Hemos llegado al fin de Mayo, al día poético
que, como penacho de blancas azucenas en oloroso ramillete, cierra este mes de
devociones marianas.
¡El mes de Mayo!... ¡El mes de las flores!...
El mundo cristiano no podía elegir, en todo el año, otra época más adecuada
para honrar a la Madre de Dios.
En este mes dichoso, la naturaleza, por obra y
gracia del Señor, se reviste con sus mejores galas. Todo en ella es luz, color,
exuberancia, vida… Nuestros corazones, en presencia de tan magnífico espectáculo,
saltan llenos de regocijo, y hay momentos en que, olvidando nuestros desengaños
y dolores, bebemos en este ambiente de primaverales esperanzas, la sabrosa
alegría de sus horas de sol, que vinieron a sustituir las noches tristes del
helado invierno…
Al llegar, la Primavera comunica a todos los
corazones robustez y energía, entusiasmo, inspiración. Todos tienen para ella
una frase de bienvenida cordial, porque para todos trae en su amante regazo las
delicadezas de un tierno obsequio: mariposas de alas brillantes para el niño
inquieto que comienza a revolotear en la vida; hebras de sol benéfico para el
triste anciano que, al peso de sus años se va inclinando hacia el sepulcro;
bonanzas que al marino aseguran una feliz travesía; horas apacibles que
permiten al labrador de los campos verter sudores copiosos sobre la tierra; a
los poetas, el rumor de la fuente que ya quebranta sus hielos, el piar de la
golondrina que ya vuelve a su lar antiguo, el arrobo místico de la naturaleza
cuando viene el día…
(CONTINUARÁ… pag 547)
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