Después de la dignidad sacerdotal, la militar
ocupa el primer puesto. ¿Qué sería de la sociedad sin ministros de la cruz y de
la espada? ¿Qué sería de todos nosotros si no hubiese varones abnegados que
consagrasen su vida en defendernos? Porque la misión del sacerdote y del
soldado, es esa: defendernos. El primero lucha contra nuestros enemigos
invisibles: las malas pasiones, los instintos groseros, los vicios, las dudas,
el error…, todo cuanto puede oponerse a la felicidad del alma y hacernos perder
para siempre la patria celestial. El segundo libra combates contra los hombres
que, guiados por el afán del lucro y la conquista, llegan a las fronteras ávidos
de arrebatar territorios que no les pertenecen. Nuestra seguridad, nuestra
independencia, radican en la fuerza del soldado. ¡La fuerza que, en estos
casos, es la garantía del orden!
Por eso inspiran tanta simpatía los ejércitos
nacionales. Cuando ellos, uniformados, ordenados, desfilan al compás de una
marcha briosa ante la multitud, ésta se conmueve, y su corazón transpira ráfagas
de entusiasmo… No es el uniforme brillante lo que seduce, ni el esplendor de
las espadas desnudas que besa el sol, ni el aire marcial de los instrumentos músicos…
Ella, la vulgar muchedumbre, no sabiendo explicar la verdadera causa de aquel
contentamiento que invade su espíritu, lo atribuirá quizá a lo accidental y
accesorio. Pero en realidad no es así, obedece a la confianza que la inspira el
soldado a su paso; sabe que él es la salvaguardia de sus derechos, la tutela de
sus intereses, el centinela del hogar nacional, cuyos umbrales no pasará ningún
intruso mientras le quede al soldado un hálito de vida… Y cuando por encima del
brillante pelotón de los guerreros la bandera asoma, todos, hombres y mujeres,
niños y ancianos, le rinden profundo acatamiento, porque aquel trozo de tela
sublime que el viento acaricia, es la Patria llevada en alto por sus leales
defensores; ¡todo va allí!, nuestras creencias, nuestro idioma, nuestros
amores, nuestras costumbres, nuestros hogares, ¡toda la tierra bendita donde
empezamos a vivir y donde empezamos a querer!... Quien la conduce, moriría
antes de entregarla al enemigo. Y cuando sus manos, desangradas y entorpecidas
por la lucha, no pueden sostener la gloriosa enseña, la pondrá en las manos
animosas de otro esforzado compañero, quien, como aquél, la mostrará orgulloso
en ademán de triunfo. Y así irá la bandera, de uno a otro paladín. Y el pueblo
respirará tranquilo porque sabe que su Patria está amparada por la fuerza del
militar pundonoroso y bravo.
¡Triste es confesarlo!; pero solamente en la
fuerza estriba la libertad y garantía de las naciones. El amor universal no ha
llegado todavía al mundo. Todos los días pedimos a Dios que llegue a nosotros
su reino, el reino de la paz; pero la plenitud de la paz y del amor sólo se
halla en el cielo. Allí, donde no puede penetrar el odio, nos amaremos
intensamente los unos a los otros sin bastardías y egoísmos. Aquí abajo, en la
tierra, hacen falta los ejércitos permanentes. Cuando no podemos tiranizar a
los otros, nos tiranizamos a nosotros mismos.
Las almas de los ciudadanos forman el alma de
los pueblos. Cada pueblo tiene su alma, que es la suma de los muchos odios y de
los escasos amores de sus hijos…
Las naciones gustan de alimentarse con
naciones, y por esto, para preservarse del mal común, inventaron, primero la
saeta, después la lanza, luego el cañón… más tarde, ¡quién sabe!... Hoy unas,
mañana otras, las naciones no dejan de azuzarse, pese a todas las predicaciones
pacifistas. Las sesiones de ginebra y de la Haya, proclamaron el ideal
cristiano de la paz Pero ¿dónde está la paz? Mientras se habla de paz,
emperadores, reyes y presidentes de república afilan sus bayonetas, y ensayan
nuevas fórmulas de explosivos…
Digámoslo para nuestra confusión, para nuestra
vergüenza: necesitamos el auxilio de la fuerza; tenemos que pedir y bendecir
los ejércitos; tenemos que hacer votos porque no concluya esa raza de héroes,
prestos siempre a derramar su sangre por la seguridad de nuestros estados.
