores, es preciso colocarnos dentro de la misma radiosidad que
proyecta, encuadrarnos bajo el marco azul del firmamento, por donde el sol
pasa, por donde el sol gira… Así, y sólo así, nos hallamos completamente
iluminados; así resplandecerá el sol en nuestra faz y en nuestros vestidos…
Pero buscar al sol entre las cuatro paredes de un sombrío calabozo, o querer
que penetre todo el esplendor de sus rayos por la rendija abierta en la maciza
muralla del torreón, es capricho loco, estulticia incomprensible…
Esto hicieron
muchos filósofos de la antigüedad, y esto hizo aquella águila, aun irresoluta
en sus vuelos, que se llamaba Agustín.
Vedle recorrer
una por una todas las escuelas y todas las regiones donde más o menos
disparatadamente se enseña la Verdad. Vedle hojear todos los libros y conversar
con todos los sabios y artistas de su tiempo. De Tagaste va a Cartago, de Cartago
a Roma, de Roma a Milán.
¡La Verdad!... No
la ve, no la presiente tampoco en las floridas estancias del poeta pagano, ni
en las escenas degradantes del teatro latino, ni en las discusiones del foro,
ni en las justas literarias de la Academia… Lucha Agustín, se desespera, se
afana inútilmente…
Y mientras,
cariñosa, suplicante, gimiente, llorosa, le sigue su madre, aquella santa
mujer, aquella mártir del amor filial, ¡Mónica!, que en pos del hijo, riega con
su llanto todo el camino por donde Agustín pasa… ¡La gran mujer lleva grabadas
en el corazón las frases del obispo africano: “No se perderá, no, el hijo de
tantas lágrimas!...”
(CONTINUARÁ… Pag.
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