jueves, 31 de mayo de 2012

LA VIRGEN DEL AMOR HERMOSO






Hemos llegado al fin de Mayo, al día poético que, como penacho de blancas azucenas en oloroso ramillete, cierra este mes de devociones marianas.
¡El mes de Mayo!... ¡El mes de las flores!... El mundo cristiano no podía elegir, en todo el año, otra época más adecuada para honrar a la Madre de Dios.
En este mes dichoso, la naturaleza, por obra y gracia del Señor, se reviste con sus mejores galas. Todo en ella es luz, color, exuberancia, vida… Nuestros corazones, en presencia de tan magnífico espectáculo, saltan llenos de regocijo, y hay momentos en que, olvidando nuestros desengaños y dolores, bebemos en este ambiente de primaverales esperanzas, la sabrosa alegría de sus horas de sol, que vinieron a sustituir las noches tristes del helado invierno…
Al llegar, la Primavera comunica a todos los corazones robustez y energía, entusiasmo, inspiración. Todos tienen para ella una frase de bienvenida cordial, porque para todos trae en su amante regazo las delicadezas de un tierno obsequio: mariposas de alas brillantes para el niño inquieto que comienza a revolotear en la vida; hebras de sol benéfico para el triste anciano que, al peso de sus años se va inclinando hacia el sepulcro; bonanzas que al marino aseguran una feliz travesía; horas apacibles que permiten al labrador de los campos verter sudores copiosos sobre la tierra; a los poetas, el rumor de la fuente que ya quebranta sus hielos, el piar de la golondrina que ya vuelve a su lar antiguo, el arrobo místico de la naturaleza cuando viene el día…

(CONTINUARÁ… pag 547)

miércoles, 30 de mayo de 2012

SAN FERNANDO III, REY DE ESPAÑA




El gran doctor de la Iglesia, San Agustín, en el libro quinto de la Ciudad de Dios, pone estas palabras acerca de los reyes: “Los reyes no son felices por sus riquezas ni por su poder; son verdaderamente felices si gobiernan con justicia a los pueblos que les están sometidos; si no se envanecen con los discursos de sus aduladores ni en medio de las bajezas de sus cortesanos; si su elevación no les impide acordarse de que son mortales; si son lentos para castigar y prontos para perdonar; si emplean su poder en extender el reino de Dios; si prefieren al reino en que son los amos, el reino en que serán iguales a los demás.”
Juzgando la vida de San Fernando, puede afirmarse que este glorioso rey fue verdaderamente feliz, porque toda su vida constituyó un largo combate, una cruzada en la que, como el pobre trabajador gana el reino del cielo soportando con resignación las penas de su trabajo, él se santificó esgrimiendo su cetro por la verdad y la justicia.
Regna propter veritatem…, et justitiam, et deducet te mirabiliter dextera tua (1) Reina por medio de la verdad y de la justicia, y tu diestra te conducirá a obras maravillosas. Y esto hizo Fernando, rey de Castilla y de León.
Un rey santo es el fenómeno más extraordinario que puede ofrecerse a la consideración de los pueblos. ¿Por qué? Porque en ninguna parte es tan difícil adquirir la santidad como en los tronos. La adulación, la intriga, la hipocresía, el engaño, el bastardo interés, rodean muchas veces el solio de los príncipes. Se necesita ser un gran carácter para desafiar los mil peligros que brotan al paso de la planta regia, y para rechazar las miasmas de corrompidas pasiones que se agitan en torno de aquellos a quienes se halla confiada la alta dirección de los Estados. Todo hombre débil, cobarde, presto al arrullo de la lisonja y fácil a la molicie y al vicio, si se halla entronizado en las gradas del poder, caerá rápidamente en un bajo nivel moral; y en vez de ser monarca prestigioso, orgullo y honra de sus pueblos, será degenerado príncipe a quien sus súbditos mirarán con desprecio y para el cual guardará la Historia una página de profunda execración.
Grandes reyes, pues, son aquellos hombres que, constituidos en el solio saben hacer reinar la verdad y la justicia, bases únicas de orden y prosperidad en todos los pueblos.


(1)     Ps. XLIV, v. 5.


(CONTINUARÁ… pag 534)

martes, 29 de mayo de 2012

SAN VOTO Y SAN FÉLIX, CONFESORES




Entre los muchos santos que han enaltecido el suelo de Aragón, figuran los esclarecidos Voto y Félix, de los que juntamente hace hoy conmemoración la Iglesia.
Creemos que, ya lo hemos dicho y a hora lo volvemos a repetir, ocurre con muchos santos lo que ocurre con muchos genios en las diversas ramificaciones del saber: sus vidas, a pesar de haber sido suficientemente luminosas para irradiar en todos los siglos, son desconocidas por la mayor parte de la humanidad.
Esto, cuando se trata de personalidades ilustres que brillaron un día por sus talentos o sus virtudes en otras naciones, no ofrece nada de particular, pues no estamos obligados a conocer y catalogar en nuestra memoria todos los nombres prestigiosos de la humanidad. Pero sí es extraño, y debe llamarse la atención sobre ello, que la propia nación, acaso en la misma localidad donde hemos nacido, desconozcamos, no ya los incidentes y circunstancias de sus hombres famosos, sino hasta el nombre de quienes, en una u otra forma, enaltecieron el suelo patrio.
Y la ignorancia es más censurable cuando se trata de un héroe de la virtud, de un santo.
Decimos esto porque hoy, repasando en calendarios y martirologios de diversas épocas y naciones los santos que conmemora en el presente día la Iglesia, hemos tropezado con los nombres de dos españoles ilustres, cuyas vidas desconocerán por completo, seguramente, la mayoría de los españoles.
Nos referimos a San Voto y a San Félix, esclarecidos hijos de Zaragoza, a la sombra de cuya ermita se construyó uno de los monasterios más célebres de la Península: el monasterio de San Juan de la Peña, plantel de insignes varones de la Orden Benedictina.

Voto y Félix eran hermanos, tan distinguidos por su calificada nobleza como por su gran piedad. Nacieron en Zaragoza, ciudad de santos y héroes, en aquellos tiempos de dura esclavitud en que España gemía bajo el poder musulmán.
Tanto los cristianos de la provincia de Aragón como los demás de todo el reino, tuvieron necesidad de someterse, si querían ejercer libremente la religión de Jesucristo, a los crecidos impuestos y tributos que les impusieron los árabes.
Voto y Félix, como opulentos señores de la ciudad y fervorosos cristianos, no solamente pagaban el impuesto que les correspondía, sino que llevados de su gran caridad ayudaban a pagarla a aquellos mozárabes pobres que no podían subvenir con sus escasos recursos a las exigencias del fisco musulmán.
Eran ambos hermanos de integérrimas costumbres, no conociéndoseles otra diversión que la de la caza, por la cual sentían, especialmente Voto, verdadera afición.

