sábado, 21 de abril de 2012

SAN ANSELMO



“Cuesta más trabajo ser sabio que ser Santo”. Si esto lo dijo aquel hombre insigne, San Anselmo, Arzobispo de Cantorber, ¿qué diremos nosotros, inteligencias mediocres que, para volar por los espacios de la ciencia, necesitamos muchas veces cabalgar sobre las alas extendidas de alguna de esas colosales águilas de pensamiento?
Todos, si quieren, pueden ostentar más o menos fúlgido, alrededor de sus cabezas, el halo de la santidad, porque todos llevan un alma que en un principio fue buena e inocente, y todos pueden recuperar la bondad y la inocencia, y hacerlas reflorecer en el espíritu, regándolo con lágrimas de sincero arrepentimiento…
¿Quién, viendo a Thais la pecadora y a María Egipciaca, hundidas en el lodazal del vicio, hubiese pensado que por un esfuerzo supremo de su voluntad, habían de elevarse y hacerse dignas de los celestiales premios del Señor? Para ser Santo no hay más que poner nuestro empeño en serlo. Aquí se cumple el adagio: “Querer es poder”. Cuantos se propusieron con empeño ser Santos, lo han sido. Ni es exclusiva la santidad de este o aquel estado, de esta o aquella profesión, de este ingenio asombroso o aquella nulidad científica. La santidad se halla al alcance de todos los mortales. Ha habido Santos en los palacios y en las cabañas, en la quietud de los desiertos y en el bullicio de la ciudad; Santos niños, Santos jóvenes, Santos ancianos; Santos que hicieron voto de virginidad y Santos que se enlazaron con sus vínculos del matrimonio; Santos que pasaron toda su vida en bibliotecas y laboratorios, y Santos que no supieron leer...

(CONTINÚA… Pag 432)

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