A esa raza inmortal perteneció San Jorge.
A los diez y siete años abrazó Jorge la carrera
de las armas. Su inteligencia y su ternura le merecieron la estimación del
emperador Diocleciano, quien en pago de los grandes servicios prestados a la
patria, nombró a Jorge tribuno militar, grado equivalente al nuestro de
coronel.
La conciencia y el honor fueron los rasgos
distintivos de este militar ilustre. Y por esto, por su conciencia, por su
honor, Jorge, que siempre había cumplido estrictamente sus deberes de soldado,
se negó a obedecer, en cierta ocasión, las órdenes del emperador de Roma. No
quiso coadyuvar al crimen. Rehusó amarar con la fuerza de sus armas la barbarie
y la tiranía. ¿Fue este un acto de indisciplina?
La obediencia alcanza sus límites, como lo
alcanza el mandato. Cuando el mandato atenta a nuestra dignidad, a nuestra
conciencia, a nuestro honor, entonces nos es lícito declararnos en rebeldía,
desoír la voz autoritaria, venga de donde viniere. Lo contrario, en vez de
engrandecernos, nos envilecería.
Y si en nuestra obediencia estriba la felicidad
o la desgracia, no ya de nosotros mismos, sino de toda una colectividad, de
toda una nación, cuya seguridad se halla en nuestras manos, entonces, la
obligación de no acatar mandatos que lesionan ajenos intereses reviste un grado
mayor. Ya no nos pertenecemos a nosotros, sino a los demás.
Por eso, el militar, más que nadie, está
obligado a no obedecer la injusticia y la iniquidad. Y San Jorge que era el
modelo del soldado, aparece magnífico, sublime cuando se opone a las órdenes impías
del feroz Diocleciano. ¿Por qué han de violarse inocentes vírgenes? ¿Por qué
han de sacrificarse indefensos niños? ¿Por qué no han de ser libres para adorar
a Cristo? Si adoran los gentiles a los falsos dioses, ¿por qué ellos, los
cristianos, no han de rendir culto a su Dios, al mismo Dios verdadero?...
¡Al único Dios, sí! San Jorge lo proclama, lo
confiesa, lo acata públicamente. Ni el interés ni el miedo logran que haga
traición a su honor, a su conciencia y a su fe. Es el soldado valiente que
lucha contra la iniquidad. Por eso se le representa con una lanza hendiendo el
cuerpo de descomunal dragón, imagen que hace referencia a un episodio de su
vida, que unos autores, como Juan Darche, consideran histórico, y otros
meramente legendario. Sea cierto o no, real o simbólico, signifique la victoria
sobre un dragón verdadero, o el triunfo sobre la idolatría y la liberación del
alma, siempre, San Jorge atravesando con su lanza al monstruo, representa, como
dice muy bien Ernesto Hello, la victoria sobre un enemigo, la derrota del
fuerte, la libertad del débil, e indica el carácter de San Jorge. San Jorge debía
ser, primero, soldado pundonoroso, del ejército de Roma, luego atleta
invencible del ejército de Cristo, después el
gran mártir, como le llaman los griegos, y por último, el patrón de las
victorias, el tutelar de los héroes cristianos. Empezó con el heroísmo natural
para llegar al sobrenatural. Los dones sobrenaturales –dice el Padre Faber-, se
injertan siempre en los dones naturales que les son más análogos.
Ved a San Jorge, pletórico de fortaleza
cristiana, frente a Diocleciano, respondiendo a las blasfemias que el monarca
impío profiere contra el Salvador de los hombres.