(CONTINUARÁ… pag 517)

lunes, 28 de mayo de 2012

SAN GERMÁN OBISPO DE PARÍS



Después del martirio que cimentó la sociedad cristiana, y de la ciencia que la prestó robustez, vino la dirección, el gobierno que perfiló y concluyó la gran obra.
Cuando una tierra ha bebido la sangre del sacrificio, y cuando ha sido penetrada por los rayos luminosos de la doctrina cristiana, esa tierra no pide otro principio de fecundidad que la simiente del sacerdocio y del episcopado. Por esto los grandes Obispos se asientan en la historia de los pueblos cristianos a continuación de los grandes doctores y de los grandes mártires, y su actividad maravillosa viene a dar a todo el edificio su forma y coronamiento.
A través de los agitados siglos, el Episcopado católico, fiel a la grandeza de su misión en el mundo, sigue sin vacilaciones la ruta gloriosa que Dios le trazó, conduciendo por las espaciosas vías de la civilización cristiana, a todos los pueblos que tienen la dicha de someterse a su yugo paternal.
Desde los primeros siglos de la Iglesia, el Episcopado aparece revestido por la Divina Providencia de una fuerza, de un ascendiente beneficioso sobre los pueblos, que en vano los orgullosos poderes de la tierra han pretendido destruir.
Y es que la vida de un Obispo abraza todos los deberes y todas las funciones de la vida civil y religiosa.
Un Obispo, dice un ilustre apologista, bautiza, confiesa, predica, administra las órdenes sagradas, confirma en la fe, dicta las penitencias privadas o públicas, lanza anatemas, levanta excomuniones, concede indulgencias y gracias espirituales…; un Obispo administra los bienes de su clero, pronuncia su fallo como juez de paz en las causas particulares; sirve de árbitro en litigaciones ciudadanas; publica tratados de moral, de disciplina, de teología; escribe contra los heresiarcas y los filósofos; se ocupa de ciencia y de historia; envía cartas luminosas a ilustres corporaciones que en asuntos arduos demandan sus consejos; asiste a los Sínodos y a los Concilios, es llamado a consulta por reyes y príncipes, encargado de negociaciones importantes…; en suma, los tres poderes, religioso, político y filosófico, se hallan concentrados en el Obispo.
Tal fue San Germán, el glorioso Obispo de París. Por su elocuencia, su santidad, sus milagros, su caridad y su influencia cerca de los poderes de la tierra para la salvación y engrandecimiento de su país, es uno de los Prelados más ilustres de su siglo, merecedor de esa veneración singular con que le miran los católicos hijos de Francia, que aun no sintieron envenenadas sus almas con la ponzoña que en estos últimos años ha vertido el odio sectario contra venerandas instituciones y prestigiosas figuras.
A pesar de los medios criminales que empleó su madre para malograr su generación, Dios quiso que Germán viniera al mundo, el año 496, en el territorio de Autun, y desde los primeros años, ya plugo a Dios favorecerle con su especial protección.
Su abuela, intentó envenenarle para que todo el caudal de la familia lo heredase Estratidio, otro nieto por el que sentía ciego cariño.
A raíz de este incidente, huyó Germán a Luzy, al lado de su pariente el ermitaño Scopilión.
Allí, bajo la disciplina de tan santo como sabio maestro, aquel niño que tan mal había sido acogido en el seno de su propio hogar, halló consolador refugio, y tomando por modelo a su ilustre tío, que desempeñó para él los oficios de padre, adelantó rápidamente por el camino de la santidad.

(CONTINUARÁ… pag. 502)

domingo, 27 de mayo de 2012

SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI (1)



Entre la pléyade brillante de esas vírgenes cristianas que consagran en el claustro su existencia a Dios, hay figuras de superior relieve a cuyo lado los méritos y virtudes de las otras, con ser de suyo tan grandes, quedan, sin embargo, sumidos en la obscuridad.
Teresa de jesús, Clara de Asís, Clara de Montefalco, Rosa de Lima…, por sus extraordinarios trabajos acá en la tierra y los favores singulares que recibieron del cielo, ocupan un lugar preeminente en la vida conventual. El perfume de estos blancos lirios de pureza es más intenso que el que exhalan las demás flores del claustro.
María Magdalena de Pazzi pertenece a ese número de vírgenes escogidas, cuyo oloroso efluvio de virtudes se esparce por la tierra como inextinguible onda de un rosal nunca marchito…
Por sus penitencias, por su amor profundísimo a la castidad, y por sus éxtasis y arrebatos frecuentes, esta santa irradia con luz propia entre las más ilustres religiosas que abrillantaron con sus virtudes el hermoso cielo de la insigne Orden Carmelitana.

Florencia, la bella ciudad, flor de las ciudades de Italia, como la llama Ortelio, fue la patria de María Magdalena de Pazzi.
Eran sus padres Camilo Geri de Pazzi, y María Lorenza Buon de Monti, tan ilustres por su sangre como por su cristiana conducta.
Al abrigo de aquel hogar eminentemente católico comenzó a desarrollarse el azucenado varal de las virtudes que había plantado Dios en el corazón de María Magdalena de Pazzi.
Toda la felicidad de la niña consistía en rezar las oraciones que le había enseñado su piadosa madre. Todos sus deseos cifrábamos en que llegase el día de su primera comunión. Cada vez que su madre comulgaba, acercábase a ella y comenzaba a aspirarla como se aspira una flor. “¿Qué haces, hija mía?” –preguntaba Lorenza.- “Madre, os estoy oliendo…” –replicaba la niña.- “¿Y a qué huelo?” “¡A Jesucristo…!”

 (CONTINUARÁ… pag 483)


(1)   La mayor parte de los santorales españoles escriben Pazzis, tomado sin duda de los Bolandos; pero los hagiógrafos modernos, entre ellos los italianos (y se trata de una Santa italiana), escriben Pazzi, apellido del padre de la Santa.

sábado, 26 de mayo de 2012

SAN FELIPE DE NERI




El Santoral cristiano es como una de esas grandes y hermosas urbes que a cada instante suscita con sus monumentos la admiración del viajero, que llega desde obscura e ignorada aldea.
Acostumbrado a no ver más que el reducido perímetro de su lugar, se asombra ante aquella dilatada red de vías cuyo fin no alcanza, y ante aquellos edificios que rivalizan en suntuosidad.
Así nosotros, que no vemos más que los mezquinos méritos del mundo moral que nos rodea, cuando ingresamos por las arcadas de la gran ciudad donde viven los Santos, no podemos menos de sentir profunda admiración. Y, como se detiene el aldeano ante los robustos sillares de templos y palacios, nos detenemos también frente a los grandes elegidos del Señor, que son imperecederos monumentos de virtud.
Tal sucede con San Felipe de Neri, cuya alma es templo magnífico de refinadas perfecciones que nos asombran y cautivan.
En nuestra excursión por el Santoral cristiano, hoy hemos dado con esta gran figura, y a fe  que el hallazgo merece que nos detengamos por algún tiempo en su contemplación.
Desde la edad de cinco años fue llamado este Santo por sus contemporáneos Felipe el Bueno. ¡Y murió a los ochenta!... Juzgad qué de riquezas no atesoraría un espíritu que se consagra durante todo ese largo espacio de tiempo a practicar exclusivamente el bien. Porque fue esto, y nada más que esto, lo que hizo San Felipe de Neri sobre la tierra. Toda su vida es una continuada ascensión por la montaña de la virtud, sin sacudidas, sin desmayos, sin crisis.
Asno y malvado se llamaba a sí mismo. Dando consejos a una mujer muy combatida por el demonio, le avisaba con estas palabras: -“Cuando sintáis semejantes tentaciones, decid al mal espíritu: Yo te acusaré a aquel asno, a aquel malvado de Felipe.”
Obraba grandes maravillas; pronosticaba importantes acontecimientos, pero nunca pensó que aquellos milagros y aquellas profecías fuesen el premio otorgado por el Señor a sus grandes virtudes, sino que los miraba como un exceso del amor divino que se complacía en distinguirle con tan excelsos favores, para confundirle y hacerle desviar del camino de sus iniquidades.
Nació en Florencia el año 1515, y desde su niñez hizo tan poco caso de la vanidad del mundo, que habiéndose quemado gran parte de la hacienda de su padre, no experimentó el menor sentimiento de tristeza; y dándole en cierta ocasión uno de sus ilustres parientes un papel en donde se hallaban empadronados todos los ascendientes de su familia, lo rasgó sin leerlo. Esto último caracteriza ya suficientemente su humildad, y así no es extraño que cuando su padre le confió a un tío suyo, rico comerciante de Nápoles, el cual destinábale a sucederle en los negocios y a ser el heredero de su fortuna, Felipe rehusase y marchara a Roma a estudiar Teología, y que resistiéndose luego a la alta dignidad del sacerdocio, fuese menester un mandato para decidirle a aceptar el presbiterado.
Padre de las almas y de los cuerpos se le llamaba en Roma a causa de su gran caridad, porque él sostenía a muchas familias vergonzantes, dotaba a doncellas pobres, socorría los establecimientos religiosos, restableció la costumbre casi perdida, de visitar los hospitales, y abrió su casa a cuantos venían a demandarle protección, ayuda, consejos… Así se agruparon alrededor suyo discípulos de tan rara virtud y ciencia como Juan Manzola, Juan Bautista Yodo, Francisco María Taururo, antonio Fucio, Enrique Petra… Y así brotó, sin darse él apenas cuenta, la admirable Congregación del Oratorio, a la que pertenecieron Juan Francisco Bourdin, arzobispo de Aviñón, Alejandro Fidele y el cardenal Baronio, autor de los célebres Anales eclesiásticos.
La Congregación del Oratorio quedó fundada en 1575, siendo confirmada por el Papa Gregorio XIII, que dio a Felipe la iglesia de San Gregorio.
El ilustre hijo de Florencia se negaba a ser jefe de aquella Congregación, y para hacerle aceptar fue preciso una orden absoluta del Papa.
Él quería marchar al desierto, para allí, libremente, solazarse con Dios; pero Dios le manifestó su voluntad por medio de un alma bienaventurada que se apareció al Santo y le dijo: “Felipe, la voluntad de Dios es que vivas en esta ciudad, como si estuvieras en el desierto.” Y Felipe obedeció, y la ciudad de Roma fue para él como un desierto; desierto, según frase de un ilustre escritor, poblado de pecadores, donde, sin turbar su soledad, le rodeaban las multitudes.

