Toda la vida del Salvador sobre la tierra es un
tejido admirable de divinas enseñanzas. Toda ella encanta y sacude el alma del fervoroso
cristiano a impulsos de nobilísimos sentimientos. ¿Hemos dicho del fervoroso
cristiano? Nuestros mismos enemigos, aquellos que no militan en el seno de
nuestra bendita religión, se admiran y conmueven leyendo las narraciones evangélicas,
las páginas sublimes de los cuatro libros inspirados, donde se delinea a
grandes rasgos la excelsa figura de Jesús.
Y de entre todos los actos divinos que allí se
refieren, no hay nada que les impresione tanto como las escenas de la Sagrada
Pasión. Jesús-niño, en la cuna, adorado por los pastores, es una página tiernísima,
cuya belleza no llega al corazón de muchos hombres, que perdieron con el
transcurso del tiempo el encanto de la inocencia y sencillez primitivas,
adquiriendo en cambio la prosaica rudeza de los años que van poco a poco
deshojando, con los garfios de sus dedos, los blancos pétalos de aquellas rosas
de sentimientos puros, exquisitos e ingenuos…
Jesús, mártir, y mártir por el ideal más
sublime, cual es la salvación, el perdón, la felicidad –una felicidad eterna-
del género humano, levanta el corazón de todas las muchedumbres, que ante el
drama sublime del Calvario no pueden reprimir una exclamación de asombro. La grandeza
del magnífico espectáculo anonada con su peso sublime al impío, que no sabiendo
ya cómo exteriorizar el entusiasmo que le produce aquel hermoso sacrificio, y
obcecado por otra parte con sus sistemáticas prevenciones, que no le dejan
lugar a una declaración explícita y terminante, llega a decir sin embargo: “Si
ese hombre no es Dios, merece serlo”.
No cabe mayor elogio que respecto a Jesús
podamos exigir los creyentes de un materialista. ¿Cuándo hemos oído decir algo
parecido en los discursos encomiásticos que ha prodigado la posteridad a los
hombres ilustres de la Historia?
El sacrificio del Redentor produce en los
hombres de todas las razas, de todas las castas, de todas las naciones una
sensación indefinible… Jesús en la cuna, es como una de esas flores bellas que
solamente saben apreciar las almas delicadas y exquisitas: pero Jesús en la
Cruz se impone a todos, como se impone el rayo de la tempestad que surca la atmósfera.
Jesús en la Cruz es la belleza trágica, la grandeza, la hermosura que abarca
con sus brazos extendidos toda la redondez del mundo…
Y si hasta los mismos que le fustigan se
sobrecogen y conmocionan y admiran cuando consideran ese pasaje con que termina
su vida en la tierra el divino Salvador, ¿qué será para aquellos que le
reconocen y le aman, adorándole como lo que es en realidad, Dios verdadero…?
¿Qué será de la consideración del drama del
Calvario para aquellas almas devotas, exquisitamente sensibles y cristianas,
que exhalan en todos sus actos y en todas sus palabras, como una ráfaga
olorosa, su puro, entrañable, inextinguible amor a Cristo…?
La contemplación de Jesús crucificado fue para
San Pablo de la Cruz su continuo objeto, y, deseando padecer por quien tanto
padeció, desde niño comenzó a castigar su inocente cuerpo con ayunos, azotes y
vigilias, llegando hasta el punto de beber, en los viernes de cada semana,
vinagre con hiel desleída, en memoria de la amarga pócima que dieron cuando
agonizaba en la Cruz al amado Redentor.
La característica de este gran Santo es su amor
a la Cruz; este amor le hizo variar su apellido Daniel por el emblema de
nuestra sagrada redención; le hizo alistarse en la cruzada que los venecianos
armaron contra los turcos el año 1716, desechar ventajosas proposiciones
matrimoniales, repartir toda su fortuna entre los pobres, instituír, en fin, la
Congregación de los Pasionistas, que a más de los tres votos peculiares de cada
Orden, ostenta el de promover siempre, en todo tiempo y lugar, la devoción y el
amor a la sagrada Pasión de Jesucristo.
Son dignas de conocerse las circunstancias que
motivaron la creación de este religioso Instituto. Había cumplido el Santo
veintiséis años, y según su piadosa costumbre, después de haber comulgado en
una iglesia de Padres Capuchinos, tornaba a casa ensimismado, como siempre, en
la consideración de los misterios del Drama sacratísimo.
Apenas llegó a su casa, arrebatado en espíritu,
se vio revestido por la Virgen de una túnica negra, la cual ostentaba un corazón
con una cruz encima y este lema, marcado con letras blancas: Passio D. N. Jesu Christi: Pasión de Nuestro Señor Jesucristo.
El divino Salvador hizo comprender a nuestro
Santo que ésta era la divisa de una nueva Orden, que él, Pablo, en honra del
Sacrificio del Dios-hombre, habría de fundar.
(CONTINUARA… Pag 534)
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