miércoles, 2 de mayo de 2012

SANTA MAFALDA



Esta santa, hija de los reyes de Portugal, don Sancho I y doña Dulce, casó, por manejos políticos del conde don Alonso Núñez de Lara, con don Enrique I de Castilla, hijo del rey don Alfonso VIII.
Se efectuó esta boda el 29 de agosto de 1215, pero el rey, que según los historiadores tenía entonces como unos doce años, murió desgraciadamente antes de tener edad para habitar con su esposa.
Otros historiadores manifiestan que, aunque hubiese vivido el rey, este matrimonio no se hubiera consumado, pues el Papa Inocencio III lo anuló, debido al parentesco entre ambos príncipes de tercero con cuarto grado por la casa de Barcelona, y de cuarto con quinto por la de Castilla, grados prohibidos hasta el concilio IV de Letrán, celebrado en el siglo XIII.
Santa Mafalda se consagró a Dios en un convento de religiosas benedictinas de Portugal, donde tras una vida llena de virtudes entregó a Dios su bienaventurado espíritu el 1° de Mayo, próximamente, del año 1252.
Su nombre se encuentra en antiguos calendarios y martirologios el 2 de este mes.

SAN ATANASIO


Ser perseguido, desterrado, castigado injustamente, caprichosamente, es el destino de casi todos los grandes hombres, cuya acción beneficiosa pesa sobre la conducta moral de los pueblos.
El odio despierta a la calumnia, y ésta, batiendo sus negras alas, se posa en la bien ganada fama de un hombre probo e inteligente, devorándola con empeñado encarnizamiento.
La crédula muchedumbre, que comprende mejor los grandes vicios que las grandes virtudes, forma coro a los graznidos del ave sin entrañas, y por algunos momentos se alimenta con las piltrafas de aquella honra inmaculada que la calumnia desgarró.
Nadie tan calumniado, tan odiado por la masa general de la opinión, como el hombre sereno, justo, grave, imparcial, que pretende saturar, regenerar con el soplo de su honradez el viciado ambiente de su Patria. En cada Patria, en cada pueblo, en cada familia, en cada hogar, hay un vivero de árboles destinados a sacar de ellos las necesarias cruces donde habrán de enclavarse los regeneradores que salgan…
Estad seguros: en cuanto veáis asomar la venerable figura de un hombre que dedica su tiempo a redimir vuestro tiempo, mirad al extremo de aquella Patria o de aquel hogar por donde aparece, y veréis cómo sigilosamente avanzan otros hombres de enfermiza contextura moral, portando entre todos la inevitable cruz, destinada más tarde o más temprano a cargarla en los hombros del varón justo…
Pero Cristo, el Redentor universal, cerró con un broche de oro el sermón de las Bienaventuranzas:
Beati qui persecutionem patiuntur propter justitiam, quoniam ipsorum est regnum coelorum.
Bienaventurados los que sufren persecuciones por la justicia, porque de ellos es el reino de los Cielos.
¡De ellos!... Aquí el Señor no dice: “gozarán”, “verán”, “irán al reino de los Cielos”, sino que ese reino celestial es de ellos, les pertenece, es suyo, y como suyo, podrán habitarlo y disfrutar de cuantas delicias espirituales se encierran en tan venturoso reino.
“¡Venga la persecución propter justitiam!”, exclamaríamos todos, si tuviésemos el espíritu de San Atanasio. Pero el egoísmo sienta mejor al alma de la sociedad moderna, y sólo a la consideración de que pudiéramos ser objeto por nuestra ansia del bien, del encono de nuestros desagradecidos conciudadanos, familiares o amigos, temblamos como la tímida liebre cuando barrunta el jadeante hervor de la jauría…
El valor del sacrificio no es ajeno a todas las voluntades. Para aceptar el sacrificio es preciso atesorar un alma sumamente exquisita y amable. ¡Y recta y robusta como cedro del Líbano! Olor a cedro, que es suave y fuerte a la vez, desprenden las almas de los grandes abnegados; y así como cuando el hacha derrumba alguno de estos hermosos árboles, y lo taja y fragmenta, cada fibra de la rica madera esparce penetrante aroma que empapa con sus efluvios al ambiente, así también la persecución injusta que abate con su hacha odiosa la gigante empresa de algún noble regenerador, al dar en tierra con los generosos ímpetus, de cada uno de éstos se escapa un sano perfume que la historia recoge luego en incensario de oro, para perfumar un día el corazón de la Patria…