(CONTINUARÁ… pag 464)

viernes, 25 de mayo de 2012

SAN GREGORIO VII, PAPA



Los enemigos de la Iglesia han dirigido en todos los tiempos furibundos ataques contra los augustos representantes del Poder de Cristo en la tierra.
Del seno de las logias se han destacado hombres impíos que, enristrando sus envenenadas plumas, han trazado páginas innobles donde se fustigan despiadadamente gloriosas figuras del Pontificado católico.
Uno de los Papas a quien esa crítica sectaria ha fustigado con mayor encarnizamiento, es San Gregorio VII.
¿Por qué? Porque San Gregorio es el brazo viril, robusto, fuerte, que desbarató los indignos manejos de reyes y príncipes, los cuales, haciendo escarnio de los sagrados derechos de la Iglesia, disponían caprichosamente de sus prebendas y beneficios, traficando de una manera descarada con los más altos puestos eclesiásticos, que otorgaban al mejor postor o a individuos de su propia familia, sin preocuparse de sus condiciones morales e intelectuales. San Gregorio se aprestó valerosamente a corregir este abuso incalificable, por el cual quedaba el poder de la Iglesia relajado, constreñido, pisoteado por el poder civil.
He aquí por qué los sistemáticos detractores de nuestros inviolables derechos, aquellos que quisieran ver truncada en todo y para siempre la autoridad papal, arrecian en sus dicterios contra San Gregorio VII, tachándolo de soberbio, intransigente y egoísta.
Nada más lejos de la verdad, nada más injusto y cruel. Para apreciar en toda su grandeza la obra realizada por este Papa glorioso, es preciso retrotraernos al siglo X, echar una ojeada sobre el estado en que se encontraban la Iglesia y la sociedad en aquella época, una de las más lamentables por que ha atravesado Europa, cuya ruina hubiera sido inevitable a no suscitar Dios varones de sólido juicio y austeras costumbres que supieron, con su sabia dirección, imprimir nuevo impulso a las naciones decrépitas, atajando la ambición y la tiranía, dejando a salvo sagrados principios y augustos derechos, y marcando a monarcas insaciables una línea divisoria entre sus tronos y el altar.
Sí: lo que principalmente favoreció el rebajamiento moral, intelectual y social fueron las intrusiones abusivas, desastrosas, tiránicas, del poder civil y laico en los derechos de la Iglesia. Se llegó hasta el punto, como ya hemos dicho, de que los príncipes nombrasen e instituyesen por sí mismos a los abades de los monasterios y a los obispos, sin cuidarse de la autoridad pontificia ni de las leyes eclesiásticas. Cortesano, oficiales, soldados, niños, y a veces compañeros de placer y desenfreno, eran investidos con tan altas dignidades.
Tales abusos solamente podía refrenarlos el supremo Jerarca de la Iglesia; pero esta elevadísima autoridad, hallábase cohibida y paralizada por el poder civil, oprimida indignamente, primero, por los señores italianos; después, por varios emperadores de Alemania.
Pero Dios suscitó un hombre de arrestos y energías suficientes, que iniciase un movimiento contra la ola invasora de aquel desbordado río, volviéndolo a su cauce, al lugar donde sus aguas tan sólo debían ir.

(CONTINUARÁ… pag. 448)

jueves, 24 de mayo de 2012

SANTOS DONACIANO Y ROGACIANO, MÁRTIRES




Así como por todos los sitios que vayamos de la tierra vemos al sol, así en todas las páginas históricas de la Iglesia resplandece el martirio.
No hay un día en el Santoral cristiano en que deje de aparecer la figura de un mártir. La sangre del mártir enrojece todas las hojas de ese libro, que por consignar en su mayor parte historias de hombres abnegados que ofrendaron el licor de sus venas por defender la doctrina de Cristo, ha tomado el característico nombre de Martirologio.
La Religión cristiana es la religión de los cuerpos vencidos y almas triunfantes; ¡de los mártires!, que al caer exánimes sobre la arena del circo o entre las ascuas de la candente hoguera, se remontaban, con el vuelo magnífico de su espíritu inmortal, a las alturas de la gloria, a recibir el premio que en pago de su costoso sacrificio les otorgaba el Criador.
Sí; la Religión cristiana es la única que puede ostentar la gloria de que cada hora de aquellos primeros siglos de opresión, de tiranía y barbarie, se tiñera con la sangre generosa de hombres sublimes, que por ella sufrían gustosos todos los tormentos imaginados por la crueldad pagana.
Y teniendo cada hora, por no decir cada segundo, un mártir, historia de mártires tenemos forzosamente que traer a las páginas de nuestro libro, si queremos ser justos, rindiendo el debido homenaje que merecen estos héroes insignes de la Iglesia.
Hoy nos toca hacer la apología de los ilustres Donaciano y Rogaciano, mártires de Nantes. Quizá su historia no discrepe mucho de la historia de otros campeones de Cristo, que en las páginas de este mismo libro hemos ya registrado; quizá los pormenores de ella ofrecerán grandes puntos de contacto con otras biografías de mártires ilustres.
Donaciano y Rogaciano fueron gentiles, se convirtieron, los denunciaron y murieron por la fe: la historia de muchos santos en aquellos siglos de bárbara persecución. ¡Pero qué!, ¿por ser la misma no merece referirse? Uno mismo es el sol, y, sin embargo, nos es muy grato recibir uno y otro día su luz bienhechora.

Descendían estos dos santos de una de las familias más ilustres de Nantes. Educados en el gentilismo participaban de sus aficiones groseras, gustando sobremanera de asistir a las luchas y espectáculos sangrientos del anfiteatro.

