martes, 17 de abril de 2012

LA BEATA MARÍA ANA DE JESÚS, VIRGEN



En la época más grandiosa de nuestra historia patria, en el siglo en que nuestras armas recorrían triunfantes la Europa, nuestros arquitectos construían la Octava maravilla del mundo, nuestros artistas conquistaban inmarcesibles laureles y nuestros literatos asombraban al siglo con sus obras poéticas y literarias, nació en Madrid, capital de la monarquía española, una niña singular, fruto bendito de un matrimonio noble por su estirpe, memorable por sus virtudes y digno de alabanzas por su religiosidad y modestia. Aquella niña fue María Ana de Jesús, bautizada en la parroquia de Santiago el 21 de Enero de 1565. Sus padres fueron Luis Navarro Ladrón de Guevara y Juana Romero de Villalpando. Si la naturaleza concedió a María sus dones más preciados, desde el punto de vista corporal, Dios enriqueció el alma de aquella inocente criatura con gracias y bendiciones celestiales, que hicieron de ella, desde los primeros años de su vida, un portento de santidad, que jamás se vio manchado por las impurezas de nuestra naturaleza caída y corrompida. Ninguna de las pasiones propias de la edad infantil hallaron lugar en el corazón de la niña María Ana de Jesús: su templanza en el comer, su prudencia y moderación en los entretenimientos; su conformidad completa con las disposiciones de sus padres; su afición a socorrer a los pobres; su inclinación a los ejercicios piadosos y la alegría que inundaba su rostro cuando se la llevaba al templo, indicaron lo que se escondía en aquella alma privilegiada y anunciaron, desde luego, el grado de perfección cristiana a que llegaría cuando la razón viniese con la edad a dirigir aquellos movimientos espontáneos de su corazón y a concentrar en su alma los efluvios del amor de Dios en que se abrasaba. Aun no contaba cinco años y ya los pobres iban a buscarla como a una madre que siempre tiene con qué socorrer a sus hijos. Los enfermos veíanla acudir a su lecho de dolor y oían de sus labios expresiones de consuelo y resignación que confortaban a los piadosos y conmovían a los disipados. En casa veíasele retirada en un lugar apartado y allí entregarse a inocentes exclamaciones y fervientes coloquios de amor divino. ¡Qué extraño que a los siete años se la sorprendiese ya en una especie de éxtasis celestial, ante una imagen de Jesús crucificado, embebida en contemplaciones y regalos que suelen ser fruto, ordinariamente, de largos años de fervor y de mortificaciones! A medida que crecía en edad iba aumentando el fuego amoroso que devoraba su alma, y no pudiendo su ardiente caridad contenerse dentro de sí misma, se derramaba, digámoslo así, por el exterior, e iba a inundar las almas de sus semejantes, quienes se sentían atraídos a la virtud y a las prácticas devotas de nuestra sacrosanta religión.

(CONTINUARÁ… Pág 349)