Pedro Trigocio, famoso teólogo capuchino,
comentador de San Buenaventura, refiriéndose a San Félix de Cantalicio,
exclama: “¿Qué hacemos nosotros con todos nuestros libros? Hagámonos
ignorantes, ya que un religioso sencillo e indocto, es de Dios y de los hombres
honrado”.
Estas palabras parecen compendiar en sí toda la
vida del gran Santo, cuya festividad conmemoramos hoy.
Félix de Cantalicio, el capuchino ilustre, no
sabía nada y lo sabía todo: nulo para las ciencias humanas; inteligente,
despierto, vivo, para la ciencia del espíritu, para el problema final que
descifra todas las incógnitas.
No sabía hablar, conmoviendo, levantando el
alma de las muchedumbres, a manera de Crisóstomo; no sabía desentrañar el fondo
de las cuestiones arduas, con aquella admirable clarividencia de un San Agustín
o un Santo tomás; ni aun escribir, ni aun leer…
Toda su niñez, toda su juventud, hasta los
treinta años, vivió en el campo, falto de instrucción, de educación, dedicado
no más que al cultivo de la labranza y a la vigilancia del ganado. Cantalicio,
aldehuela humilde escondida al pie de los montes Apeninos como una blanca
paloma durmiendo en la abertura de rocosa oquedad, fue su cuna. Y allí, entre
labriegos rústicos y pastores ignorantes, se deslizó la mitad de su vida.
¡Ah!... Pero Félix de Cantalicio, a pesar de carecer de toda instrucción, de no
escribir, de no leer… ¡fue sabio, porque poseyó, porque dominó la ciencia de la
virtud!...
¡La ciencia de la virtud!... Sin ella –lo dijimos
otras veces, y por mucho que se repita nunca está de más-, nada hubieran
alcanzado, no obstante sus grandes conocimientos, los genios famosos de los
santos que acabamos de nombrar. ¿De qué hubieran servido la elocuencia del Crisóstomo,
y la elegancia de San Agustín, y la profundidad del doctor aquinatense, si no
hubieran dominado la virtud?... ¿Qué importan las ventajas, los beneficios
materiales que reporten a la sociedad esta o aquella civilización, si se
abandonan las prácticas del bien, sin el cual jamás podrá el espíritu del
hombre ascender a la cima sagrada donde, sobre solidísimos cimientos, asiéntase
el alcázar glorioso de la verdadera felicidad?...
Bendecimos, sí, los adelantos de la Civilización,
los avances de la Cultura, del Progreso, siempre que a esa cultura y a ese
progreso, vayan íntimamente ligados el Bien y la Virtud, la esperanza en Dios y
el amor a los hombres. Pero cuando consideramos que por seguir lo que muchas
veces son espejuelos de civilización, nos olvidamos de lo que únicamente es
verdadero, positivo, práctico, de ese Dios, fuente de todas las dichas, y de
esa virtud, camino para llegar a poseerlas, la amargura se apodera de nuestro
corazón.
¡Cuántos sabios, por adquirir todas las
ciencias, se olvidan de adquirir la más importante de ellas, la de la virtud,
que es también la ciencia de la eterna salvación!...
¡Y cuántos que son rudos e ignorantes, sin
saber leer, como San Félix de Cantalicio, serán más sabios que muchos genios
consagrados por el mundo, pues lograron, en medio de su rusticidad y simpleza,
lo que éstos, con toda su sabiduría, no supieron alcanzar!
¿Qué representan los conocimientos todos de la
tierra, ante la ciencia superior del Cielo? ¡Saberlo todo, aun lo menos
necesario, e ignorar, sin embargo, lo imprescindible para nuestra dicha y
contento!...
Es preferible desconocerlo todo, y saber sólo
una cosa: ¡practicar la virtud, que nos remonta a Dios!...
¡Ah! ¿Quién será en rigor de verdad sabio o
necio ante Dios?...
(CONTINUARÁ… Pag 338)
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