(CONTINUARÁ… pag 437)

miércoles, 23 de mayo de 2012

SAN CRISPÍN DE VITERBO






Pocas historias de santos habrá de tan encantadora sencillez como ésta de San Crispín de Viterbo.
Confesamos que al pasar nuestros ojos sobre los diversos escritos que refieren la vida de este humilde fraile capuchino, experimentamos una agradable sorpresa.
¿Por qué?...
Hay santos que, por un capricho del vulgo, nos hemos acostumbrado a mirar, sin darnos cuenta, con cierta familiaridad, con cierta confianza un si es o no es irrespetuosa.
Tal sucede con San Crispín, quien acaso, por el oficio que desempeñó en la mocedad al lado de un tío suyo, zapatero, provocó esa inconsciente irreverencia cuya precisa definición no acertamos a dar.
Y, sin embargo, contrastando con ese oficio, que, aunque vulgar, no deja de ser muy digno y muy honrado, la vida de San Crispín está llena de poesía y encanto. Y lo está, porque la verdadera poesía es la sencillez, y la historia del humilde hijo de Viterbo jamás se desvía de ella.
Hijo de Ubaldo y Marcia Fioretti, nació en Viterbo, ciudad italiana, el año 1668.
Desde su niñez conoció la pobreza y el trabajo, que fueron las virtudes que practicó con mayor deleite durante toda su vida.
Su familia era una familia de obreros, y él vino a aumentar, con su modesto concurso, los escasos ingresos, trabajando en casa de un tío suyo, zapatero, según acabamos de decir.
No se escuchaba en aquella familia obrera ninguna frase de odio contra el rico, ninguna protesta contra la desigualdad de las clases sociales, cual acontece en los talleres de la industria moderna, donde, sólo se escuchan gritos de rebelión y encono, merced a las predicaciones de oradores exaltados y a la intrusión de esas hojas periódicas que van agotando poco a poco con su aliento envenenando las bellas flores del alma.
No, el hogar de Crispín era un reflejo del hogar de Nazareth. Allí el candoroso niño no vio alrededor suyo más que acciones laudables, y escuchó en vez de palabras airadas, frases de amor y respeto para Dios y los hombres.
La piedad oreaba con su poderoso influjo el ambiente donde dulcemente se deslizaba la niñez de Crispín.
Apenas contaría cinco años, cuando ya su madre lo llevaba a la iglesia, ofreciéndolo a la Santísima Virgen María, con estas fervorosas palabras: “Mira, hijo mío, mira a tu Madre; te consagro a ella para siempre, ámala con todo tu corazón.”
¡Ah!, desde entonces, no tuvo la Virgen un servidor más fiel y más sumiso que Crispín. Difícilmente podrá hallarse un santo que le aventaje en su devoción a la Madre de Dios: ayunaba todos los sábados en honor suyo; invocábala frecuentemente con tiernas frases, cada una de las cuales era un poema de amor; durante la noche, se levantaba meditando sobre los dolores que padeció la Virgen al pie de la Cruz, afligía su delicado cuerpo con rudas disciplinas; cuando los sábados le pagaba su tío, parte del módico jornal lo empleaba en comprar para la Virgen un ramo de flores…; en suma, no desperdiciaba ocasión de demostrar su purísimo afecto a la celestial Señora.
Corazón tan castamente enamorado no era muy propicio ciertamente para vivir entre las turbulencias del mundo, y así, pronto comenzó a sentir en su alma dulces ansias de abrazar la vida religiosa.
Un encuentro feliz, el de los novicios capuchinos que, conducidos por su Padre Maestro, desfilaron ante él un día llenos de recogimiento y fervor, acabó de decidirle; y, gozoso, pidió su ingreso en la seráfica Orden de San Francisco, que por la pobreza y humildad de su regla, tan bien se compaginaba con sus gustos y aficiones.
Era Crispín de escasa estatura, de rostro pálido y flaco, de un exterior débil, que parecía denunciar falta de fuerzas y energías para sobrellevar los rigores de la vida religiosa. El Padre guardián del convento capuchino a donde acudió el joven, no quiso admitirle; pero tanto rogó Crispín, que al fin le franqueó las puertas del asilo religioso, llenando de alegría inmensa su corazón.
Y a fe que no se arrepintió el Padre: aquel joven venía a aumentar las glorias de la Orden capuchina, resucitando las virtudes de San Félix de Cantalicio, que no hacía mucho acababa de morir.
Como San Félix, comenzó Crispín a practicar la humildad: como él, no quiso salir de su estado de hermano lego, considerándose indigno de ejercer la sagrada misión del sacerdocio.

(CONTINUARÁ… pag 424)


martes, 22 de mayo de 2012

SANTA RITA DE CASIA




¡Santa Rita de Casia!... He aquí una Santa que puede mostrarse a los fieles como admirable modelo de virtud en el siglo y en el claustro.
Rita de Casia sólo se propuso observar escrupulosamente su deber, en los diversos estados donde plugo a Dios colocarla para que sirviera de ejemplo a la humanidad.
Rita de Casia atestigua con su conducta, siempre inspirada en los más rectos principios de la moral cristiana y del temor a Dios, que el alma, cuando se lo propone, puede resplandecer en santidad, lo mismo aceptando las cargas y responsabilidades del matrimonio, de los hijos, del hogar, como los rigores y abstinencias de la vida religiosa.
Santa Rita de Casia se nos presenta en todo momento –doncella, casada, viuda o religiosa-, como la mujer digna que calca todos sus propósitos en los santos preceptos de nuestra religión.
Su alma fue siempre un rosal florido que tuvo el raro privilegio de exhalar en todo tiempo suavísimo perfume.
Vedla cuando niña: los juegos, las diversiones, los entretenimientos en que pasan sus inocentes horas las otras compañeras de su edad, a ella no le satisfacen, y busca en la soledad y en la oración aquel santo regocijo espiritual del que sólo gustan las almas exquisitas que escogió Dios para ocupar los más altos sitiales de su gloria. Vedla atravesar los jardines que circundan Rocca-Parena, la poética aldea de una ciudad de Casia que se oculta, como una blanca paloma, en el boscaje de la Umbría, y marchar a los lugares agrestes y solitarios para construir con ramas de árboles, floridos tabernáculos y hornacinas rústicas en donde coloca la tosca imagen de alguna virgen modelada en barro, o la estampa de algún santo milagroso, objeto de sus particulares devociones.
La virtud de la niña Margarita –el nombre de Rita es una contracción hecha por el vulgo del nombre primitivo que le impusieron sus padres-, crece con los años, y cuando llega la santa a su juventud, ya el corazón es delicioso vergel donde florecen las más raras perfecciones.

(CONTINUARÁ… Pag 408)


