Corre el año 1258. La noble casa de Armengol, que se ilustra con las ascendencias de las casas reales de Francia, Castilla y Aragón, y con los condados de Urgel, Barcelona y Flandes, se ha prolongado en un vástago nuevo, en Pedro, hijo de Arnaldo Armengol, pundonoroso caballero, modelo de valor y religiosidad.
Guardia de los Prados, villa del arzobispado de
Tarragona, se engalana con sus mejores atavíos: la señorial mansión de los
Armengols tócase en los balaustres de sus severos balcones con aterciopelados
reposteros donde luce bordado en oro el familiar escudo; arcos de ramaje construidos
por sencillos aldeanos que así quieren asociarse a la alegría de los poderosos
señores de Armengol, decoran las entradas del camino por donde en briosos
corceles se aproxima lucido cortejo de invitados. A la lumbre del sol chispean
los bruñidos arneses, y las colas de los briosos caballos agitados por el
viento, semejan recios cordones de luces enredadas.
El címbalo de la humilde iglesia parroquial
tañe en grato son de solemnidad festiva, y más de una dulzaina rústica tocadas
por campesinos ingenuos, dilatan por el espacio, con sus dulces notas la sana
alegría en que rebosa la Guardia de los Prados.
¿Por qué este general regocijo? ¿Por qué la
dulce satisfacción que en todos los semblantes se observa?
¡El hijo de don Arnaldo de Armengol, el nuevo vástago
de la casa Armengol, va a recibir las aguas del Bautismo!... Por eso el
brocatel se exhibe en los trajes de las damas, y el oro pulido en las armas de
los caballeros, y la zamarra limpia en los hombros del villano, y la
gargantilla acoralada sobre el blanco justillo de la aldeana moza, y la campana
replica alegremente, y la dulzaina se deshace en ternuras, y los viejos
servidores de la casa solariega, van por los grupos de los humildes hijos del
pueblo repartiendo golosinas y abundantes limosnas… ¡Todo por don Pedro de
Armengol, el florón nuevo de la casa ilustre!... Vedle allí, sobre la pila
bautismal!, sostenido por su padrino, uno de los más nobles señores de la corte
de Aragón: las vestiduras bautismales, que el oro recamó, fulgen como una
constelación de astros, bajo el influjo de los copiosos cirios; el agua santa
cae desde argentífera caparazón que vacía el sacerdote, sobre la cabeza del
recién nacido, y al caer cada gota semeja el polvo de una perla fragmentada…
Bañó el agua regeneradora la testa del noble primogénito y entonces se escuchó
una voz del venerable padre mercedario Fray Bernardo Corbaria, que decía
solemnemente: “A este niño un patíbulo ha de hacerle santo”.
La extraña profecía corrió de boca en boca, y
al día siguiente, todos los habitantes de Guardia de los Prados, repetían como
un eco del fraile de la Merced: “A Pedro de Armengol un patíbulo había de
hacerle santo…”
Transcurrieron los años. La noble señora de
Armengol murió cuando apenas su hijo Pedro había cumplido los nueve. Arnaldo,
requerido por su rey, se hallaba empeñado en guerreras lizas. La educación de
Pedro fue confiada a un anciano y probo mayordomo de la casa que, marchando por
los mismos senderos dibujados en el alma del niño por aquella virtuosísima
señora que le dio al mundo, procuró infiltrar en Pedro los rectos principios de
la moral cristiana.
Mas, ¡ay!, que todo cuidado es poco cuando se
trata de velar por la juventud inexperta. Plántense gérmenes de virtud en el
alma de un joven, y olvídese de procurarle buenas compañías, y entonces todo
aquel interés desplegado en su obsequio, resultará inútil. La impresión de los
buenos ejemplos familiares, se borrará pronto con el roce constante de aquellos
amigos que sólo tienen por norma de su conducta la corrupción y el escándalo.
