Cuando tras larga ausencia, alejados de nuestra
patria, de nuestro suelo, de nuestro hogar, llega a visitarnos, envuelto entre
los suaves dobleces de familiar epístola, el retrato de alguna persona querida
que ocupa lugar preferente en nuestro corazón…, éste se ensancha, y parece
subir hasta los labios, besando reverentemente aquella cartulina que reproduce
la imagen de un ser, para nosotros bondadoso y bello, por quien sentimos afección
profunda.
Si es la muerte que implacable destrozó en un
momento la figura de quien se hallaba ligado a nosotros por grandes vínculos de
amistad o parentesco, ¡qué consuelo experimenta el alma, contemplando el
retrato del ser desaparecido a quien ya no volveremos a ver en esta vida!
¡El retrato de la madre santa!...
¡El retrato de la esposa buena!...
¡El retrato del hijo que en temprana edad voló
al cielo!... ¡La imagen de nuestro protector, a quien debemos lo que somos!...
¡La del amigo tierno y sincero en cuyo corazón depositamos nuestras mayores
confianzas!... todas esas figuras, en fin, de nuestros idolatrados seres, que
reprodujo el pincel del artista o la máquina fotográfica, y que lucen, en los
muros de nuestras viviendas, en las hojas de nuestros albums, inspiran una
ternura y una consolación inexplicable.
En esas horas de mellancolía, de añoranzas, de
recuerdos, en que el alma, angustiada por el agobio de la realidad presente,
quisiera desprenderse y retroceder a otra edad más feliz, nuestros ojos, acaso,
turbios por el llanto, buscan instintivamente la imagen de aquellos seres en
cuyo corazón siempre encontramos consuelo. “¡Si tú vivieras!... le decimos. ¡Si
tú me vieras en estos momentos de aflicción!”…
¡Y cuántas veces, en momento de exaltación y de
locuras, refrenó esa imagen nuestros ímpetus! ¡Cuántas veces no nos pareció que
sus ojos se animaban y sus labios contraíanse reprochando nuestros
pensamientos, nuestros cálculos, nuestras intenciones!... Y si del retrato
pasamos a algún recuerdo tangible, a alguna prenda que perteneciera a quien
quisimos entrañablemente; si las hojas de nuestro predilecto libro guardan
prensada alguna rosa de las que pusimos entre sus amarillas manos, heladas por
la muerte; si el fondo del arca venerable oculta el blanco pañuelo que acarició
su faz antes de ser llevado al sepulcro… ¡Con qué emoción, con qué ternura se
deslizan nuestros dedos y nuestros labios sobre estos objetos recordadores de
quien nos perfumó el alma con su cariño!...
¡Las imágenes!... ¡Las reliquias!... Todavía no
ha habido quien haya lanzado su veto contra la poética costumbre de conservar
algún retrato y algún recuerdo de la persona amada, ausente o muerta. Todavía
los hogares, ya opulentos ya humildes, se decoran con las imágenes de sus queridos
muertos… el fuego positivista de la presente edad en que la prosa reina, no ha
tenido valor para destruir esta dulce poesía.
Pero lo que nadie se atrevió a hacer contra tan
bella costumbre, realizároslo un tiempo, en la historia, contra las imágenes de
Dios y contra aquellos ínclitos seres orlados con la diadema de la santidad.
(CONTINUARÁ… pag 102)
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