“Cuesta más trabajo ser sabio que ser Santo”. Si esto lo dijo aquel hombre insigne, San Anselmo, Arzobispo de Cantorber, ¿qué diremos nosotros, inteligencias mediocres que, para volar por los espacios de la ciencia, necesitamos muchas veces cabalgar sobre las alas extendidas de alguna de esas colosales águilas de pensamiento?
Todos, si
quieren, pueden ostentar más o menos fúlgido, alrededor de sus cabezas, el halo
de la santidad, porque todos llevan un alma que en un principio fue buena e
inocente, y todos pueden recuperar la bondad y la inocencia, y hacerlas reflorecer
en el espíritu, regándolo con lágrimas de sincero arrepentimiento…
¿Quién,
viendo a Thais la pecadora y a María Egipciaca, hundidas en el lodazal del
vicio, hubiese pensado que por un esfuerzo supremo de su voluntad, habían de
elevarse y hacerse dignas de los celestiales premios del Señor? Para ser Santo
no hay más que poner nuestro empeño en serlo. Aquí se cumple el adagio: “Querer
es poder”. Cuantos se propusieron con empeño ser Santos, lo han sido. Ni es
exclusiva la santidad de este o aquel estado, de esta o aquella profesión, de
este ingenio asombroso o aquella nulidad científica. La santidad se halla al
alcance de todos los mortales. Ha habido Santos en los palacios y en las
cabañas, en la quietud de los desiertos y en el bullicio de la ciudad; Santos
niños, Santos jóvenes, Santos ancianos; Santos que hicieron voto de virginidad
y Santos que se enlazaron con sus vínculos del matrimonio; Santos que pasaron
toda su vida en bibliotecas y laboratorios, y Santos que no supieron leer...
(CONTINÚA…
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