Porque los perseguidos, los calumniados, las grandes almas que en pro de excelsos fines trabajaron, no viven únicamente en el Cielo; viven en la historia también, que más tarde o más temprano sabe hacer justicia.
Ved cuán grande es la recompensa que les concede Dios. Y no sólo esto: en la misma penalidad, en la misma persecución, en la misma injusticia, hallan esos hombres buenos consuelos y dulzuras inefables. ¡Ah, la persecución tolerada, sufrida con amor y por el nombre de Cristo!...
Cuando se profesa de verdad el cristianismo; cuando el hombre identifica su cruz con la Cruz, el sufrimiento es amable, dulce, deleitoso… San Pablo escribía: “En medio de mis tribulaciones, reboso de alegría”. No solamente lleno, sino desbordante, rebosante de felicidad.
El sufrimiento es negra nube que pasa encubriendo el cielo de nuestra dicha; pero el verdadero cristiano, con los rayos de su conformidad y su esperanza, la colorea, y aquella misma nube va adquiriendo matices, perdiendo poco a poco su lobreguez…
En la Escritura se leen estas palabras: “Sed bendito, Señor: después de la tempestad, tornáis la tranquilidad a nosotros; después de las lágrimas, nos devolvéis la alegría; post tempestatem, tranquillum facis et post lacrymationem et fletum, exultationem infundis (1).
Sí; las injurias, las calumnias, las ofensas, las persecuciones, las injusticias, todo eso que amarga nuestro corazón, que empuja nuestras lágrimas, que nos abruma, que abate…, es tempestad que pasa: sobre ella extiende el firmamento la serenidad de su azul, y el sol prodiga a los mundos sus rayos luminosos…
Tal ocurre con el gran Doctor de la Iglesia, San Atanasio, cuya vida es toda ella una furiosa tempestad, una espesa nube cárdena con paréntesis de sol…
Porque al sol no se le pudo destruir, y de cuando en cuando asomaba su soberano disco, iluminando en la obscuridad la noble figura del ínclito Doctor.
Atanasio casó con la Verdad, y celosa la Mentira de su postergación, Eolo de las perfidias, azuzó los vientos de la calumnia, de los odios reconcentrados, de las venganzas aguardadas durante mucho tiempo, y todos, bramando, se arremolinaron sobre la cabeza del Santo.
El arrianismo, despechado por los justos ataques de Atanasio, cuya dialéctica sutil y fuerte no podía menos de vencer la endeble contextura del sofisma, de la argucia, del error…, recurre a toda la caterva de medios ruines para lanzar a Atanasio de su Sede patriarcal de Alejandría.
Primero le acusan ante el emperador Constantino de haber querido hacer pagar tributos a los egipcios, cuando éstos visitaban su diócesis. Pero los egipcios proclaman la falsedad de estas declaraciones, y Alejandría no perdió por entonces a su venerado Patriarca.
Después, sobornan a una infame mujer, para que en presencia de todos los Prelados reunidos en el Concilio de tiro, declarase contra la honestidad de Atanasio; pero por un ardid ingeniosísimo del Obispo Timoteo, que a las acusaciones se levantó indignado cual si fuese el propio Atanasio, diciendo: -“¡Cómo! ¿Pretendéis que me habéis visto cometer actos deshonestos en vuestra casa?” –se patentizó la inocencia de Atanasio, pues la mujer, que no conocía al sabio Doctor, dirigiéndose a quien la interpelaba, exclamó: -“¡Sí, vos; vos mismo!...”
Puestos ya en el terreno de la calumnia, los arrianos no dejaron de utilizar la más monstruosa. Validos de una larga ausencia del Obispo Arsenio, difundieron la noticia de su muerte, añadiendo que el Patriarca de Alejandría le había matado. Para comprobarlo y que no hubiese lugar a dudas, se proporcionaron la mano de un cadáver, que presentaron en una segunda Asamblea. Pero –por una feliz casualidad, como diría cualquier espíritu superficial; nosotros decimos providencia de Dios- Arsenio llegó aquel mismo día a la ciudad y se presentó a todos, desbaratando los inicuos planes de los arrianos.