lunes, 21 de mayo de 2012

SANTA GISELA O ISBERGA, VIRGEN






Las vírgenes del Señor son las blancas azucenas de la humanidad. El perfume de su castidad, nunca extinguido, llega a los Cielos en puras ráfagas, saturando de paso el viciado ambiente de la tierra.
En medio de la general depravación que corroe el espíritu del siglo, cada vez que vemos una de esas almas privilegiadas que, desligándose de los afectos terrenales, sólo piensa en amar a Dios y al prójimo por Dios, sentimos una emoción indefinible…
Donde más se aprecia, por ser difícil conservarla, esa joya de la virginidad, es en las grandes poblaciones, guaridas de todos los vicios y pasiones. En el centro de cada plaza, Satanás, invisible, alienta el fuego de los deseos impuros, y es raro que alguna chispa de sus fogatas no prenda en el corazón de las almas que por allí transitan.
A fuerza de sentir el caluroso vaho de estas hogueras infernales, los espíritus poco a poco se adaptan a ellas, y es menester que el ascua de la impureza les hiera de pleno, para que se den cuenta de que atraviesan junto a un volcán.
Las vírgenes cristianas que en los grandes centros viven sin contagiarse del mal ambiente, tienen a nuestros ojos un mérito extraordinario. Hacer voto de castidad en una ciudad populosa, sin poder esquivar el encuentro de las pasiones indómitas que, a manera de caballos desbocados, corren por la gangrenada urbe, es de un heroísmo insuperable.
Santa Gisela ofreció su corazón a Dios, si no dentro de una sociedad corrompida, pues la corte del rey Pepino, su padre, fue modelo de religiosidad, pero sí respirando un ambiente no muy propicio a favorecer el cumplimiento de estas santas resoluciones.
Nadie ignora los absorbentes fueros que goza esa razón despótica que se llama “razón de Estado”, ante la cual parece ha de sacrificarse todo ideal por noble y levantado que sea, y vencerse toda antipatía y repugnancia, que pugne contra la realización de aquello que la arbitraria razón de Estado invoca. ¡Cuántos mártires, cuántas víctimas ha causado esa razón fría, calculista, egoísta, cruel!...
Gisela, la ilustre hermana de Carlomagno, lo sabía; pero confiando en el poder de Dios, un día, para preservarse de alianzas terrenas que repugnaban a su corazón purísimo, hizo ante San Venancio, austero ermitaño que vivía en el bosque de Wastelán, voto solemne de no tener otro esposo sino al Amado de su alma, Jesucristo.
Era la joven princesa de delicada hermosura; sus cabellos, donde parecía haberse volcado el ánfora del sol, aureolaban las margaritas de su tez, entre las cuales relucían  el destellar suavísimo de los azules ojos y el encendido granate de sus labios. Alta y delgada, y casi siempre vestida con una humilde túnica de lino, cuando se inclinaba para hacer oración, parecía su cuerpo un cáliz de azucena, que iba arqueando el dulce soplo de mañanera brisa…
Con tales encantos, avalorados por su rango, su fortuna, su talento y su bondad, ya adivinaremos que Gisela despertó la codicia de los príncipes más poderosos de la tierra.
Hasta el Oriente llegó su fama, y el emperador pensó en enriquecer la corte de Bizancio, desposando a su hijo el príncipe con la encantadora hija del rey Pepino.
Esta pretensión produjo gran revuelo en el mundo cristiano: los abades, los obispos, y hasta el mismo Papa, escribieron a Pepino aconsejándole que rehusase aquella alianza con la escandalosa y corrompida corte de Bizancio. Si la pura Gisela –decían todos- es llevada a la corte del Bajo Imperio, esto será lo mismo que arrojar una perla a los animales inmundos.
Por fin, Pepino respondió negativamente a la petición del emperador de Constantinopla, y Gisela, libre ya de aquel peligro, pudo derramar lágrimas de ventura al pie de los altares.
Mas su alegría no fue de mucha duración: poco tiempo después, el hijo del rey de Inglaterra pidió también en matrimonio a la hermosa Gisela, quien frente al nuevo peligro oraba sin cesar a Dios: “¡Oh Salvador mío! –decía-, ¿por qué me abandonáis, cuando sabéis que no he escogido a otro esposo que a Vos? ¡Oh, no dejéis a la que no quiere más amor que el vuestro! Os ofrezco mi vida, ¡oh Dios mío!; no permitáis que pierda mi virginidad; velad por vuestra esposa y defendedla del mundo”...

(CONTINUARÁ… pag. 394)

domingo, 20 de mayo de 2012

SAN BERNARDINO DE SENA


María, la excelsa Madre de Dios, ha sido siempre manantial fecundo de inspiraciones para aquellos hombres privilegiados que han sentido revolotear sobre su frente el aleteo inmortal de la belleza…
Los corazones puros, tiernos, sensibles, exquisitos, se han prendado de la Virgen María, lirio de purísima fragancia que eleva su corola celestial por entre todas las virtudes que como flores germinan en el seno de la Iglesia.
Inspirándose en la Virgen de Nazareth, trazó el pintor cuadros inmortales; compuso el músico inefables melodías; cantó el vate suavísimas endechas; revistió su acento de ternura y sus palabras de sublimidad el orador sagrado.
La Madre de Jesús…, desde que éramos niños, atrajo nuestras miradas con la dulcedumbre de sus ojos, con la bondad de sus sonrisas, con lo casto de su expresión.
El rayo de luna plateando las ondas de un lago azul, es infinitamente menos poético que la divina doncella de Nazareth. ¡María!... ¿Qué labios no habrán pronunciado este dulce nombre? ¿Quién no habrá sentido perfumado su corazón con el efluvio que se escapa de él?...

De entre todos los enamorados de María, ninguno quizá más servicial, más rendido, más amante que San Bernardino de Sena.
Como la hiedra al tronco, Bernardino de Sena se prendió al nombre inmaculado de María; como la inquieta mariposa es atraída por el brillo incesante de la luz, Bernardino de Sena corrió hacia el faro de ese nombre luminoso que disipa las tinieblas.
El nombre de María se asocia a los principales acontecimientos que integran la vida de este Santo: así, decía muchas veces: “Yo nací en la festividad del natalicio de Nuestra Señora -8 de septiembre de 1380-; después, en la misma festividad, nací a la vida religiosa, vestí el hábito franciscano, hice profesión de mis tres votos, dije la primera Misa y pronuncié el primer sermón; y espero que por los merecimientos de María, el Señor me llevará a su santa gloria”.
Siempre, desde niño, Bernardino mostró su singular predilección por la Santísima Virgen: en los albores de la juventud, cuando sus compañeros de estudio se mofaban de él porque jamás le habían visto cortejar ninguna hermosura femenina, él decíales con gran entusiasmo: “Pues sabed, amigos, que la dama de mis pensamientos es la mujer más bella que existe en el mundo”. Y al expresarse así, revestía sus palabras de indefinible ternura, y en sus ojos relampagueaba tan dulcísimo fulgor, que los amigos unos a otros se decían: “¿Quién podrá ser la que tan amorosamente ha herido el corazón de Bernardino?...”
Enterada de aquellas manifestaciones una prima suya, Tobía, religiosa, que por su piedad y santidad parecía tener cierto derecho a ejercer sobre Bernardino –huérfano de padre y madre-, solicitud y vigilancia especial, temiendo que las seducciones del mundo maleasen el corazón de Bernardino, le llamó un día, y exponiéndole su temor, le preguntó si era verdad lo que en Sena se decía de sus amores.
El doncel contestó: “Sí; el amor me tiene ya encadenado, y tengo seguridad de que moriré el día que no pueda ver a la que ama mi corazón”.
“- ¿Quién es?-, dijo Tobía.”
- ¡Es –respondió con fervoroso entusiasmo Bernardino-, la mujer más noble y más hermosa entre todas las doncellas del Sena!...”
Al escucharle, Tobía no pudo ya dudar de que el corazón de su primo se hallaba profundamente herido de amor. Resolvió averiguar quién era la que de tal modo había esclavizado el alma de Bernardino. Y un día, sin que él lo advirtiera, le siguió, cuando el Santo atravesaba las tortuosas calles de Sena, hasta llegar a las puertas de la ciudad. Allí se detuvo.
Era Bernardino de señoril aspecto: alto, fornido y elegante; en su despejada frente caían con suma gracia algunos mechones de su rizosa cabellera, mal aprisionada por un terciopelo carmesí ribeteado de largas y nevadas plumas; en sus ojos, pálidamente azules, rielaba la lumbre del astro de su espíritu, como rocío luminar en el cristal de un lago; en sus labios, apenas sombreados por el bozo, florecía una dulce sonrisa…
Tobía le miraba anhelosa pensando en que no habría de tardar la dama por quien suspiraba Bernardino. Pero de pronto su sorpresa fue grande, cuando vio que Bernardino, quitándose el terciopelo de los blancos airones, echando atrás la espada que aprisionaba gallardamente en el cinto, y arqueando sus piernas que enfundaba la estirante malla, se postró de hinojos mientras miraba extasiado la imagen de María esculpida en el frontón que coronaba las puertas de la ciudad…
¡María, la Virgen María, era la dulce amada del joven Bernardino…, la dama de sus castos pensamientos; la mujer, en fin –como él decía-, más noble y más hermosa de todas las mujeres de Sena!...