Esto aconteció con el ilustre vástago de Arnaldo Armengol. Pedro, por
condescendencia de su ayo, de quien poco a poco fue mimosamente ganándose la
voluntad, frecuentó peligrosas amistades, que tornárosle en el joven voluble,
caprichoso e inquieto, pronto a olvidarse de las obligaciones más santas con
tal de conseguir sus inmoderados deseos.
Advirtió su preceptor el cambio que
inadvertidamente, por sus permisiones, se había operado en el alma de su discípulo.
Quiso remediarlo, oponiéndose a aquellas entrevistas amistosas, origen de la
naciente perversión. Pero ya era tarde; el fuego de las pasiones había subido,
y la ciudad de las virtudes, era presa de violentas llamas. Pedro Armengol,
olvidado de su prosapia ilustre, hacía traición al honor de sus antepasados, y
enfangaba su linajudo apellido con alardes de crápula y desorden.
Todo el pueblo hallábase escandalizado con el
proceder indigno de aquel mancebo por cuyas venas corría sangre de ilustres príncipes,
y la noticia de tanto exceso y tropelías llegó a oídos de su padre, el virtuoso
caballero D. Arnaldo de Armengol, quien procuró entrevistarse inmediatamente
con Pedro, a fin de interponer con él su autoridad y su cariño, atrayéndole a
la buena senda, de la que tanto se había apartado.
- “¿Qué
desórdenes son los de vuestra vida, infeliz Pedro? –exclamó Arnaldo apenas le
vio. -¿Podré llamaros mi hijo? ¿Pensáis que el nacer noble es privilegio de
vivir mal? La nobleza es regla de vivir bien, y quien nace como vos, nace con
muchas obligaciones y ha menester de cumplirlas. El valor se muestra en los
combates, peleando por Dios y por la Patria, no en la zahúrda disputando por
groseras causas con inmundos compañeros. Si sois valiente, servid al rey en la
guerra, y no le inquietéis sus vasallos en la paz. ¡Ah!, ya comprendo aquella
sentencia del venerable Fray Bernardo Corbaria: “A este niño un patíbulo había
de hacerle santo”. Lo de patíbulo, es fácil; vuestra santidad…, ¡ay!, vuestra
santidad, lo dificulto. ¡Ojalá me equivoque! ¡Ojalá tenga de mí piedad el
cielo, moviéndoos el corazón a sincero arrepentimiento!...” Y de los ojos del
atribulado padre se desprendieron abundantes lágrimas, que velaron las voces de
su lastimera reconvención.
Fueron inútiles aquellas palabras dictadas por
la caridad más honda, por la caridad de un padre que veía, con los ojos
empañados de lágrimas, el camino de perdición que seguía su hijo.
Abyssus abyssum
invocat: un abismo
llama a otro abismo: Pedro, olvidados ya todo decoro y todo humano sentimiento,
no queriendo sufrir por más tiempo las reconvenciones paternales, huyó, en unión
de otros amigos tan perversos como él, de su pueblo natal, y haciéndose jefe de
ellos, organizó una partida de bandoleros que pronto sembró el terror en toda
la comarca de Cataluña.
Allá iban, robando, incendiando, cometiendo
todo género de tropelías. Desprovistos de recursos, por satisfacer sus vicios y
necesidades, no retrocedían ante nada ni ante nadie, y los ruegos de la madre y
de la esposa, y el llanto de los hijos, que asustábanse al contemplar las
siniestras cataduras de los bandidos, no les impedían seguir adelante en sus
criminales empresas. Un odio feroz a la humanidad guiaba sus pasos, y a su
contacto, la tierra catalana transpiraba sangre…
El pernicioso ejemplo de Pedro Armengol y sus
compañeros, fue seguido por otros, y en breve la provincia de Tarragona sintió
el azote de varias partidas de forajidos.
Era preciso dar una violenta batida a tan
crecido número de malhechores. Además, el rey D. Jaime tenía que pasar de
Valencia a Montpellier y había forzosamente que limpiar los caminos de
bandoleros.
