domingo, 8 de abril de 2012

SAN ALBERTO DE JERUSALEM, OBISPO Y MÁRTIR



SAN ALBERTO DE JERUSALEM, OBISPO Y MÁRTIR

La ilustre Orden Carmelitana honra a San Alberto, como a su Patriarca y legislador.
Si en la antigüedad eran considerados como oráculos aquellos grande shombres que daban leyes a los pueblos, robusteciendo y afirmando una nacionalidad, y por sus servicios eminentes veíanse colmados de privilegios y honores, mayor admiración, reconocimiento y gloria merece quien se consagró a instituir o restaurar una Orden o congregación religiosa, dándole preceptos y leyes para su desarrollo y estabilidad.
Las Órdenes religiosas son las naciones predilectas de Dios, los alcázares de la virtud; las fuertes ciudadelas desde las cuales se pelea con singular denuedo por establecer en todo el mundo el reinado social de Jesucristo.
Ellas, tan denigradas, tan combatidas por la masa indocta de la opinión, han sido el porta-estandarte de la civilización, y escudo y broquel donde se estrellaron los dardos de alocadas muchedumbres que en un momento hubieran querido concluir con el orden católico existente.
Sin las Órdenes religiosas, muchas comarcas permanecerían aun envueltas entre los horrores del salvajismo y las tinieblas de la idolatría; y muchos pueblos, hoy adelantados y cultos, no hubieran entrado a formar parte en el concierto de las naciones civilizadas.
Toda regeneración social, artística o política, arranca precisamente, adquiere su primer impulso de los trabajos hechos con tal fin por ésta o aquella institución religiosa. La Orden religiosa limpió de abrojos el camino, allanó el monte, igualó el terreno, y después los hombres no tuvieron más que edificar. Pero el hombre es fatuo, y vano, y presuntuoso, y al cabo, olvidando la labor inicial de aquellos desinteresados atletas de nuestra fe, se abrogó el mérito de una conquista, que, acaso en su vida, sin el exilio de unos pobres monjes, no se hubiera nunca atrevido a realizar.
No hay obra magna en la historia a la cual no vaya asociado el nombre de alguna ilustre corporación religiosa. Al descubrimiento de América coadyuva un modesto guardián de franciscanos, Fray Pérez de Marchena. Otro franciscano ilustre, Jiménez de Cisneros, reconquista nuestro poderío* en Orán. Mercedarios y Trinitarios emprenden la redención de los cautivos. En las abadías benedictinas se refugia la civilización de los pueblos meridionales, próxima a caer ante la feroz embestida de los bárbaros. Hijos de San Agustín y Santo Domingo recorren las dilatadas llanuras de la joven América, sembrando luz en opacas inteligencias y amor y bondad en indiferentes corazones; haciéndola sabia y religiosa, abnegada y viril; iniciando en ella la cultura, el vigor y el engrandecimiento que disfruta hoy…
Los propulsores, los mantenedores de todos esos venerandos institutos, merecen la más alta estimación de los pueblos.
San Alberto, Patriarca y legislador de la insigne Congregación Carmelitana, se hace acreedor a que hoy le rindamos un piadoso homenaje, pues en nuestra calidad de españoles no podemos olvidar que la Orden del Carmelo se extendió a manera de rama olorosa por toda nuestra Península, haciendo florecer en ella místicas corolas tan preciadas como Santa Teresa y San Juan de la Cruz, ornamentos preclaros de nuestra hispana literatura…
Sin cultivo, el jardín se agosta. Sin la labor perseverante de San Alberto, aquella Orden eremítica que remontaba su origen nada menos que hasta los profetas Elías y Eliseo, hubiera sucumbido o se hubiese mezclado más o menos tarde con otras asociaciones piadosas, perdiendo su propia personalidad.
San Alberto fue el jardinero sagrado puesto por Dios para restaurar aquél vergel carmelitano que contaba luengos siglos de existencia.
San Alberto, conociendo que la regla de Juan de Jerusalén no era bastante imperativa y precisa, y que los estatutos de San Brocardo pecaban por su estilo demasiado difuso, redactó una regla más corta, más substancial, más preceptiva, que ilustró con pasajes escogidos de la Sagrada Escritura, y adaptó perfectamente a la posición y a los deseos de los ermitaños.
No contento con ofrecer a la Orden carmelitana aquel legado de su sabiduría, la enriqueció con abundantes limosnas, hasta el punto de emplear en ella la mayor parte de su cuantiosa fortuna, que sirvió para reedificar el monasterio del monte Carmelo.
Hay que hacer constar que San Alberto no era carmelita, lo cual avalora más la singular protección que dispensó siempre al glorioso Instituto.
(CONTINUARÁ… pag. 169)


* de España