viernes, 4 de mayo de 2012

SANTA MÓNICA



El llanto, el verdadero dolor del alma que se cuaja en lágrimas copiosas, tiene una fuerza incontrastable. Ese silencio de las lágrimas que caen, repercute en lo más íntimo del corazón. La belleza de las gotas cristalinas que, en horas de aflicción, van destilando los ojos, suspende al ánimo, conmoviéndolo profundamente.
¡La fuerza del llanto!...
¡La elocuencia de una lágrima!...
¡El rocío del dolor!...
He aquí las tres fases de esas perlas húmedas que en la pupila asoman cuando el dolor nos hiere.
¡Cuánto pueden unos ojos que lloran! Aquel gotear luminoso y amargo no se evapora, no se pierde, “no va al mar”, como dice la rima becqueriana, va al corazón testigo del ajeno sufrimiento. ¡Qué de corazones, duros como rocas, no habrán sentido por un instante siquiera, al contacto de una lágrima en ellos caída y acaso por ellos mismos provocada, abrirse sus fibras y florecer entre ellas la flor de la piedad o el arrepentimiento! Las entrañas de la piedra se conmueven al recibir el gotear continuo de la llorosa estalactita, recubriéndose poco a poco de afelpado y húmedo verdor!...
¡Cómo hablan esas lágrimas que silenciosas caen! Cada una de ellas es angustioso vocablo que recuerda al ingrato su olvido, al liviano sus turbulencias, al criminal sus deplorables yerros… Y todas ellas nos hablan de amor, de bondad… Porque cuando no se ama no se llora; el odio es incapaz de tejer con sus airadas manos esa exquisita red de las lágrimas.
¡Qué belleza tan dulce, tan apacible, tan casta, guardan los ojos que lloran!... ¡A través de aquel velo cristalino asómase el alma, difundiendo por todo el rostro la suave luz de su recóndito pesar!...
Y esta fuerza, esta elocuencia, esta hermosura del llanto, sube en proporción según la causaque lo motive, que lo impulse.

(CONTINUARÁ Pag 65)