Y… ¡misteriosos, pero siempre sabios designios
de la Providencia! Arnaldo Armengol, el padre del principal malhechor de
cuantos merodeaban por aquellos terrenos, fue encargado por su experiencia
militar, de salir con fuerzas de a pie y caballería en persecución de los
bandidos.
Era un día en que el sol lanzaba sobre la
tierra sus más brillantes rayos. El dorado polvo solar fijándose sobre las
rocas, iba rellenando sus huecos con haces de lumbre. Un velo de oro luminoso
parecía flotar en el ambiente, y sus puntas, cayendo encima de las hojosas
ramas de los árboles, daban un tinte rubiáceo a los verdores floridos.
A través de largos y profundos desfiladeros,
atajando los caminos vecinales y las carreteras por cuestas, riachuelos y
trochas, marchaba al frente de sus compañías de soldados, el valeroso caballero
don Arnaldo de Armengol.
El pesar nubla su frente, y su corazón se agita
a impulsos de contrarios sentimientos. El amor paternal y el deber de su cargo,
batallan en su espíritu; y la vergüenza, el oprobio de aquel hijo desventurado,
que tan negro borrón ha echado sobre una casa que fue siempre el prototipo del
honor y la hidalguía, afluye a su rostro, taladrándolo con esos puntos de rojez
inconfundible…
Abrumado, inclina el noble caballero de vez en
cuando su frente, y temiendo el encuentro de aquel hijo ingrato, sobre cuya
cabeza la real justicia iba a descargar su golpe, afloja a veces las riendas de
un corcel que, aligerado del freno, baja la cerviz gallarda, poniéndose a mirar
plácidamente los verdes rastrojos que bordan de trecho en trecho el accidentado
camino. Pero pronto el capitán se rehace, yergue sobre la silla el contraído
busto, levanta altiva la cabeza, fulguran sus ojos con la lumbre de una cólera justa,
y, picando espuelas al caballo, exclama lleno de noble altivez: -“No, mi deber
ante todo… Ese hijo, ya no es hijo mío;
es un salteador de caminos, es un homicida, ¡es un ladrón!...” Y las
venas de su faz señoril, se hinchan, y el color rojo de la vergüenza aumenta la
intensidad de su característica coloración…
Varias horas llevaban ya los soldados de
caminar, cuando uno de los vigías destacados por Arnaldo en las avanzadas del
terreno, se dirigió presto a su jefe, diciéndole: -“Señor, parece que una
partida de bandidos, se acoge ahí, en el valle que forman estas dos montañas.”
Arnaldo Armengol, dio órdenes de avanzar
cautelosamente por una vereda que se perdía entre el bosque.
Efectivamente, allá abajo, vivaqueaban algunos
hombres, quienes por sus haraposas trazas, parecían pertenecer a alguna de
aquellas bandas malhechoras que llenaban de constante perturbación al país.
No era posible distinguir sus rostros; sólo al
reflejo del sol se veían brillar sus armas.
Toda la cautela que al bajar pusieron los
perseguidores, no fue bastante para que los bandidos dejaran de apercibirse del
peligro que corrían. Así es, que apenas divisaron en los promedios del monte a
los jinetes, emprendieron veloz huída. Escuchábase la voz desafortunada de uno
de ellos, sin duda el más valiente, que decía: -“¡No huyáis, cobardes! Son
pocos; aguardémosles aquí y demos buena cuenta de ellos.”
Pero los aludidos no hacían caso de tales
palabras, y apresurábanse a escapar trepando por las laderas opuestas.
Los soldados esforzaron su marcha, y cortando
por diversos lados la retirada a los perseguidos, cayeron pronto sobre ellos,
aprisionando a unos y matando a los que intentaban hacerles resistencia.