(CONTINUARÁ… Pag 380)

sábado, 19 de mayo de 2012

SAN PEDRO CELESTINO, PAPA




Ocurre con los santos lo mismo que con los sabios y artistas: sin saber por qué, hay nombres de filósofos o poetas que siendo tanto o más ilustres por sus obras que los de otros colocados en la cima de la fama, permanecen, sin embargo, sumidos en la mayor obscuridad.
Sin saber por qué, hay santos que fueron prodigios de virtud, y que no obstante las diversas circunstancias que en ellos concurrieron para excitar la admiración pública, yacen olvidados, sin que apenas los conozca la multitud.
San Pedro Celestino es del número de ellos. Y nuestra extrañeza por este olvido es tanto mayor, cuanto estudiando su vida vemos que se diferencia notablemente de las demás; que se caracteriza por hechos singulares, brillantes, únicos, capaces de provocar la universal atención.
Lo que este Santo hizo no lo ha hecho ningún otro; a ningún otro acontece lo que le acontece a él.
Todos los santos han sido humildes, caritativos, mortificados, generosos…; pero entre todos ellos no encontramos uno en la historia que de simple religioso y solitario fuese súbitamente elevado a la cátedra de San Pedro, y lo que es más sorprendente, que puesto en la cátedra de San Pedro abdicase por su propia voluntad, sin que nadie se lo disputara, el solio pontificio.
Y, a pesar de ello, Pedro Celestino, el Fénix de la Iglesia, es muy poco conocido del mundo católico.
No parece, como dice un ilustre escritor-, que aquel afán que por huir de la gloria caracterizó toda la vida de San Pedro Celestino, haya inflamado también, en lo que a la humana gloria se refiere, para restarle, aun después de su muerte, la admiración universal.
Porque la humildad fue la perfección que este Santo persiguió durante toda su vida. Y en verdad que rayó en ella tan alto, que creemos no hay varón apostólico, por eximia que sea su santidad, que en la esfera de lo humilde logre superarle.
Imaginaos que le veis con la mirada del espíritu, allá, en su áspera soledad de Morrón; soledad adonde siendo muy joven se retiró para hacer penitencia, abandonando su lugar de Isernia, la aldea de la provincia italiana de los Abruzzos, donde sus ojos se habían abierto a la primera luz.
Imaginad que le veis con su hábito de burda estameña, con sus sandalias de grosero esparto, teniendo por habitación una estrecha cueva, por cama el duro suelo, por alimento amargas raíces…
Este solitario es sacerdote –a ruegos de varios amigos suyos se ordenó en el monasterio de Santa María de Piésoli-, pero es tan humilde, que ya se muestra arrepentido de poseer aquella dignidad, y, aunque al decir Misa siente mucho gusto y devoción, sin embargo, considerando por una parte la alteza de aquél soberano misterio, y por otra su grande indignidad, rehusa ofrecer el Santo Sacrificio;  y para que diga Misa es necesario que una voz divina, cuando el Santo decía en sueño que no era digno de ofrecer el sublime Sacrificio, diga a Pedro: “¿Quién es verdaderamente digno? Sacrifica, a pesar de tu indignidad”.
¿Os vais ya dando cuenta de su humildad profunda? ¿No sorprendéis toda la elocuencia, toda la sublimidad de ese rasgo?...
La Misa, el ofrecer a Dios con manos temblorosas la Hostia, la víctima sacrosanta, ese momento que constituye la mayor dicha del sacerdote piadoso, momento que arrebataba en dulce éxtasis a los más grandes santos de la Iglesia, Pedro Celestino no lo quería vivir. Su humildad parecía levantarle una barrera ante el Altar.
¡Su humildad!... Sí, el Santo, envuelto con ella quería permanecer siempre obscuro, retirado, ignorado de todos los hombres, a solas con su alma, que siendo tan hermosa, a él se le antojaba de mísera condición. Pero Dios no quiso complacerle, y las voces sobre su santidad empezaron a cundir como un murmullo y aumentaron hasta ser un trueno.
En vano el Santo, para evitar la admiración de los hombres, corre desde su desierto de Morrón al de Magella, y desde su desierto de Magella al Morrón: los hombres le siguen, y a la súplica de muchos que querían proseguir bajo sus órdenes la senda de la vida perfecta, Pedro no tiene más remedio que acceder, admitiéndoles en su compañía, y dando principio así a la Congregación de los Celestinos, que tan notoria importancia adquirió en los siglos posteriores.

(CONTINUARÁ… Pag. 353)

viernes, 18 de mayo de 2012

SAN FÉLIX DE CANTALICIO




Pedro Trigocio, famoso teólogo capuchino, comentador de San Buenaventura, refiriéndose a San Félix de Cantalicio, exclama: “¿Qué hacemos nosotros con todos nuestros libros? Hagámonos ignorantes, ya que un religioso sencillo e indocto, es de Dios y de los hombres honrado”.
Estas palabras parecen compendiar en sí toda la vida del gran Santo, cuya festividad conmemoramos hoy.
Félix de Cantalicio, el capuchino ilustre, no sabía nada y lo sabía todo: nulo para las ciencias humanas; inteligente, despierto, vivo, para la ciencia del espíritu, para el problema final que descifra todas las incógnitas.
No sabía hablar, conmoviendo, levantando el alma de las muchedumbres, a manera de Crisóstomo; no sabía desentrañar el fondo de las cuestiones arduas, con aquella admirable clarividencia de un San Agustín o un Santo tomás; ni aun escribir, ni aun leer…
Toda su niñez, toda su juventud, hasta los treinta años, vivió en el campo, falto de instrucción, de educación, dedicado no más que al cultivo de la labranza y a la vigilancia del ganado. Cantalicio, aldehuela humilde escondida al pie de los montes Apeninos como una blanca paloma durmiendo en la abertura de rocosa oquedad, fue su cuna. Y allí, entre labriegos rústicos y pastores ignorantes, se deslizó la mitad de su vida. ¡Ah!... Pero Félix de Cantalicio, a pesar de carecer de toda instrucción, de no escribir, de no leer… ¡fue sabio, porque poseyó, porque dominó la ciencia de la virtud!...
¡La ciencia de la virtud!... Sin ella –lo dijimos otras veces, y por mucho que se repita nunca está de más-, nada hubieran alcanzado, no obstante sus grandes conocimientos, los genios famosos de los santos que acabamos de nombrar. ¿De qué hubieran servido la elocuencia del Crisóstomo, y la elegancia de San Agustín, y la profundidad del doctor aquinatense, si no hubieran dominado la virtud?... ¿Qué importan las ventajas, los beneficios materiales que reporten a la sociedad esta o aquella civilización, si se abandonan las prácticas del bien, sin el cual jamás podrá el espíritu del hombre ascender a la cima sagrada donde, sobre solidísimos cimientos, asiéntase el alcázar glorioso de la verdadera felicidad?...
Bendecimos, sí, los adelantos de la Civilización, los avances de la Cultura, del Progreso, siempre que a esa cultura y a ese progreso, vayan íntimamente ligados el Bien y la Virtud, la esperanza en Dios y el amor a los hombres. Pero cuando consideramos que por seguir lo que muchas veces son espejuelos de civilización, nos olvidamos de lo que únicamente es verdadero, positivo, práctico, de ese Dios, fuente de todas las dichas, y de esa virtud, camino para llegar a poseerlas, la amargura se apodera de nuestro corazón.
¡Cuántos sabios, por adquirir todas las ciencias, se olvidan de adquirir la más importante de ellas, la de la virtud, que es también la ciencia de la eterna salvación!...
¡Y cuántos que son rudos e ignorantes, sin saber leer, como San Félix de Cantalicio, serán más sabios que muchos genios consagrados por el mundo, pues lograron, en medio de su rusticidad y simpleza, lo que éstos, con toda su sabiduría, no supieron alcanzar!
¿Qué representan los conocimientos todos de la tierra, ante la ciencia superior del Cielo? ¡Saberlo todo, aun lo menos necesario, e ignorar, sin embargo, lo imprescindible para nuestra dicha y contento!...
Es preferible desconocerlo todo, y saber sólo una cosa: ¡practicar la virtud, que nos remonta a Dios!...
¡Ah! ¿Quién será en rigor de verdad sabio o necio ante Dios?...

