domingo, 22 de abril de 2012

LOS MÁRTIRES DE PERSIA



No hay rincón sobre la tierra que no se haya teñido con la sangre de algún mártir. Desde Oriente a Occidente corrió el precioso caudal que atesoraban las venas de los grandes Santos… La Iglesia cristiana tiene sus fundamentos en el sacrificio, en el heroísmo, en la abnegación… Jesús vertió su sangre divina para lavar los pecados del mundo y darnos la vida de la gracia. Y sobre esa sangre del Redentor de los hombres, acumularon la suya los innumerables mártires que esmaltan, con sus nombres prestigiosos, las páginas de la historia cristiana.
¡Ah!, toda esa brillante legión de mártires, que resistieron impávidos la acometida de fieros enemigos; aquellos ancianos decrépitos, aquellas vírgenes valerosas, aquellos niños de corazón varonil, todos los ilustres cristianos que no retrocedieron en la hora suprema del peligro, y fueron radiantes de santo júbilo a inmolarse en aras de la verdadera fe, pregonan elocuentemente la grandeza de esta religión cristiana instituida por Dios.
Porque, ¿quién sino Dios podía haber dado a aquellas almas la necesaria fortaleza para confesar hasta el fin, sin temor a los tormentos y a la muerte, su sacratísimo nombre? Dios llenaba sus mentes de radiosa claridad e infiltraba en sus corazones las centellas de su amor. Y con esa luz y esa caridad divina, el mártir soportaba, con celestial fruición, las torturas de sus crueles verdugos.
¡Ah!, iniciad persecuciones, dirigid, tiranos emperadores, vuestra saña contra los valientes confesores de la verdad: vuestro odio sólo servirá para hacer resaltar el gran amor que profesaban a Cristo, para escribir en la historia las hecatombes sublimes de Roma, Zaragoza, Alejandría, Persia y cien regiones más, donde los fieles cristianos ganaron laureles de gloria inmarcesible.
Hemos nombrado a Persia, la nación que, en el siglo IV, fue teatro de sangrientos martirios. Hoy hace la Iglesia conmemoración de ellos, y nosotros no queremos pasar este día sin dedicar algunas líneas a aquellos ínclitos campeones de nuestra fe.
¡Toda la astucia y crueldad de Sapor II, se estrelló contra la indomable energía de quienes iban revestidos con la fortaleza de Dios…! ¡Murieron, pero murieron con la sonrisa en los labios, confesando a Cristo, alabando a Cristo…!
Desde fines del siglo III, gloriábase Persia de poseer una cristiandad floreciente. Sin embargo, Dios, que gusta de purificar el alma de sus elegidos con duras pruebas, iba a permitir que un dictador impío suscitase violenta persecución contra ellos. Los horrores del imperio romano, que por trescientos años se había embriagado con la sangre de los mártires, iban a reproducirse en Persia, donde Sapor, durante un reinado de setenta años, el más largo que registra la historia, emularía las crueldades de los Nerones y Dioclecianos.
Los historiadores Sozomeno, Eusebio y Teodoreto, hacen subir a diez y seis mil el número de víctimas; y un autor persa asegura que la cifra de los mártires se elevó hasta doscientos mil.
La persecución presentó diversas fases. Empezó en el año 327, se mostró cruel y rigurosa hasta el año 346, pero en realidad no terminó sino con la muerte del tirano, ocurrida el año 380.
¿El móvil de esta gran persecución? No fue otro sino el odio y el orgullo de Sapor; orgullo que llegó hasta el extremo de que Sapor titulárase hermano del sol (dios de la religión persa), primo de la luna y camarada de los demás astros.
Algunos historiadores suponen también como origen de esta persecución una razón política: el emperador Constantino, convertido recientemente a nuestra fe, había admitido entre los oficiales de su ejército a un tal Hormisdas, hermano del padre de Sapor. Hormisdas, que había abrazado el cristianismo, huyó a Roma a implorar auxilio del primer emperador cristiano, y habiéndolo tomado a éste bajo su protección, desbaratando así los planes sangrientos que respecto a él abrigaba el emperador de Persia, excitó la cólera de Sapor, quien juró tomar venganza, descargando su furia contra todos los cristianos de su imperio.
La persecución arranca en virtud de un edicto promulgado el año 327, décimo-octavo del reinado de Sapor.
Hubahán fue una de las primeras ciudades víctimas del furor persa. Numerosos fieles son encarcelados en lóbregas mazmorras, donde se les invita a renegar del nombre de Cristo y a adorar al sol, si no quieren sufrir la muerte después de los grandes tormentos que los sicarios del emperador ya les tienen preparados.

(CONTINUARÁ… Pag. 444)