Nos ha conmovido, nos ha impresionado dulcemente el relato de los hechos que 
forman la vida de este bienaventurado.
La figura del tercer duque de Saboya aparece rodeada de una aureola de 
suavísima claridad.
el beato Amadeo no es, a la verdad, como San Pedro Alcántara, que casi llega 
a aterrarnos por sus asombrosas penitencias. Ni como los Gregorio, Ambrosio y 
Agustín, que parecen aplastarnos con el peso abrumador de sus ciclópeas 
inteligencias.
amadeo de Saboya tiene esa dulzura, es eencanto, esa irresistible simpatía de 
los Francisco de Sales, Juan de Dios o vicente de Paúl. Cierto que no fue como 
ellos; que no estuvo ligado por ningún voto de obediencia, de pobreza, de 
castidad; que no vistió los hábitos sacerdotales; que no fundó instituciones 
monásticas y benéficas; pero, innegablemente, su corazón era digno hermano de 
aquellos tres grandes corazones que, como surtidores de dulzura inextinguible 
cayeron sobre las almas, esponjándolas para que en ellas floreciese la planta de 
la virtud.
el nombre de una gran figura de la historia profana o religiosa, suscitó 
muchas veces en nosotros el recuerdo de algún bello espectáculo de la Naturaleza. 
San Jerónimo, en sus Cartas, terriblemente sublimes, nos evoca el 
magnífico culebrear del rayo que incendia y carboniza... ¡Y es que el solitario 
de Belén pulverizaba, con los ardientes rayos de sus apóstrofes viriles, el 
carcomido tronco de una sociedad decadente!
San Agustín, en su Ciudad de Dios, nos recuerda la imponente 
inmensidad del Océano. ¡Y es que en la mente del gran doctor de Hipona, venían 
unas tras otras, empenachadas de espumas, gigantes y absorbentes, las ondas 
clamorosas de su soberana inteligencia!...
Santo Tomás de Aquino, argumentando en su admirable Summa, suscita en nuestro 
entendimiento la radiosa imagen del sol en mitad de su carrera. ¡Y es que el 
Doctor Angélico, se eleva majestuoso y sereno por los espacios de la razón 
sublime, iluminando todos los ámbitos de la tierra con su poderosa luz!...
En cambio, leyendo a San Francisco de Sales, se nos representa, no el rayo, 
no el mar, no el sol, sino algo que no siendo tan hermoso y tan sublime, es más 
bello, más poético y delicado: nos acordamos, por ejemplo, de una rosa 
balanceada por un dulce viento; de una linda mariposilla indagando el interior 
de algún florido cáliz; de un residuo luminoso deslizándose a través de tupida 
blonda... Cada uno de los párrafos que destiló la pluma del obispo ginebrino, es 
algo así como un tronco jazminero que agitó nuestra mano  al pasar; las blancas 
florecillas, aquellos consejos, aquellas máximas, aquellas frases del gran 
obispo, cayeron sobre nosotros perfumándonos el alma...
Y cuando San Juan de Dios, en sus correrías nocturnas por las callejas de 
Granada, y San vicente de Paúl por las plazas de París, recogen los niños 
abandonados, los enfermos paralíticos, los leprosos, los dementes, todos los 
desgraciados, todas las ruinas humanas despreciadas por la egoísta sociedad, 
nosotros nos acordamos de eoss dulces rayos de luna que en la callada noche 
prodigan una casta caricia luminosa a los derruídos muros de los castillos, a 
los claustros desmantelados de las abadías ruinosas, a las tumbas de los 
cementerios... entre fulgores de luna y entre las hojas caídas de un albo 
jazmín, asoma también el Beato Amadeo de Saboya. Porque este bienaventurado 
reunió a la caridad de Juan de Dios, la delicadeza y profundidad de pensamiento 
que caracterizan el genio ilustre de Francisco de Sales.
