miércoles, 23 de mayo de 2012

SAN CRISPÍN DE VITERBO






Pocas historias de santos habrá de tan encantadora sencillez como ésta de San Crispín de Viterbo.
Confesamos que al pasar nuestros ojos sobre los diversos escritos que refieren la vida de este humilde fraile capuchino, experimentamos una agradable sorpresa.
¿Por qué?...
Hay santos que, por un capricho del vulgo, nos hemos acostumbrado a mirar, sin darnos cuenta, con cierta familiaridad, con cierta confianza un si es o no es irrespetuosa.
Tal sucede con San Crispín, quien acaso, por el oficio que desempeñó en la mocedad al lado de un tío suyo, zapatero, provocó esa inconsciente irreverencia cuya precisa definición no acertamos a dar.
Y, sin embargo, contrastando con ese oficio, que, aunque vulgar, no deja de ser muy digno y muy honrado, la vida de San Crispín está llena de poesía y encanto. Y lo está, porque la verdadera poesía es la sencillez, y la historia del humilde hijo de Viterbo jamás se desvía de ella.
Hijo de Ubaldo y Marcia Fioretti, nació en Viterbo, ciudad italiana, el año 1668.
Desde su niñez conoció la pobreza y el trabajo, que fueron las virtudes que practicó con mayor deleite durante toda su vida.
Su familia era una familia de obreros, y él vino a aumentar, con su modesto concurso, los escasos ingresos, trabajando en casa de un tío suyo, zapatero, según acabamos de decir.
No se escuchaba en aquella familia obrera ninguna frase de odio contra el rico, ninguna protesta contra la desigualdad de las clases sociales, cual acontece en los talleres de la industria moderna, donde, sólo se escuchan gritos de rebelión y encono, merced a las predicaciones de oradores exaltados y a la intrusión de esas hojas periódicas que van agotando poco a poco con su aliento envenenando las bellas flores del alma.
No, el hogar de Crispín era un reflejo del hogar de Nazareth. Allí el candoroso niño no vio alrededor suyo más que acciones laudables, y escuchó en vez de palabras airadas, frases de amor y respeto para Dios y los hombres.
La piedad oreaba con su poderoso influjo el ambiente donde dulcemente se deslizaba la niñez de Crispín.
Apenas contaría cinco años, cuando ya su madre lo llevaba a la iglesia, ofreciéndolo a la Santísima Virgen María, con estas fervorosas palabras: “Mira, hijo mío, mira a tu Madre; te consagro a ella para siempre, ámala con todo tu corazón.”
¡Ah!, desde entonces, no tuvo la Virgen un servidor más fiel y más sumiso que Crispín. Difícilmente podrá hallarse un santo que le aventaje en su devoción a la Madre de Dios: ayunaba todos los sábados en honor suyo; invocábala frecuentemente con tiernas frases, cada una de las cuales era un poema de amor; durante la noche, se levantaba meditando sobre los dolores que padeció la Virgen al pie de la Cruz, afligía su delicado cuerpo con rudas disciplinas; cuando los sábados le pagaba su tío, parte del módico jornal lo empleaba en comprar para la Virgen un ramo de flores…; en suma, no desperdiciaba ocasión de demostrar su purísimo afecto a la celestial Señora.
Corazón tan castamente enamorado no era muy propicio ciertamente para vivir entre las turbulencias del mundo, y así, pronto comenzó a sentir en su alma dulces ansias de abrazar la vida religiosa.
Un encuentro feliz, el de los novicios capuchinos que, conducidos por su Padre Maestro, desfilaron ante él un día llenos de recogimiento y fervor, acabó de decidirle; y, gozoso, pidió su ingreso en la seráfica Orden de San Francisco, que por la pobreza y humildad de su regla, tan bien se compaginaba con sus gustos y aficiones.
Era Crispín de escasa estatura, de rostro pálido y flaco, de un exterior débil, que parecía denunciar falta de fuerzas y energías para sobrellevar los rigores de la vida religiosa. El Padre guardián del convento capuchino a donde acudió el joven, no quiso admitirle; pero tanto rogó Crispín, que al fin le franqueó las puertas del asilo religioso, llenando de alegría inmensa su corazón.
Y a fe que no se arrepintió el Padre: aquel joven venía a aumentar las glorias de la Orden capuchina, resucitando las virtudes de San Félix de Cantalicio, que no hacía mucho acababa de morir.
Como San Félix, comenzó Crispín a practicar la humildad: como él, no quiso salir de su estado de hermano lego, considerándose indigno de ejercer la sagrada misión del sacerdocio.

(CONTINUARÁ… pag 424)