(CONTINUARÁ… Pag 338)

jueves, 17 de mayo de 2012

SAN PASCUAL BAILÓN




La presencia real de Jesucristo en el augusto Sacramento del altar; este misterio del insaciable amor divino a la humanidad, amor que comienza en la creación del hombre, y continúa en la Encarnación del Verbo, y se prolonga en la constitución del cuerpo místico de la Iglesia, y se compendia, en fin, en la inefable Eucaristía, fue el blanco, el ideal, el summum de todas las ternuras, de todos los afectos, de San Pascual Bailón.
El humilde pastor de Torre-Hermosa, pequeña aldea del reino de Aragón, en donde vio la primera luz nuestro Santo, el 17 de Mayo de 1540; aquel joven obscuro, ignorado, modesto, que pasaba sus días guardando el rebaño; aquel mozo rudo, ineducado, ignorante, que desconocía los elementos más rudimentarios de instrucción, que ni aun sabía leer…, no ignoraba, sin embargo, la ciencia del espíritu en su más elevada concepción, y adivinaba en el augusto Sacramento del altar, la obra más grande, más sublime, más perfecta que hizo Dios.
Sí: aquel pastorcillo, en la soledad de los campos, frente al sublime espectáculo de la naturaleza, comprendía que todo el poder desplegado por Dios para exhornar con vistosas flores el prado y con luminosos puntos el firmamento; toda la sabiduría desarrollada al infundir perfumes a las plantas y resplandor a los astros; toda esa amorosa solicitud con que la Divina Providencia atiende nuestras necesidades, fecundando la tierra, habitación del hombre…, palidecían ante el poder, ante la sabiduría y ante el amor del Augustísimo Sacramento del Altar.
Es este el último esfuerzo de Dios para manifestar su grandeza a todos los hombres.
Dios, en la Eucaristía, se comunica a todos, se manifiesta a todos, desde el Norte al Mediodía, desde el ocaso a la aurora, bajo los mismos velos misteriosos, en el prodigio permanente de un pedazo de pan.
El drama del Calvario se renueva incruentamente en el santo sacrificio de la Misa, pero con todos los méritos de la Pasión, de la agonía, de la muerte de Jesús; la misma sangre corre bajo las apariencias de un vino misterioso…, corre y correrá hasta la consumación de los siglos.
Y el amor divino llega a su culmen: Cristo, no satisfecho con morar entre nosotros por su presencia y regenerarnos por su sacrificio, llega hasta esconderse bajo una débil envoltura, sirviéndonos de alimento: se une a nuestra alma, se incorpora a la substancia de nuestro cuerpo, penetra en nuestras fibras, en nuestras venas, y por esta unión tan maravillosa, por esta incorporación que puede renovarse todos los días, nos cambia, nos transforma, nos diviniza, nos hace por un momento semejantes a Él, con aquella perfecta conformidad que el amor reclama.
San Juan Crisóstomo ha dicho: “De igual manera que el cuerpo de Jesucristo está unido al Verbo, así nosotros por la Eucaristía nos unimos a la santa humanidad del Salvador.”
Y San Gregorio no es menos explícito: “El Salvador –dice-, se mezcla con nosotros y nos pone en comunicación con su divinidad.”
El apóstol San Pablo representa a Dios en el centro del mundo ejerciendo la dominación universal, y a su derecha coloca la santa humanidad de Cristo sometida al Padre, pero prolongada en las humanas generaciones, teniendo sus raíces en cada una de nosotros: Vos estis corpus Christi et membra de membro.
De modo –dice un ilustre escritor-, que si Dios por exceso de su amor tiene deseo continuo de salir de sí mismo para hacer el bien, el hombre por exceso de su miseria y debilidad, necesita ir en busca de Dios y apoyarse en él. De aquí la conveniencia para Dios de continuar en la Eucaristía el misterio de su Encarnación, y la conveniencia para el hombre de llegarse a la Sagrada Eucaristía, donde hallará su fuerza, su vigor, su manjar, su vida, la suma, en fin, de todas sus perfecciones.
Y esto hizo, en el mundo primero, y en el claustro después, el hombre ilustre cuya memoria hoy conmemora la Iglesia: San Pascual Bailón.
En la Eucaristía, que es como el término en que Dios y el hombre se encuentran en el camino de la vida; en la Eucaristía, fuente de misericordia, abismo de bondades, expresión sublime de la caridad, sustentáculo de la verdad absoluta, halló todas sus complacencias nuestro glorioso compatricio. Semejante a los ángeles en la pureza, ángel en carne, como le apellidó un escritor del siglo XVI, parecía que su espíritu desprendido de los lazos del cuerpo vivía siempre en la presencia del Sumo Bien. Aquella fe tan robusta, tan firme, tan pura, tan sublime que manifestaba Pascual hacia el augusto misterio, a nada era comparable. Su alma se derretía como blanda cera a impulsos del fuego del amor divino; todo su ser parecía abismarse en el insondable piélago de lo infinito, cuando oraba ante Jesús Sacramentado.

(CONTINUARÁ… Pag 326)

miércoles, 16 de mayo de 2012

SAN JUAN NEPOMUCENO




“La confesión es el gran freno contra el crimen inveterado, y no puede idearse una institución más sabia. La mayoría de los hombres, al caer en la culpa, sienten remordimientos, y los legisladores, al establecer expiaciones, se han propuesto evitar la desesperación de los culpables”. Así hablaba Voltaire, el cínico Voltaire, enemigo del catolicismo.
Y Rousseau se expresaba en los términos siguientes: “La confesión induce al perdón de los corazones ulcerados, y obliga a los usurpadores a restituir lo hurtado. ¡Cuántas reparaciones provoca la confesión entre los católicos! La humilde confesión es el gran antídoto contra el orgullo.”
Ved como la misma incredulidad se rinde a proclamar los beneficios que reporta al alma la confesión. Beneficios, sí, pese a los cargos e injurias que sobre el Santo Tribunal de la Penitencia y sus celosos ministros han hecho los soberbios y despreocupados del mundo.
¿Qué alivio no experimenta el hombre cuando confía en otro que le merece confianza, sus dudas, sus recelos, sus temores, sus penas o sus caídas? ¿Qué tranquilidad no baña su corazón atribulado si escucha la voz del amigo sincero, del hermano cariñoso, que con noble desinterés, en medio de la lucha que atormenta el alma del confidente, le reprende, le aconseja y le da saludables avisos para el porvenir?...
Pues alivio y tranquilidad mayores proporciona el alma la confesión hecha ante un ministro del Altar, facultado por dios para escucharnos en nuestras tribulaciones, y para perdonar nuestras faltas, nuestros yerros y pecados en nombre de ese mismo Dios.
El hombre, por naturaleza, más que en sus alegrías, necesita en sus desgracias comunicarse, expansionarse con otro ser.
El doctor Guillois dice que en los misterios de Baco y Adonis había sacerdotes encargados de prestar oído a las confidencias que les quisieran hacer los hombres. Plutarco nos presenta a Marco-Aurelio y al general lacedemonio, Lisandro, confesándose con el Hierofante. En Samotracia precedía a los sacrificios expiatorios la confesión hecha al koec o purificador. Los lamas, en el Tibet, póstranse cuatro veces al mes, el 14, 15, 29 y 30 de la luna, para oír la explicación de su regla, confesándose antes con el Gran Lama. Médicos de las almas llaman en la isla de Ceilán a los gonos o ministros de su religión. Los Magos en Persia divídanse en cinco clases, una de las cuales está destinada a oír las confesiones. Y así podríamos seguir citando nombres de falsas sectas, donde más o menos desfigurada practicábase esta comunicación confesional para corregir sus defectos y enmendar sus faltas.
Platón, príncipe de la filosofía griega, aconseja en sus Gorgias: “Si has cometido la injusticia, declara al juez tu falta, no sea que arraigándose el mal en tu alma engendre la corrupción”.
Y Séneca, dice en su epístola 63: “Por no confesar el vicio, estáis apegados a él. La confesión es señal de curación.”
Pero estas confesiones, estas declaraciones que formaban parte de los antiguos ritos paganos, no revestían el sagrado carácter que ostenta el Sacramento de la confesión establecida en el rito católico, práctica de institución divina, uno de los siete sacramentos fundamentales de la Iglesia instituida por Jesucristo.
No es verdad lo que el protestantismo afirma: es falso de toda falsedad que esta práctica no esté fundada ni en la Sagrada Escritura ni en la tradición de los primeros siglos.
Jesucristo, según leemos en los Evangelios de San Mateo y San Juan, respectivamente, dijo a sus Apóstoles: “Todo lo que atarais o desatarais sobre la tierra será atado o desatado en el cielo”. “Recibid el Espíritu Santo; a los que perdonaseis los pecados les serán perdonados, y retenidos a los que los retuvieseis”.
Los Apóstoles, no podían hacer uso legítimo de este poder, a menos que no conociesen los pecados que debían retener o remitir; y el medio natural de conocerlos no era otro que el de la confesión.
Y, en efecto, por las Actas de los Apóstoles sabemos que muchos fieles venían en busca de San Pablo para que los confesase.
Y si queremos testimonios de que en los primitivos tiempos de la Iglesia ya estaba en todo su vigor la confesión auricular, San Clemente, del siglo I, en una de sus Epístolas dice: “Convirtámonos, porque cuando hayamos salido de este mundo no podremos ya confesarnos ni hacer penitencia.”. San Ireneo, del siglo II, cuenta que Cerdón volviendo muchas veces a la Iglesia y haciendo su confesión continuó viviendo en una alternativa de confesiones y recaídas en sus errores.
En el siglo III la Iglesia condenó a los montanistas, y después a los novicianos, que le negaban el poder de absolver los grandes delitos.
Lactancia dice que la confesión de los pecados, seguida de la satisfacción, es la circuncisión del corazón que Dios nos ha mandado por los profetas.
Y así continuaríamos citando textos, que prueban la falsedad de lo defendido por los protestantes, a saber: que no hay ningún vestigio de confesión sacramental en los tres primeros siglos de la Iglesia.
Daillé, escritor protestante, dijo que en los textos que alegamos de la Escritura y de los Santos Padres, no se trata de la confesión auricular ni de la absolución, sino de una declaración que los fieles se hacían unos a otros por humildad.
Para rebatir esta afirmación peregrina, basta, entre otras mil autoridades, recordar estas palabras de Orígenes: “Ved –dice-, lo que enseña la divina Escritura, que no se deben ocultar interiormente los pecados. Porque del mismo modo que aquellos cuyo estómago se halla pesadamente sobrecargado con un alimento indigesto, si lo expelen se alivian al instante, igualmente el pecado que oculta y retiene en sí mismo sus culpas, se halla interiormente oprimido como por el humor y la flema del pecado. Pero cuando llega a ser su propio acusador que denuncia y confiesa su estado, arroja al momento con el pecado la causa de su enfermedad interior. Sed circunspectos; examinad, ved al que debéis confesar vuestro pecado; conoced de antemano el médico a quien debéis exponer vuestra debilidad, que sabe, por compasión y sentimiento, ser enfermo con los enfermos y llorar con los que lloran”.
Y en la Homilía 17, expone: “Si descubrimos nuestros pecados no sólo a Dios, sino a los que pueden poner remedio a nuestras llagas y a nuestras iniquidades, nuestros pecados serán borrados por el que dijo: “He disipado vuestras iniquidades como una nube y vuestros pecados como una sombra.”