Éstos no cejaron en su empeño, y de tal modo llegaron a concitar las pasiones en contra de Atanasio, con tal insistencia y maldad presentaron al insigne Prelado de faccioso, enemigo del Poder imperial y de la verdadera Religión, que Constantino cedió, antes por miedo que por convicción propia, a la demanda de los arrianos. Atanasio fue destituido de su Sede patriarcal y desterrado a Tréveris, capital entonces de la Galia, situada a ochocientas leguas de Alejandría.
A la muerte de Constantino, volvió Atanasio a su querida patria, pero los arrianos, que le habían jurado guerra sin cuartel, obtuvieron del emperador Constancio su deposición por segunda vez.
Y ya desde aquí toda la vida de San Atanasio se reduce a un ir y venir de Alejandría al destierro, del destierro a Alejandría.
El gran perseguido no se desalienta: las injusticias que con él cometen los Poderes públicos no le abaten, no truncan su alma noble, su alma robusta, generosa y fuerte. Aunque las hordas arrianas vengan tras él, aunque la venganza le persiga, aunque amague su pecho bondadoso el homicida puñal, él, imperturbable, grave, sereno, lleno de esa gran majestad que infunde al hombre la tranquilidad de su conciencia, el cumplimiento de su deber, continúa recitando los versículos, las lacónicas sentencias de su celebérrimo Símbolo, que escalofrían de pavor el alma réproba, y abren un horizonte de risueñas esperanzas al verdadero creyente.
¿Qué importa que el lugarteniente del emperador, a la cabeza de cinco mil hombres, como si fuera a conquistar una plaza de guerra, se presente delante de la iglesia de San Atanasio para apoderarse de su persona? Las lanzas de los soldados podrán destruir su cuerpo, pero no la dulce felicidad que en medio de aquella injusta persecución experimenta su alma. Se le persigue propter justitiam, y “Bienaventurados los que así padecen persecuciones, porque de ellos, y no de los perseguidores, es el reino celestial.”
Ni Constantino ni Constancio, ni Juliano el apóstata, ni Valente, emperadores que, bien cediendo a impulsos propios, bien a presiones ajenas, desterraron e hicieron víctimas de sus ataques al gran San Atanasio, podían vislumbrar siquiera la dicha que por sus injustas determinaciones experimentaba el corazón del glorioso Patriarca.
¡La persecución!... ¡el destierro!... ¡Las nubes grises que el santo coloreaba con los dulces rayos de su cristiana conformidad!... Aunque no hubiese vuelto jamás por Alejandría, aunque hubiese muerto sin conseguir su pública rehabilitación, aunque el escarnio de toda la humanidad le hubiera conducido al sepulcro, San Atanasio, hubiera muerto feliz, porque la pérdida de Alejandría no era la pérdida del cielo; porque la honra íntima no se pierde con la deshonra pública; porque la alabanza o el aplauso de la humanidad nada significa ante Dios…
Pero no: Dios quería que su ilustre siervo, a despecho del arrianismo, viviera en Alejandría, ocupara su Sede patriarcal, aclamado, venerado de la multitud.
Y así fue: Atanasio, después de los grandes combates que había sostenido en defensa de la verdadera fe, tornó a la Sede alejandrina, donde murió, querido y respetado de todos, el 2 de Mayo del año 373.
En medio de estas luchas, de estas tribulaciones, siempre amenazado, siempre perseguido, San Atanasio escribió admirables obras de profundo sentido moral y teológico y apologético, donde redujo a polvo muchos especiosos argumentos de los herejes de su época.
Un escritor antiguo, refiriéndose a la labor literaria de este Santo, dice: “Cuando halléis una sentencia de los escritos de San Atanasio, si no tenéis papel, escribidla en vuestros vestidos. Hay una, sobre todo, que es el programa de toda su vida, y que debe ser el programa de la nuestra en los tiempos presentes; Docet nos non tempori sed domino servire. Conviene que seamos, no los esclavos del tiempo y de las circunstancias, sino los servidores de Dios.”
Esclavo de Dios, que nunca varía, y no del tiempo, que siempre es mudable, fue el gran Doctor cuya fiesta conmemoramos hoy. Y por eso sufrió persecuciones, tribulaciones, destierros; y por eso fue feliz; y por eso se halla eternamente en la mansión de los bienaventurados: Beati qui persecutionesm patiuntur propter justiciam, quoniam ipsorum est regnum coelorum


(1) Tobías, III, 22.