lunes, 16 de abril de 2012

SAN DROGÓN



En el año 1118 del Señor, en la villa de Epinoy, en Artois, nació Drogón, costando su nacimiento la vida a su madre y cuando su padre también había muerto. Huérfano, pues, desde el momento de venir al mundo, quedó bajo la protección y cuidado de sus más próximos parientes, quienes le educaron en la piedad y virtudes cristianas. A los diez años de edad, llegó a saber por una conversación que oyó a algunos individuos de la familia, las circunstancias de su nacimiento, y creyéndose culpable de la muerte de su madre, empezó a hacer una vida retirada y de penitencia impropia de sus pocos años, sorprendiéndosele muchas veces llorando y pidiendo perdón a Dios de aquello que él creía era pecado suyo.
Así continuó creciendo en edad y en virtud, hasta que llegó a la edad de veinte años en que emprendió el género de vida extraordinaria a que el Cielo parece lo destinaba. Había heredado de su padre, señor de Epinoy, cuantiosas riquezas; Drogón repartió el dinero entre los pobres; dio las fincas a los que habían cuidado de él en su niñez, y no conservando otra cosa que la ropa que llevaba puesta, con la cual ocultaba un martirizante cilicio, trasladóse a Seburgo, cerca de Valenciennes, donde entró a servir a una señora piadosa y rica, cambiando su elevada posición de señor por la humilde de criado. Su modestia, su dulzura, su obediencia y sumisión a su señora y las atenciones que guardaba a todo el mundo, le atrajeron el amor de los habitantes de Seburgo que le obsequiaban continuamente con algunos regalos que él aprovechaba en beneficio de los pobres a quienes los distribuía.
¡Qué lección tan provechosa encierra la conducta de Drogón para todos, y qué contraste ofrece con la de los mundanos! ¡Ah, si las clases populares fijasen su atención en la vida de los servidores de Cristo y la comparasen con la de los que les adulan y extravían! ¡Cómo correrían a abrazarse a la Cruz de Jesucristo que tales frutos produce, y huirían de los engaños y quimeras con que el demonio quiere seducirlas! Sólo en la religión católica se ven con abundancia ejemplos como el de San Drogón, de renunciar a los honores, riquezas y placeres del mundo para entregarse a las más bajas ocupaciones y confundirse con aquellos a quienes el Divino Maestro llama bienaventurados. En cambio los aduladores, los explotadores de las multitudes, les halagan con promesas irrealizables y con quiméricas bienandanzas, que no tienen otro fin, que adquirir riquezas para sí, abandonando luego a los que se las proporcionaron y procurando alejarse de ellos para que no les moleste su pobreza.
Seis años permaneció Drogón en su oficio de criado; mas sintiéndose impulsado a llevar a cabo alguna peregrinación, despidiese de su ama y de los habitantes de la ciudad, y marchóse a Roma a visitar los sepulcros de San Pedro y San Pablo, y de allí a otros santuarios, viajes que hizo a pie, pidiendo limosna y en penitencia. Ni el rigor de las estaciones, ni la dificultad y peligro de los caminos; ni la debilidad de su cuerpo por las grandes austeridades a que se sometía, fueron obstáculo a que continuase sus peregrinaciones, ni a que disminuyese sus penitencias. Una enfermedad repentina le obligó a guardar reposo; y conociendo por ella, que dios le llamaba a la soledad y al retraimiento, empezó nueva vida en una celda cerca de la iglesia de Seburgo, desde donde sin presentarse al público, podía asistir a los oficios divinos. En este retiro se consagró a Dios por entero, y se ofreció a Él por los pecados de los hombres. Allí aumentó sus mortificaciones, enardeció su amor a Cristo crucificado y vivió más que en el mundo, en la patria que con tanto valor había ya conquistado.
Dios quiso manifestar allí mismo el poder que había dado a su siervo. Prendiese un día fuego a la iglesia de Seburgo por la parte en que estaba la celda del Santo e inmediatamente se propagó a esta. Las gentes de la ciudad acudieron en tropel y comenzaron a dar grandes voces llamando a San Drogón para que abandonase rápidamente aquella habitación, que por todas partes era ya pasto de las llamas. Pero el Santo, en vez de atender las indicaciones de los que veían su vida en peligro inminente, se postró de rodillas, elevó al cielo sus ojos y manos y dirigiendo al Todopoderoso su humilde oración, se vio con gran sorpresa y alegría que el incendio cedía y que al poco tiempo se extinguió por sí mismo, como si no hubiese en la atmósfera aire para alimentarlo. Hasta los ochenta años vivió San Drogón en aquella celda, venerado como Santo y amado como padre cariñoso. Al fin, lleno ya de merecimientos, rico en virtudes, él que tantas riquezas había despreciado; conquistada la corona del cielo, con la renuncia del señorío de Epinoy y cumplido el tiempo de su peregrinación en la tierra, voló al cielo tranquilamente en el año 1184, día 16 de abril.
Su cuerpo se quiso trasladar, a demanda de sus parientes, a Epinoy, mas al llegar el carro que lo conducía a un lugar que desde entonces se llama Monte de San Drogón, se paró como obligado por una fuerza sobrenatural y no hubo medio de pasar de allí. Entonces regresaron a Seburgo y allí fue sepultado con gran pompa, y allí se venera en nuestros días.

