“La confesión es el gran freno contra el crimen
inveterado, y no puede idearse una institución más sabia. La mayoría de los
hombres, al caer en la culpa, sienten remordimientos, y los legisladores, al
establecer expiaciones, se han propuesto evitar la desesperación de los
culpables”. Así hablaba Voltaire, el cínico Voltaire, enemigo del catolicismo.
Y Rousseau se expresaba en los términos
siguientes: “La confesión induce al perdón de los corazones ulcerados, y obliga
a los usurpadores a restituir lo hurtado. ¡Cuántas reparaciones provoca la
confesión entre los católicos! La humilde confesión es el gran antídoto contra
el orgullo.”
Ved como la misma incredulidad se rinde a
proclamar los beneficios que reporta al alma la confesión. Beneficios, sí, pese
a los cargos e injurias que sobre el Santo Tribunal de la Penitencia y sus
celosos ministros han hecho los soberbios y despreocupados del mundo.
¿Qué alivio no experimenta el hombre cuando
confía en otro que le merece confianza, sus dudas, sus recelos, sus temores,
sus penas o sus caídas? ¿Qué tranquilidad no baña su corazón atribulado si
escucha la voz del amigo sincero, del hermano cariñoso, que con noble desinterés,
en medio de la lucha que atormenta el alma del confidente, le reprende, le
aconseja y le da saludables avisos para el porvenir?...
Pues alivio y tranquilidad mayores proporciona
el alma la confesión hecha ante un ministro del Altar, facultado por dios para
escucharnos en nuestras tribulaciones, y para perdonar nuestras faltas,
nuestros yerros y pecados en nombre de ese mismo Dios.
El hombre, por naturaleza, más que en sus alegrías,
necesita en sus desgracias comunicarse, expansionarse con otro ser.
El doctor Guillois dice que en los misterios de
Baco y Adonis había sacerdotes encargados de prestar oído a las confidencias
que les quisieran hacer los hombres. Plutarco nos presenta a Marco-Aurelio y al
general lacedemonio, Lisandro, confesándose con el Hierofante. En Samotracia
precedía a los sacrificios expiatorios la confesión hecha al koec o purificador. Los lamas,
en el Tibet, póstranse cuatro veces al mes, el 14, 15, 29 y 30 de la luna, para
oír la explicación de su regla, confesándose antes con el Gran Lama. Médicos de las almas llaman en la isla de Ceilán a los gonos o ministros de su religión. Los Magos en Persia divídanse en cinco
clases, una de las cuales está destinada a oír las confesiones. Y así podríamos
seguir citando nombres de falsas sectas, donde más o menos desfigurada practicábase
esta comunicación confesional para corregir sus defectos y enmendar sus faltas.
Platón, príncipe de la filosofía griega,
aconseja en sus Gorgias: “Si has
cometido la injusticia, declara al juez tu falta, no sea que arraigándose el
mal en tu alma engendre la corrupción”.
Y Séneca, dice en su epístola 63: “Por no
confesar el vicio, estáis apegados a él. La confesión es señal de curación.”
Pero estas confesiones, estas declaraciones que
formaban parte de los antiguos ritos paganos, no revestían el sagrado carácter
que ostenta el Sacramento de la confesión establecida en el rito católico, práctica
de institución divina, uno de los siete sacramentos fundamentales de la Iglesia
instituida por Jesucristo.
No es verdad lo que el protestantismo afirma:
es falso de toda falsedad que esta práctica no esté fundada ni en la Sagrada
Escritura ni en la tradición de los primeros siglos.
Jesucristo, según leemos en los Evangelios de
San Mateo y San Juan, respectivamente, dijo a sus Apóstoles: “Todo lo que atarais
o desatarais sobre la tierra será atado o desatado en el cielo”. “Recibid el
Espíritu Santo; a los que perdonaseis los pecados les serán perdonados, y
retenidos a los que los retuvieseis”.
Los Apóstoles, no podían hacer uso legítimo de
este poder, a menos que no conociesen los pecados que debían retener o remitir;
y el medio natural de conocerlos no era otro que el de la confesión.
Y, en efecto, por las Actas de los Apóstoles sabemos que muchos fieles venían en busca de
San Pablo para que los confesase.
Y si queremos testimonios de que en los
primitivos tiempos de la Iglesia ya estaba en todo su vigor la confesión
auricular, San Clemente, del siglo I, en una de sus Epístolas dice: “Convirtámonos,
porque cuando hayamos salido de este mundo no podremos ya confesarnos ni hacer
penitencia.”. San Ireneo, del siglo II, cuenta que Cerdón volviendo muchas
veces a la Iglesia y haciendo su confesión continuó viviendo en una alternativa
de confesiones y recaídas en sus errores.
En el siglo III la Iglesia condenó a los
montanistas, y después a los novicianos, que le negaban el poder de absolver
los grandes delitos.
Lactancia dice que la confesión de los pecados,
seguida de la satisfacción, es la circuncisión del corazón que Dios nos ha mandado
por los profetas.
Y así continuaríamos citando textos, que
prueban la falsedad de lo defendido por los protestantes, a saber: que no hay
ningún vestigio de confesión sacramental en los tres primeros siglos de la
Iglesia.
Daillé, escritor protestante, dijo que en los
textos que alegamos de la Escritura y de los Santos Padres, no se trata de la
confesión auricular ni de la absolución, sino de una declaración que los fieles
se hacían unos a otros por humildad.
Para rebatir esta afirmación peregrina, basta,
entre otras mil autoridades, recordar estas palabras de Orígenes: “Ved –dice-,
lo que enseña la divina Escritura, que no se deben ocultar interiormente los
pecados. Porque del mismo modo que aquellos cuyo estómago se halla pesadamente
sobrecargado con un alimento indigesto, si lo expelen se alivian al instante,
igualmente el pecado que oculta y retiene en sí mismo sus culpas, se halla
interiormente oprimido como por el humor y la flema del pecado. Pero cuando
llega a ser su propio acusador que denuncia y confiesa su estado, arroja al
momento con el pecado la causa de su enfermedad interior. Sed circunspectos;
examinad, ved al que debéis confesar vuestro pecado; conoced de antemano el médico
a quien debéis exponer vuestra debilidad, que sabe, por compasión y
sentimiento, ser enfermo con los enfermos y llorar con los que lloran”.
Y en la Homilía 17, expone: “Si descubrimos
nuestros pecados no sólo a Dios, sino a los que pueden poner remedio a nuestras
llagas y a nuestras iniquidades, nuestros pecados serán borrados por el que
dijo: “He disipado vuestras iniquidades como una nube y vuestros pecados como
una sombra.”
(CONTINUARÁ… Pag. 305)
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