Los que combaten al catolicismo tachándolo de enervador del alma, de
formar espíritus encogidos, apocados, pusilánimes, cobardes, deberían recordar
que en el catolicismo se formaron las grandes mujeres, las grandes salvadoras
de pueblos, que no retrocedieron en la hora del peligro, luchando valerosas por
el triunfo de la verdad y la justicia. Juana de Arco, la capitana ilustre se
puso al frente de un ejército; e Isabel la Católica, nuestra insigne soberana,
realizó, a despecho del moro, nuestra unidad nacional.
La mujer, de suyo tímida e irresoluta, se decide, cuando la inflama el
amor de Jesucristo, a afrontar todos los riesgos, a acometer todas las empresas
nobles que puedan redundar en honra de Dios y provecho del prójimo. La célebre
Virgen de Sena, la gloriosa Catalina, es prueba bien elocuente de que la
profesión del catolicismo, lejos de disminuir, aumenta las energías
espirituales imprimiéndonos una santa audacia, una inquebrantable resolución
para emprender hazañas al parecer insuperables…
¡Las mujeres cristianas!... ¡Las vírgenes, las madres, las esposas y
las viudas cristianas!... Estas heroínas de nuestra fe, son el modelo de la
mujer perfecta, de que habla la Sagrada Escritura. No la busquemos en el
paganismo. Semiramis y Cleopatra, tan preconizadas por los poetas decadentes,
fueron grandes reinas, sí, pero hundidas en el légamo de sus repugnantes
vicios.
En cambio, las femeniles celebridades católicas lo reúnen todo: ciencia,
valor y virtud. Esta virtud nimba todas sus empresas, todas sus demandas.
Dentro de la virtud se agitan, envueltas por la virtud pasan a través de las
sociedades. La virtud es el estuche precioso que guarda las perlas de sus
grandezas.
¡Y qué grande y de cuánta trascendencia es el ejemplo de una mujer
virtuosa!... La existencia del hogar radica en la virtud de la mujer. De la
mujer depende que el hogar sea tabernáculo santo o infamante cubículo.
Y los hogares son viveros de familias, y las familias inician las
tribus, y las tribus forman las patrias, y las patrias constituyen el mundo…
La bella mitad del género humano, si quisiera, podría regenerar al
mundo… Pero son pocas las que, como Genoveva o Catalina, se dedican a esa noble
misión. Se objetará: “No todas tienen el talento y la fortaleza de aquellas dos
grandes mujeres”. Cierto; pero todas tienen en su alma un germen de virtud que
puede transformarse en árbol gigante que cubra con su sombra benéfica muchos
corazones.
El feminismo, ese afán que caracteriza a muchas mujeres modernas por
conquistar derechos y prerrogativas reservados exclusivamente a los hombres, consumiendo
energías en una campaña infructífera, en una labor estéril que nada o muy poco
habrá de reportar, debiera ser sustituido por el ansia de volver a la mujer
muchas virtudes perdidas, muchas de esas bellezas morales que constituyen el
principal encanto femenil.
Si el feminismo es tener votos, ostentar la representación de un
distrito o lucir la medalla municipal, es nuevo el feminismo. Pero si es
interesarse por el bien de los ciudadanos, trabajar por la religión y por la
patria, el feminismo ha existido siempre… La mujer debe siempre aparecer
abnegada, desinteresada, generosa, desprendida…
Jamás se movieron por el lucro Santa Genoveva, Santa Teresa, Santa Catalina…
¡Santa Catalina! Hoy celebra la Iglesia su festividad, y es justo que la
consagremos algunas líneas. Mujeres como éstas son faros lucientes, antorchas fúlgidas
que nos alumbran a todos. Los hombres, viendo sus grandes arrestos, pueden
aprender a sacudir censurables apatías…
La vida de Santa Catalina se halla compendiada en un cuadro de Fray
Bartolomeo, marcado en la galería del Louvre con el número 1008: la santísima
Virgen en un trono real, sostiene a su divino Hijo, el cual regala a Santa
Catalina de Sena, que ante Él se arrodilla, el anillo de los esponsales. En el
fondo, Santo Domingo y San Francisco de Asís, se abrazan, como dando ejemplo de
unión, de paz y caridad que deben animar a las diversas familias cristianas y
monásticas. El rey David canta al son de su arpa, y San Pedro, el Príncipe de
los apóstoles, se adelanta y señala con su mano a la mujer fuerte que va a
combatir por la Iglesia y a libertar el Papado.
Efectivamente, Catalina fue la casta esposa de Jesucristo, de quien
mereció el anillo nupcial, y fue incansable trabajadora que dedicó todos sus esfuerzos
a empujar y llevar a puerto seguro la nave de la Iglesia, librándola de los
muchos escollos del procelso mar de aquel siglo XIV, tan combatido por la herejía
y el cisma.
La Orden de Santo Domingo fue el vaso escogido por Catalina para
guardar las flores de sus virtudes; mas éstas crecieron, se expansionaron y, no
pudiendo el vaso contener tan abundante profusión, las flores se desparramaron
por el mundo llenándolo de suavísimos perfumes… Es decir, que la acción de
Catalina no se circunscribió al claustro: una mujer de sus méritos
necesariamente tenía que desarrollar aquella acción sobre la tierra. La tierra
se halló inundada de sus beneficios. Lo que Teresa de Jesús fue en España,
respecto de la Orden del Carmelo, esto fue Catalina de Sena en Italia, en lo
que concierne a la Orden dominicana, que con el talento y acometividad de
aquella mujer sublime adquirió gran desarrollo de brillantez. Fundó muchos
monasterios, y en los diversos viajes apostólicos que realizó por el ducado de Toscaza,
atrajo con sus palabras al seno de la religión católica muchas almas que vivían
aherrojadas en los abismos del error y de la culpa.