La dulcedumbre del lago de Ginebra, al pie de cuyas colinas se alza el 
pueblecillo de Thonón, cuna del Beato Amadeo, comunicó a este su poesía; y las 
cimas nevadas del San Bernardo y del Mont-Blanc, coronando todos aquellos 
paisajes, infundieron en el alma de Amadeo afectos de predilección a todo lo 
cándido y puro...
Todas las fases por que atravesó la vida de Amadeo, aparecen contorneadas, 
irisadas de candor y de pureza. Niño, se le ve con frecuencia, aun en medio de 
sus paseos, hincarse de rodillas, elevar sus manos y sus ojos al cielo, dirigir 
a Dios fervientes plegarias, embalsamar con el perfume de su piedad todos sus 
entretenimientos, todos sus actos. Joven, se aparta del fastuoso brillo de su 
corte, prefiriendo la inocente conversación de los pastores de sus valles a los 
placeres y diversiones de los príncipes. Casado con Yolanda, siembra en el 
corazón de su esposa y en el de los hijos, con que plugo a Dios bendecir su 
matrimonio, los nobles afectos, las aspiraciones santas que hacen del hogar 
doméstico un bello trasunto del Paraíso...
todo lo reunía este bienaventurado: real abolengo -era hijo de Luis I y Ana 
de Chipre-, y cuantiosos bienes de fortuna. Por muerte del duque Luis, su padre, 
le pertenecía la Saboya y el Piamonte. Era, al decir de sus biógrafos 
contemporáneos, de marcial apostura, de ingenio vivo, de inteligencia preclara, 
de corazón leal y generoso. Todo lo tenía, menos lo que después de las virtudes 
es más estimable: la salud. Dios le afligió con frecuentes ataques epilépticos. 
Pero esta enfermedad, mal a los ojos del vulgo, fue para amadeo un bien 
incalculable, porque ejercitó admirablemente su paciencia, aumentando con su 
perfecta conformidad cristiana el gran tesoro de sus virtudes.
Esta dolorosa y pertinaz dolencia suministrábale frases felices que 
evidenciaban el hermoso fondo de su corazón. "Nada más útil para los grandes 
-decía- que las dolencias habituales, pues les sirven de freno para reprimir la 
vivacidad de las pasiones".
"Las aflicciones personales -añadía- templan las dulzuras de la vida con una 
amargura saludable, y nos hacen gustar de Dios, acecándonos a él. Nada más dulce 
ni más bueno que sufrir por Dios; las adversidades de la vida son arras de la 
vida del cielo."
Así se expresaba este Bienaventurado Príncipe en lo más recio de sus dolores 
corporales.
Y ¿Qué decir de su vida pública, de su gobierno, de aquella sabia y religiosa 
dirección en los destinos de su país? Con razón se da a la época de su reinado 
el nombre de siglo de oro de Saboya. No hubo príncipe más amado ni que más 
mereciese el cariño de sus súbditos. Su máxima era que Dios debía ser siempre 
servido el primero y que el espíritu de la religión debía ser siempre la regla 
de la política. ¡Ah, si todos los príncipes y gobernantes se inspiraran en los 
preceptos de Dios para gobernar los pueblos!... ¡Cómo, entonces, en cada nación 
sonarían las horas felices de una perpetua edad de oro!... Imperaría la 
justicia, florecería el derecho, se extirparía el vicio; y la sociedad toda, 
siguiendo por los rectos cauces de la religión y la moral, llegaría al culmen de 
su engrandecimiento.
No lo comprenden así muchos de los grandes estadistas actuales, y, 
divorciados del espíritu religioso, quieren labrar, a espaldas suyas, la 
felicidad del país, sin comprender que así sólo contribuyen a su perdición y 
ruina.
Después de Dios, la gran preocupación de Amadeo de Saboya constituíanla los 
pobres.  El término de todos sus pensamientos y afectos y también la causa 
habitual de sus penas y tristezas eran ellos, los desvalidos, los enfermos, los 
menesterosos. "Me conduelo tanto de los pobres -decía-, que al verlos no puedo 
contener mis lágrimas. Si no amase a los poibres me parecería que no amaba a 
Dios".
(CONTINUARÁ) 
