“Ganarás el pan con el sudor de tu frente.” He
aquí la ley del trabajo impuesta por Dios a la humanidad.
Nadie puede eximirse de ella: en una u otra
forma, bajo este o aquél aspecto, todos rinden homenaje al trabajo, fuente de
la vida material y de la bienandanza y prosperidad de los pueblos. Será más o
menos copioso el sudor que se vierta humedeciendo nuestros rostros, según el
trabajo que se practique; pero todos, desde el príncipe hasta el último
vasallo, aportan su tributo a esa inexorable ley, por la cual viven y se
acrecientan las sociedades.
El monarca, preocupándose desde las alturas de
su trono, de las necesidades del pueblo que Dios confió a su cuidado; el sabio,
estudiando en su laboratorio los grandes misterios de la naturaleza; el soldado,
oponiendo la fuerza de sus armas a posibles asaltos enemigos; el jurisconsulto,
restableciendo la equidad en perturbados derechos; el sacerdote, curando las
almas; el médico, sanando los cuerpos; el filósofo, escudriñando hondos
arcanos; el artista, deleitando y conmoviendo a la multitud; el industrial,
fomentando con el intercambio de sus productos las relaciones entre lejanos
pueblos; el obrero, suministrando los artefactos necesarios que decoren nuestro
hogar; el labrador, abriendo los alimenticios surcos de la tierra…, todos, sin
excepción, laboran, trabajan, exprimen de su pensamiento o de sus manos una
gota de su ardoroso jugo…
¿Quién se halla exento del trabajo? No creáis
que los poderosos, aquellos que atraviesan deslumbrando con sus riquezas al
mundo, dejan de pagar el indispensable tributo porque tengan asegurado el pan nuestro de cada día. ¿Acaso el
pan lo constituye sólo la porción alimenticia que nutre nuestro cuerpo? ¿Es que
no hay hambre de justicia, de gloria, de dominio, de poder, de amor?... ¿Es que
todo se circunscribe en la vida a las prosaicas necesidades del cuerpo? ¿No
tenemos alma?... ¿Y todas las necesidades del ama pueden satisfacerse con el
oro?...
Pero atengámonos al trabajo, en su estricto
sentido, tal como lo consideraba el mundo en sus primeros tiempos: aquella
labor ruda, áspera, grosera –según el sentir de los antiguos-, donde todo se
confiaba al vigor y energía de los brazos: el trabajo manual, en una palabra.
Los pueblos paganos, desconocedores del
verdadero Dios, y, por consiguiente, de su santa Ley, sentían verdadero horror
por el trabajo corporal. Los helenos, los egipcios, los tracios, los escitas,
los persas…, tenían al obrero manual por el último de los ciudadanos.
Sin remontarnos a tan lejanas comarcas, podemos
encontrar iguales muestras de desprecio y aversión al trabajo en más cercanos
pueblos de Europa. Tácito refiere que entre los pueblos que habitan las orillas
del Rhin, se consideró como rebajamiento e indignidad ganarse la vida trabajando.
César, en su comentario de la guerra de las Galias, nos muestra en diferentes
ocasiones el menosprecio con que miraban los galos todo género de trabajo, aun
el agrícola. Lusitanos y cántabros, dice Justino, dejaban las ocupaciones
penosas, encomendando el trabajo de las tierras a las mujeres y los esclavos.
Cicerón, en su obra De officiis, condena
brutalmente el trabajo, no sustrayéndose a su menosprecio los obreros que
soportan terribles labores en beneficio de la sociedad. Jamás, dice, puede salir nada
noble de una tienda o de un taller. Y Séneca exclama: “Es vulgar el arte de
los obreros que trabajan con sus manos: procura las cosas necesarias para la
vida, pero no tiene honor ni apariencias de honradez. El trabajo pertenece a
los más viles esclavos. La sabiduría habita más elevados lugares: no forma las
manos para el trabajo, ni fabrica instrumentos para los usos de la vida.”
Así podríamos seguir citando textos que
patentizaran el horror con que la antigüedad miraba la santa ley del trabajo.
El ejército de los trabajadores se componía, pues, casi únicamente, de la
multitud innumerable de los esclavos. Cierto que algunos hombres libres, para
subvenir a las muchas necesidades de sus numerosas familias, se contrataban
como obreros en el taller. Pero al contratarse se equiparaban con los míseros
hombres víctimas de la esclavitud. Tan sólo diferenciábamos de ellos el salario
que recibían, salario que, según Cicerón, no excedía de doce ases, o sea
ochenta céntimos por día; precio que tenía algo de humillante, y que los
antiguos no vacilaban en estrigmatizarla con estas palabras: Auctoramentum servitutis.
¡Situación degradada la del trabajador en el
mundo antiguo! ¡Ah! Era preciso que el trabajo, orden sublime de Dios, fuese
acatado, reverenciado igualmente por todos los hombres.
(CONTINUARÁ… Pag 280)
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