Su caridad era inagotable, y ¡heroicamente hermosa! Un rasgo: Encuéntrase
cierto día por el camino un pobre que, vivo y altanero, pídele limosna. “¡Ay,
hermano! –dícele la santa-, no llevó ni un maravedí”. Insiste el pobre: “Pues
este mandato algo valdrá, ¿por qué no me lo dáis?” “No me acordaba, tenéis razón”,
respondió Catalina. Y le entrega el manto. Los religiosos que la acompañan,
reconvienen su caridad indiscreta. Entonces la Santa, verdaderamente inspirada,
contesta sublime: “Prefiero que me hallen sin manto, sin hábito, antes que me
encuentren sin la caridad.”
Otro rasgo: Cuidaba a una enferma repugnante, leprosa, hedionda… Esta
enferma, era no más que úlceras, llagas, podredumbre… El ánimo más esforzado,
el espíritu más ardiente y valientemente caritativo desfallecía de repugnancia
y asco a presencia de aquel objeto humano pestilencial… Catalina sufría cada
vez que disponíase a curarla. Pero al fin domó la rebelión de la naturaleza
mediante un acto apenas creíble y cuyo solo relato hace estremecer. Así:
sintiendo un día mayor repugnancia que de ordinario, tuvo el valor de recoger
en un vaso el agua que acaba de servir para lavar una úlcera, y exclamó
decidida: “Por Dios vivo, vas a beber lo que tanto horror te causa”. Y como si
fuera un preciado licor, lo apuró de un solo trago. Al leer esto nuestra
pusilanimidad se horroriza. El mismo demonio, dicen los viejos cronistas al
referir estos hechos, debió quedar espantado.
¿Y qué decir de su gran talento? Algunos escritores sagrados suponen,
con harto fundamento, que Dios concedió a esta hija del pueblo, que no había
estudiado, una ciencia infusa superior a la de los más célebres teólogos. ¿Ignoráis
que Santa Catalina es la patrona de los estudios en muchos colegios y
universidades? ¿Nunca oísteis hablar de su cátedra teológica, de su famosa
escuela místíca? Esta escuela, formada de sacerdotes, de monjes, de caballeros
y de mujeres jóvenes, todos adictos, fieles, dedicados a la palabra de la Santa,
es un hecho único en la historia de la Iglesia.
Nada era tan necesario –dice un ilustre escritor-, como una escuela de
teología en el siglo XIV, época en que los métodos usados en las escuelas tendían
a disecar los espíritus y esterilizar los ingenios.
Discípulos de Santa Catalina fueron el Padre Raimundo de Capua, hombre
eminente, mezclado en muchos acontecimientos de su siglo; el Padre Tomás y el
Padre Bartolomeo, ilustres dominicos; Esteban Macconi; Andrés Van, distinguido
pintor que debió hallar al lado de Santa Catalina, tan bellas como dulces
inspiraciones, y las bienaventuradas mujeres Florentina Juana Pazzi, Juana di
Capo, Cecca, Olessa…, y otras muchas.
Todos ellos escuchaban la autorizada voz de aquella mujer admirable,
que ha quedado en las páginas de las historias eclesiástica y profana como
dechado de santidad y portento de sabiduría. Los favores que recibió del cielo,
sus visiones, sus éxtasis, sus milagros, sus profecías; aquella impresión de
las llagas de Cristo, aquel continuo alimentarse con el eucarístico manjar,
prueban de cuán subidos quilates debía ser el oro de su perfección, cuando así
merecía ser galardonada en la tierra por el Poder divino. Y sus explicaciones
teológicas, su profundo al par que tierno Diálogo,
sus cartas numerosas a pontífices y obispos, superiores de Ordenes religiosas,
príncipes, capitanes y estadistas, corroboran a la posteridad la fama de su
gran talento. Así se explica que ella como un haz de rayos luminosos, disipase
las sombras de aquella época triste y dolorosa porque en 1374 pasó la República
de Sena; que juntase los ánimos hondamente divididos por las revoluciones
interiores, que les restituyese pasadas energías, que abatiese los rigores de
la fuerza opresora, bárbara, brutal… Así se explica que Catalina fuese el ángel
de paz entre la toscaza y el augusto representante de Cristo, cuando Gregorio
IX, justamente indignado por la sublevación de los florentinos contra los
legados y oficiales de su pontificia autoridad, lanzó contra ellos las
formidables censuras de la excomunión. Así se explica que sobre aquel Pontífice
ejerciera tan decisiva influencia, obligándole a trasladarse de Aviñón a Roma;
que fuese para el Papado lo que Juana de Arco fue para la monarquía francesa, ángel
protector… Así se explica que Urbano VI, en medio de aquella furiosa tempestad
que anunciaba los comienzos del gran cisma de Occidente, la eligiese árbitro y
consejera de sus apostólicas resoluciones… Así se explica, en fin, la
influencia que su prestigioso nombre llegó a ejercer en casi todas las costas
de Europa, bamboleadas entonces por los recios vaivenes de una anarquía
universal…
(CONTINUARÁ… PÁG 564)