SANTA ENGRACIA Y COMPAÑEROS MÁRTIRES





Jamás hubiérase creído ver en una débil doncella tanto valor y firmeza tan extraordinaria. “Tú sola, entre la innumerable muchedumbre de mártires que engrandecieron nuestro suelo, ofreciste el pasmoso y singular espectáculo de un cuerpo que sobrevivía a sí mismo. Nuestros mismos ojos vieron una parte de tu hígado, pegado todavía a las uñas de hierro que le separaran de lo demás. La muerte, a quien faltó permiso para arrancarte la vida, se apoderó de cuanto pudo arrebatarte, llegando a estar viva y muerta a la vez por una parte de ti misma. Un solo golpe la restaba para triunfar de ti, cuando, derramándose un dulce sueño por tus desgarrados miembros, mitigó momentáneamente tus dolores. Eran, empero, tantas tus llagas, tan activo era el fuego que encendieron en tus venas, que tus padecimientos no tuvieron fin hasta que el tiempo hubo consumido la sangre corrompida que las inficionaba. Pero aunque el tirano envidioso de tu gloria, detuvo el brazo al tiempo de ir a darte la muerte, no por eso te robó la corona del martirio”.
Así se expresa, refiriéndose a Santa Engracia, el exquisito poeta Prudencio.
Engracia, inicia, por decirlo así, la serie de mujeres admirables con que justamente se enorgullece Zaragoza. Poco importa que esta Virgen naciera en Portugal como aseguran algunos historiadores. Portuguesa o Zaragoza, era española; pues Lusitania en la época a que hace referencia la presente vida, pertenecía a nuestro reino. Y, además, a la invicta ciudad de Zaragoza, jamás puede arrebatársele la gloria de que en su suelo se consumara el martirio de aquella ilustre heroína de la fe, cuyas veneradas cenizas, juntamente con las de otros abnegados confesores de Cristo, guarda como el tesoro más preciado después de su célebre Pilar, la gran ciudad que arrulla constantemente el Ebro…
¡Ebro! Famoso río que cruzas majestuoso, besando el suelo de Aragón: dinos, reséñanos las proezas de que una y cien veces fuiste testigo; adquiera tu undosa lengua cristalina el son articulado del humano discurso, y cuéntanos el sacrificio de aquellos mártires sublimes que ofrendaron su sangre a Cristo, tiñendo el caudal de tus transparentes aguas… Habla Ebro, y descríbenos la casta figura de la virgen Engracia, cuyo puro semblante, más de una vez viste en el cristal de tu corriente límpida. ¿No remembraba su faz, la púdica expresión de los capullos de rosas entreabiertos? ¿No irradiaban sus pupilas el manso destellar de los clarores lunares? ¿En sus labios, no se desleía la vaga y dulce sonrisa de un celestial recreo presentido…?
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(CONTINUARÁ… Página 327)