La presencia real de Jesucristo en el augusto
Sacramento del altar; este misterio del insaciable amor divino a la humanidad,
amor que comienza en la creación del hombre, y continúa en la Encarnación del
Verbo, y se prolonga en la constitución del cuerpo místico de la Iglesia, y se
compendia, en fin, en la inefable Eucaristía, fue el blanco, el ideal, el summum de todas las ternuras, de todos
los afectos, de San Pascual Bailón.
El humilde pastor de Torre-Hermosa, pequeña
aldea del reino de Aragón, en donde vio la primera luz nuestro Santo, el 17 de
Mayo de 1540; aquel joven obscuro, ignorado, modesto, que pasaba sus días
guardando el rebaño; aquel mozo rudo, ineducado, ignorante, que desconocía los
elementos más rudimentarios de instrucción, que ni aun sabía leer…, no
ignoraba, sin embargo, la ciencia del espíritu en su más elevada concepción, y
adivinaba en el augusto Sacramento del altar, la obra más grande, más sublime,
más perfecta que hizo Dios.
Sí: aquel pastorcillo, en la soledad de los
campos, frente al sublime espectáculo de la naturaleza, comprendía que todo el
poder desplegado por Dios para exhornar con vistosas flores el prado y con
luminosos puntos el firmamento; toda la sabiduría desarrollada al infundir
perfumes a las plantas y resplandor a los astros; toda esa amorosa solicitud
con que la Divina Providencia atiende nuestras necesidades, fecundando la
tierra, habitación del hombre…, palidecían ante el poder, ante la sabiduría y
ante el amor del Augustísimo Sacramento del Altar.
Es este el último esfuerzo de Dios para
manifestar su grandeza a todos los hombres.
Dios, en la Eucaristía, se comunica a todos, se
manifiesta a todos, desde el Norte al Mediodía, desde el ocaso a la aurora,
bajo los mismos velos misteriosos, en el prodigio permanente de un pedazo de
pan.
El drama del Calvario se renueva incruentamente
en el santo sacrificio de la Misa, pero con todos los méritos de la Pasión, de
la agonía, de la muerte de Jesús; la misma sangre corre bajo las apariencias de
un vino misterioso…, corre y correrá hasta la consumación de los siglos.
Y el amor divino llega a su culmen: Cristo, no
satisfecho con morar entre nosotros por su presencia y regenerarnos por su
sacrificio, llega hasta esconderse bajo una débil envoltura, sirviéndonos de
alimento: se une a nuestra alma, se incorpora a la substancia de nuestro
cuerpo, penetra en nuestras fibras, en nuestras venas, y por esta unión tan
maravillosa, por esta incorporación que puede renovarse todos los días, nos
cambia, nos transforma, nos diviniza, nos hace por un momento semejantes a Él,
con aquella perfecta conformidad que el amor reclama.
San Juan Crisóstomo ha dicho: “De igual manera
que el cuerpo de Jesucristo está unido al Verbo, así nosotros por la Eucaristía
nos unimos a la santa humanidad del Salvador.”
Y San Gregorio no es menos explícito: “El
Salvador –dice-, se mezcla con nosotros y nos pone en comunicación con su
divinidad.”
El apóstol San Pablo representa a Dios en el
centro del mundo ejerciendo la dominación universal, y a su derecha coloca la
santa humanidad de Cristo sometida al Padre, pero prolongada en las humanas
generaciones, teniendo sus raíces en cada una de nosotros: Vos estis corpus Christi et membra de membro.
De modo –dice un ilustre escritor-, que si Dios
por exceso de su amor tiene deseo continuo de salir de sí mismo para hacer el
bien, el hombre por exceso de su miseria y debilidad, necesita ir en busca de
Dios y apoyarse en él. De aquí la conveniencia para Dios de continuar en la
Eucaristía el misterio de su Encarnación, y la conveniencia para el hombre de
llegarse a la Sagrada Eucaristía, donde hallará su fuerza, su vigor, su manjar,
su vida, la suma, en fin, de todas sus perfecciones.
Y esto hizo, en el mundo primero, y en el
claustro después, el hombre ilustre cuya memoria hoy conmemora la Iglesia: San
Pascual Bailón.
En la Eucaristía, que es como el término en que
Dios y el hombre se encuentran en el camino de la vida; en la Eucaristía,
fuente de misericordia, abismo de bondades, expresión sublime de la caridad,
sustentáculo de la verdad absoluta, halló todas sus complacencias nuestro
glorioso compatricio. Semejante a los ángeles en la pureza, ángel en carne,
como le apellidó un escritor del siglo XVI, parecía que su espíritu desprendido
de los lazos del cuerpo vivía siempre en la presencia del Sumo Bien. Aquella fe
tan robusta, tan firme, tan pura, tan sublime que manifestaba Pascual hacia el
augusto misterio, a nada era comparable. Su alma se derretía como blanda cera a
impulsos del fuego del amor divino; todo su ser parecía abismarse en el
insondable piélago de lo infinito, cuando oraba ante Jesús Sacramentado.
(CONTINUARÁ… Pag 326)
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