“Emperador, yo soy cristiano y no temo afirmar
públicamente mi fe y mi amor al Rey celestial a quien acabáis de ofender. ¡Qué
extraño error es el vuestro en envileceros con el culto de los ídolos y en
prosternaros ante unos pedazos de metal y piedras! En las estatuas que llenan
vuestros templos sólo adoráis al demonio. No hay más que un solo Dios verdadero
y es el Dios de los cristianos, que ha criado el cielo y la tierra, y que es el
único que merece nuestras adoraciones y homenajes.”
Y aun añadía, atajando con denuedo las palabras
persuasivas de tan astuto como cruel monarca: “Soy cristiano, y el Dios a quien
sirvo me dará la victoria sobre Satanás y sus ministros; ten, pues, entendido
que ni me han de ablandar tus ruegos, ni me han de arredrar tus amenazas. Todos
tus beneficios son vanos y tus presentes semejantes al humo que disipa el
viento; tu poder es pasajero y tu trono vacila ya bajo tus pies. No echo de
menos los honores que me has concedido hasta el día, porque aspiro a la gloria
eterna. ¡Oh! Permita el cielo que conozcas muy pronto al dios Omnipotente, que
a mí y a todos los que le aman reserva bienes imperecederos.”
Diocleciano ya no quiso oír más, y entonces
ordenó a sus verdugos iniciaran sobre el cuerpo de San Jorge aquella serie de
horribles tormentos que valieron al Santo el sobrenombre inmortal de gran mártir.
Un ilustre historiador eclesiástico, hablando
de San Jorge, dice que sufrió mil muertes, una tras otra. Por esta exageración
sublime, sospechamos algo de las cruelísimas torturas con que afligieron el
cuerpo de aquel esforzado paladín de nuestra fe. La piedra, el látigo, la rueda
dentada, el borceguí de hierro, el amargo brebaje, el fuego, la cal…: no hubo
instrumento de martirio que sobre el ínclito soldado dejara de ensayarse. Pero
todos los suplicios resistiólos el gran mártir
entre cánticos de alegría, recitando los salmos de David. Y no murió hasta que
el Santo suplicó a Dios se dignara concederle al fin la palma del martirio.
Entonces, al fiero golpe de uno de sus verdugos, que le cortó la cabeza, exhaló
su postrer suspiro aquel hombre insigne que tuvo la santa audacia de rebelarse
contra el poder ominoso de un tirano.
San Jorge había nacido el año 280, en
Capadocia, o, según otros, en la ciudad de Diospolis o Lidda (Palestina).
Como las actas de este santo fueron alteradas
en el siglo IV por los herejes arrianos, es difícil discernir la veracidad de
muchos detalles.
La devoción a San Jorge se halla muy extendida.
La Iglesia le invoca como a uno de sus protectores en los combates contra la
verdad y la justicia.
San Teodoro Siceata, al predecir al conde
Mauricio su futuro advenimiento al imperio griego, recomiéndale que tenga
devoción especial a San Jorge. Dícese que San Jorge se apareció al ejército de
los cruzados antes de la batalla de Antíoco, y que los infieles fueron vencidos
por gracia suya. Háblase también de otra aparición de San Jorge a Ricardo I,
rey de Inglaterra, que combatió victoriosamente contra los sarracenos.
La ciudad de Constantinopla tuvo en otro tiempo
varias iglesias dedicadas a San Jorge. La más célebre se hallaba a orillas del
Helesponto o estrecho de los Dardanelos, por lo cual se ha llamado a dicho
brazo de mar Brazo o Canal de San Jorge.
San Jorge era el patrón principal de la república
de Génova, y en un Concilio nacional celebrado en Oxford el año 1222, se declaró
su festividad de precepto para toda Inglaterra.
En España se le rinde gran culto, especialmente
en Alcoy (Alicante), donde las fiestas de San Jorge, patrón de la ciudad,
revisten esplendor extraordinario.
La villa de Cheviéres, cerca de Compiegne
(Francia), posee varias de sus reliquias, y en Diospolis, su ciudad natal, según
algunos, se ve aun una iglesia edificada por Justiniano en honor de tan
valeroso cristiano.
La fiesta de San Jorge se halla señalada en
todos los martirologios el 23 de Abril.