Al leer las Crónicas donde los hagiógrafos
antiguos consignan los hechos y costumbres de los primitivos moradores del
desierto, parece que una ráfaga de poesía nos sacude el alma.
Aquella sencillez que resplandecía en cada una
de sus acciones; aquella igualdad que, desde el superior al último novicio,
ostentábase en la burda tela del hábito, en la frugalidad del alimento, en los
modestos enseres de la humilde habitación; y, sobre todo, aquel amor y respeto
mutuos, aquella fraternidad hermosa, perdurable años y años entre ciento,
doscientos, mil anacoretas, obedientes todos a la más ligera admonición del
abad…, guarda un encanto indefinible que no puede menos de impresionar
profundamente al espíritu que, a través de los siglos, se asoma por las páginas
de los vetustos cronicones a tan hermosa edad de fervor y penitencia.
¿Nunca visitasteis el interior de un
monasterio? Mejor dicho, ya que una mera visita es insuficiente para sorprender
detalles, ¿nunca residisteis, aunque solo fuese por breves días, en un
convento? ¿No gustasteis la poesía de sus costumbres? ¿No sorprendisteis la
belleza del claustro?
Nosotros, sí: por fortuna, varias veces hemos
disfrutado de cortas temporadas en rígidos cenobios. Estas excursiones a las
casas religiosas donde se observan en su rigor casi primitivo las reglas de los
Santos Fundadores; esta convivencia durante algunos días con los austeros
cofrades de las antiguas Órdenes monásticas: este examen de sus costumbres,
esta curiosidad, este deseo de sorprender aspectos de su vida íntima, ha sido
siempre para nosotros materia de muy grata recreación.
Todo aquel que guste de lo poético, de lo bello
y delicado, tiene que experimentar un puro goce observando en sus detalles más
nimios la existencia claustral.
Si los artistas hicieran vida común alguna
temporada con los monjes de las Órdenes primitivas, eligiendo para esto, no las
residencias modernas de las grandes capitales, sino los olvidados monasterios,
las abadías antiguas que perfilan, en el cielo de una obscura ciudad castellana
o en el horizonte de un campo lejano adonde no llega “el mundanal ruido”, sus
torres pardas por entre cuyas junturas el jaramago flota, y donde junto al címbalo
vocinglero anida la cigüeña…, estos artistas, repetimos, hallarían seguramente
muchos motivos de inspiración.
Aquel repique de la campana conventual, sonando
en las altas horas de la noche, y reuniendo rápidamente a los monjes que
abandonaron el lecho, cuando el sueño era más reparador y dulce, para ir a
cantar en el severo coro de la Iglesia los Salmos bíblicos; estos Salmos,
entonados gravemente, pausadamente, en el más puro estilo gregoriano, diluyéndose,
extendiéndose por las obscuras bóvedas, sólo iluminadas por el pálido reflejo
de las lámparas de los altares… Los “Capítulos”, donde todos, desde el prior
encanecido hasta el joven novicio, se prosternan, y besan el suelo, y piden
perdón a la comunidad por las faltas y desaciertos que en su comportamiento
exterior se hayan observado; las penitencias colectivas, la hora solemne en que
todos los monjes, reunidos en el claustro mortuorio, en las galerías donde
reposan los primeros moradores de aquella vetusta mansión, de noche, apagadas
todas las luces, y mientras entonan los versículos del “Miserere”, se
disciplinan el cuerpo, produciendo la áspera y nudosa cuerda al azotar la
desnuda carne un rumor parecido al de la llovizna deslizándose sobre las
otoñales hojas secas arremolinadas en un surco del terreno humedecido… El
dilatado refectorio, en que la prosaica necesidad del comer, parece poetizarse
un tanto, merced a la lectura de pasajes bíblicos, que desde elevado púlpito
sostiene en un tono especial, inconfundible, monjil…, encapuchado fraile; las
horas de asueto en la huerta, cuando los monjes se deslizan suavemente,
quedamente, entre las murallas de boj, bajo la fronda de los árboles, leyendo
en sus Breviarios… El lento desfile de la comunidad así que suena la hora de
retirarse a sus celdas; el conventual silencio, silencio muchas veces de
cincuenta, de ochenta, de cien almas, solo interrumpido por la campana que los
convoca; el inocente candor de los novicios, la parsimonia y ecuanimidad del
Padre grave, la cháchara inofensiva del lego locuaz llegando al convento desde
obscuros terruños y que apenas sabe de la vida…, todo esto nos ha cautivado
algunos instantes, derramando en nuestra alma un torrente de salud espiritual…
Y en las horas del crepúsculo, asomados a los altos ventanales de los
claustros, escuchando el rumor de alguna fuente parlera, mientras el sol
recortaba con su lumbre moribunda algún alero del tejado de pizarra, hemos
sentido una profunda melancolía, un delicado goce indefinible, ansias de
abandonar las turbulencias del mundo y quedarnos para siempre sepultados en
aquel abismo de placidez…
Y nuestra imaginación ha traspuesto las arcadas
del mundo antiguo, y ha entrevisto el espectáculo de aquellas santas repúblicas
de los primitivos tiempos.
Si hay poesía aquí –hemos pensado-, ¿cuánta más
no habría en los albores del monasterio, allá, en los desiertos de Egipto, en
las vastas soledades, en el hermoso templo de la naturaleza, donde millares de
hombres penitentes, entre suspiros y lágrimas invocaban a Dios?
(CONTINUARÁ… Pag 261)
No hay comentarios:
Publicar un comentario