(CONTINUARÁ… Pag. 305)

martes, 15 de mayo de 2012

SAN ISIDRO




“Ganarás el pan con el sudor de tu frente.” He aquí la ley del trabajo impuesta por Dios a la humanidad.
Nadie puede eximirse de ella: en una u otra forma, bajo este o aquél aspecto, todos rinden homenaje al trabajo, fuente de la vida material y de la bienandanza y prosperidad de los pueblos. Será más o menos copioso el sudor que se vierta humedeciendo nuestros rostros, según el trabajo que se practique; pero todos, desde el príncipe hasta el último vasallo, aportan su tributo a esa inexorable ley, por la cual viven y se acrecientan las sociedades.
El monarca, preocupándose desde las alturas de su trono, de las necesidades del pueblo que Dios confió a su cuidado; el sabio, estudiando en su laboratorio los grandes misterios de la naturaleza; el soldado, oponiendo la fuerza de sus armas a posibles asaltos enemigos; el jurisconsulto, restableciendo la equidad en perturbados derechos; el sacerdote, curando las almas; el médico, sanando los cuerpos; el filósofo, escudriñando hondos arcanos; el artista, deleitando y conmoviendo a la multitud; el industrial, fomentando con el intercambio de sus productos las relaciones entre lejanos pueblos; el obrero, suministrando los artefactos necesarios que decoren nuestro hogar; el labrador, abriendo los alimenticios surcos de la tierra…, todos, sin excepción, laboran, trabajan, exprimen de su pensamiento o de sus manos una gota de su ardoroso jugo…
¿Quién se halla exento del trabajo? No creáis que los poderosos, aquellos que atraviesan deslumbrando con sus riquezas al mundo, dejan de pagar el indispensable tributo porque tengan asegurado el pan nuestro de cada día. ¿Acaso el pan lo constituye sólo la porción alimenticia que nutre nuestro cuerpo? ¿Es que no hay hambre de justicia, de gloria, de dominio, de poder, de amor?... ¿Es que todo se circunscribe en la vida a las prosaicas necesidades del cuerpo? ¿No tenemos alma?... ¿Y todas las necesidades del ama pueden satisfacerse con el oro?...
Pero atengámonos al trabajo, en su estricto sentido, tal como lo consideraba el mundo en sus primeros tiempos: aquella labor ruda, áspera, grosera –según el sentir de los antiguos-, donde todo se confiaba al vigor y energía de los brazos: el trabajo manual, en una palabra.
Los pueblos paganos, desconocedores del verdadero Dios, y, por consiguiente, de su santa Ley, sentían verdadero horror por el trabajo corporal. Los helenos, los egipcios, los tracios, los escitas, los persas…, tenían al obrero manual por el último de los ciudadanos.
Sin remontarnos a tan lejanas comarcas, podemos encontrar iguales muestras de desprecio y aversión al trabajo en más cercanos pueblos de Europa. Tácito refiere que entre los pueblos que habitan las orillas del Rhin, se consideró como rebajamiento e indignidad ganarse la vida trabajando. César, en su comentario de la guerra de las Galias, nos muestra en diferentes ocasiones el menosprecio con que miraban los galos todo género de trabajo, aun el agrícola. Lusitanos y cántabros, dice Justino, dejaban las ocupaciones penosas, encomendando el trabajo de las tierras a las mujeres y los esclavos. Cicerón, en su obra De officiis, condena brutalmente el trabajo, no sustrayéndose a su menosprecio los obreros que soportan terribles labores en beneficio de la sociedad. Jamás, dice, puede salir nada noble de una tienda o de un taller. Y Séneca exclama: “Es vulgar el arte de los obreros que trabajan con sus manos: procura las cosas necesarias para la vida, pero no tiene honor ni apariencias de honradez. El trabajo pertenece a los más viles esclavos. La sabiduría habita más elevados lugares: no forma las manos para el trabajo, ni fabrica instrumentos para los usos de la vida.”
Así podríamos seguir citando textos que patentizaran el horror con que la antigüedad miraba la santa ley del trabajo. El ejército de los trabajadores se componía, pues, casi únicamente, de la multitud innumerable de los esclavos. Cierto que algunos hombres libres, para subvenir a las muchas necesidades de sus numerosas familias, se contrataban como obreros en el taller. Pero al contratarse se equiparaban con los míseros hombres víctimas de la esclavitud. Tan sólo diferenciábamos de ellos el salario que recibían, salario que, según Cicerón, no excedía de doce ases, o sea ochenta céntimos por día; precio que tenía algo de humillante, y que los antiguos no vacilaban en estrigmatizarla con estas palabras: Auctoramentum servitutis.
¡Situación degradada la del trabajador en el mundo antiguo! ¡Ah! Era preciso que el trabajo, orden sublime de Dios, fuese acatado, reverenciado igualmente por todos los hombres.
(CONTINUARÁ… Pag 280)