martes, 15 de mayo de 2012

SAN ISIDRO




“Ganarás el pan con el sudor de tu frente.” He aquí la ley del trabajo impuesta por Dios a la humanidad.
Nadie puede eximirse de ella: en una u otra forma, bajo este o aquél aspecto, todos rinden homenaje al trabajo, fuente de la vida material y de la bienandanza y prosperidad de los pueblos. Será más o menos copioso el sudor que se vierta humedeciendo nuestros rostros, según el trabajo que se practique; pero todos, desde el príncipe hasta el último vasallo, aportan su tributo a esa inexorable ley, por la cual viven y se acrecientan las sociedades.
El monarca, preocupándose desde las alturas de su trono, de las necesidades del pueblo que Dios confió a su cuidado; el sabio, estudiando en su laboratorio los grandes misterios de la naturaleza; el soldado, oponiendo la fuerza de sus armas a posibles asaltos enemigos; el jurisconsulto, restableciendo la equidad en perturbados derechos; el sacerdote, curando las almas; el médico, sanando los cuerpos; el filósofo, escudriñando hondos arcanos; el artista, deleitando y conmoviendo a la multitud; el industrial, fomentando con el intercambio de sus productos las relaciones entre lejanos pueblos; el obrero, suministrando los artefactos necesarios que decoren nuestro hogar; el labrador, abriendo los alimenticios surcos de la tierra…, todos, sin excepción, laboran, trabajan, exprimen de su pensamiento o de sus manos una gota de su ardoroso jugo…
¿Quién se halla exento del trabajo? No creáis que los poderosos, aquellos que atraviesan deslumbrando con sus riquezas al mundo, dejan de pagar el indispensable tributo porque tengan asegurado el pan nuestro de cada día. ¿Acaso el pan lo constituye sólo la porción alimenticia que nutre nuestro cuerpo? ¿Es que no hay hambre de justicia, de gloria, de dominio, de poder, de amor?... ¿Es que todo se circunscribe en la vida a las prosaicas necesidades del cuerpo? ¿No tenemos alma?... ¿Y todas las necesidades del ama pueden satisfacerse con el oro?...
Pero atengámonos al trabajo, en su estricto sentido, tal como lo consideraba el mundo en sus primeros tiempos: aquella labor ruda, áspera, grosera –según el sentir de los antiguos-, donde todo se confiaba al vigor y energía de los brazos: el trabajo manual, en una palabra.
Los pueblos paganos, desconocedores del verdadero Dios, y, por consiguiente, de su santa Ley, sentían verdadero horror por el trabajo corporal. Los helenos, los egipcios, los tracios, los escitas, los persas…, tenían al obrero manual por el último de los ciudadanos.
Sin remontarnos a tan lejanas comarcas, podemos encontrar iguales muestras de desprecio y aversión al trabajo en más cercanos pueblos de Europa. Tácito refiere que entre los pueblos que habitan las orillas del Rhin, se consideró como rebajamiento e indignidad ganarse la vida trabajando. César, en su comentario de la guerra de las Galias, nos muestra en diferentes ocasiones el menosprecio con que miraban los galos todo género de trabajo, aun el agrícola. Lusitanos y cántabros, dice Justino, dejaban las ocupaciones penosas, encomendando el trabajo de las tierras a las mujeres y los esclavos. Cicerón, en su obra De officiis, condena brutalmente el trabajo, no sustrayéndose a su menosprecio los obreros que soportan terribles labores en beneficio de la sociedad. Jamás, dice, puede salir nada noble de una tienda o de un taller. Y Séneca exclama: “Es vulgar el arte de los obreros que trabajan con sus manos: procura las cosas necesarias para la vida, pero no tiene honor ni apariencias de honradez. El trabajo pertenece a los más viles esclavos. La sabiduría habita más elevados lugares: no forma las manos para el trabajo, ni fabrica instrumentos para los usos de la vida.”
Así podríamos seguir citando textos que patentizaran el horror con que la antigüedad miraba la santa ley del trabajo. El ejército de los trabajadores se componía, pues, casi únicamente, de la multitud innumerable de los esclavos. Cierto que algunos hombres libres, para subvenir a las muchas necesidades de sus numerosas familias, se contrataban como obreros en el taller. Pero al contratarse se equiparaban con los míseros hombres víctimas de la esclavitud. Tan sólo diferenciábamos de ellos el salario que recibían, salario que, según Cicerón, no excedía de doce ases, o sea ochenta céntimos por día; precio que tenía algo de humillante, y que los antiguos no vacilaban en estrigmatizarla con estas palabras: Auctoramentum servitutis.
¡Situación degradada la del trabajador en el mundo antiguo! ¡Ah! Era preciso que el trabajo, orden sublime de Dios, fuese acatado, reverenciado igualmente por todos los hombres.
(CONTINUARÁ… Pag 280)