Respecto al que parecía jefe de la banda, más
afortunado que los otros, trepaba con gran agilidad por una eminencia que los
soldados olvidaron de escudar, y ya parecía hallarse en salvo. Mas no fue así,
pues advertido el caballero Armengol, picó espuelas al corcel, y galopando rápidamente
dio vuelta al montículo, y aguardó allí, lanza en riestre, la salida del
criminal. Éste no tardó en aparecer, y su decepción al verse copado fue
horrible. Ciego de ira arremetió contra el caballo, clavándole su acero en los
ijares… Rodó el jinete, lanzando un ay de confusión y espanto… ¡Don Arnaldo
Armengol, había reconocido en aquel hombre que de tan rápida manera le había
agredido, a su propio hijo Pedro!...
El lamento del padre hirió profundamente el
alma del agresor, quien acercándose al valiente capitán, vio, con asombro, que
aquel contra el cual había desenvainado su espada, era ¡su padre!...
Entonces, las entrañas del amor filial se
abrieron, y un torrente de lágrimas inundó la faz de Pedro de Armengol. El
arrepentimiento purificaba su alma, sumida desde largo tiempo en la más baja
abyección.
Solícito se acercó al noble capitán caído, y
alzándole del suelo, prosternóse a sus pies, aclamando, mientras sus ojos vertían
un copioso raudal: “Padre mío, perdonadme; he sido un insensato, bien lo sé. He
arrastrado por el suelo vuestro honor, y soy digno, lo reconozco, del mayor de
los castigos. Pero yo prometo desde ahora, en que parece que mi corazón se
alumbra con una luz del cielo, enmendar completamente mi conducta, consagrando
todos los días de mi vida a Dios. Vos sois bueno, padre mío, y no dejaréis de
otorgarme ese perdón que será mi mayor dicha.”
No acertaba a creer Arnaldo la maravilla obrada
en el corazón de su hijo; pero conociendo al fin que era aquello un favor
especialísimo de la misericordia divina, dio gracias a la Providencia que tan
sabiamente dispone sus planes, y abriendo cariñoso los brazos, estrechó contra
su corazón a aquel hijo descarriado por quien tantas lágrimas había vertido.
Sin embargo, exacto cumplidor de su deber,
acordó llevarle a presencia del rey para que éste administrara justicia.
Don Jaime, en pago a los muchos servicios
prestados por su fiel servidor Arnaldo, perdonó a Pedro, y éste, cumpliendo su
promesa, ingresó en la Orden Mercedaria, de la que fue bien pronto, por sus
penitencias, su saber y sus virtudes, uno de los ornamentos más preciados.
Sus ansias de padecer por Cristo le llevaron a
tierra africana, donde varias veces quedó en rehenes por libertar a infelices
cautivos, y donde sufrió por parte de los fanáticos hijos de Mahoma, atroces
suplicios, en los cuales, se patentizó la gracia que había alcanzado ante el
Señor y la Santísima Virgen, quienes en más de una ocasión se le aparecieron,
desatando, como el ángel a San Pedro Apóstol en la cárcel mamertiana, las
ligaduras que le retenían en lóbrega mazmorra.
Así como su vida anterior fue causa de que
muchos dilapidasen su hacienda y cometieran grandes pecados, así ahora, sus
heroicas virtudes y sacrificios motivaron la conversión de numerosos pecadores
que, contagiados del admirable ejemplo de San Pedro Armengol, abrazaron el
Instituto de la Merced.
No pudiendo sufrir su humildad los honores que
le tributaba toda la ciudad de Barcelona a su regreso de África, marchó al
pobre convento de Nuestra Señora de los Prados, sito en el arzobispado de
Tarragona, donde murió el 27 de Abril del año 1277.
La predicación de Fray Bernardo Corbaria se había
cumplido. San Pedro Armengol fue canonizado por Inocencio X el 18 de Abril de
1683.
Sus reliquias se guardan en la parroquia de
Guardia de los Prados, su lugar natal, donde son objeto de gran veneración.
¿por qué omites que fué ahorcado y que estuvo tres días colgado? y cuando lo descubrieron seguía con vida
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