sábado, 26 de mayo de 2012

SAN FELIPE DE NERI




El Santoral cristiano es como una de esas grandes y hermosas urbes que a cada instante suscita con sus monumentos la admiración del viajero, que llega desde obscura e ignorada aldea.
Acostumbrado a no ver más que el reducido perímetro de su lugar, se asombra ante aquella dilatada red de vías cuyo fin no alcanza, y ante aquellos edificios que rivalizan en suntuosidad.
Así nosotros, que no vemos más que los mezquinos méritos del mundo moral que nos rodea, cuando ingresamos por las arcadas de la gran ciudad donde viven los Santos, no podemos menos de sentir profunda admiración. Y, como se detiene el aldeano ante los robustos sillares de templos y palacios, nos detenemos también frente a los grandes elegidos del Señor, que son imperecederos monumentos de virtud.
Tal sucede con San Felipe de Neri, cuya alma es templo magnífico de refinadas perfecciones que nos asombran y cautivan.
En nuestra excursión por el Santoral cristiano, hoy hemos dado con esta gran figura, y a fe  que el hallazgo merece que nos detengamos por algún tiempo en su contemplación.
Desde la edad de cinco años fue llamado este Santo por sus contemporáneos Felipe el Bueno. ¡Y murió a los ochenta!... Juzgad qué de riquezas no atesoraría un espíritu que se consagra durante todo ese largo espacio de tiempo a practicar exclusivamente el bien. Porque fue esto, y nada más que esto, lo que hizo San Felipe de Neri sobre la tierra. Toda su vida es una continuada ascensión por la montaña de la virtud, sin sacudidas, sin desmayos, sin crisis.
Asno y malvado se llamaba a sí mismo. Dando consejos a una mujer muy combatida por el demonio, le avisaba con estas palabras: -“Cuando sintáis semejantes tentaciones, decid al mal espíritu: Yo te acusaré a aquel asno, a aquel malvado de Felipe.”
Obraba grandes maravillas; pronosticaba importantes acontecimientos, pero nunca pensó que aquellos milagros y aquellas profecías fuesen el premio otorgado por el Señor a sus grandes virtudes, sino que los miraba como un exceso del amor divino que se complacía en distinguirle con tan excelsos favores, para confundirle y hacerle desviar del camino de sus iniquidades.
Nació en Florencia el año 1515, y desde su niñez hizo tan poco caso de la vanidad del mundo, que habiéndose quemado gran parte de la hacienda de su padre, no experimentó el menor sentimiento de tristeza; y dándole en cierta ocasión uno de sus ilustres parientes un papel en donde se hallaban empadronados todos los ascendientes de su familia, lo rasgó sin leerlo. Esto último caracteriza ya suficientemente su humildad, y así no es extraño que cuando su padre le confió a un tío suyo, rico comerciante de Nápoles, el cual destinábale a sucederle en los negocios y a ser el heredero de su fortuna, Felipe rehusase y marchara a Roma a estudiar Teología, y que resistiéndose luego a la alta dignidad del sacerdocio, fuese menester un mandato para decidirle a aceptar el presbiterado.
Padre de las almas y de los cuerpos se le llamaba en Roma a causa de su gran caridad, porque él sostenía a muchas familias vergonzantes, dotaba a doncellas pobres, socorría los establecimientos religiosos, restableció la costumbre casi perdida, de visitar los hospitales, y abrió su casa a cuantos venían a demandarle protección, ayuda, consejos… Así se agruparon alrededor suyo discípulos de tan rara virtud y ciencia como Juan Manzola, Juan Bautista Yodo, Francisco María Taururo, antonio Fucio, Enrique Petra… Y así brotó, sin darse él apenas cuenta, la admirable Congregación del Oratorio, a la que pertenecieron Juan Francisco Bourdin, arzobispo de Aviñón, Alejandro Fidele y el cardenal Baronio, autor de los célebres Anales eclesiásticos.
La Congregación del Oratorio quedó fundada en 1575, siendo confirmada por el Papa Gregorio XIII, que dio a Felipe la iglesia de San Gregorio.
El ilustre hijo de Florencia se negaba a ser jefe de aquella Congregación, y para hacerle aceptar fue preciso una orden absoluta del Papa.
Él quería marchar al desierto, para allí, libremente, solazarse con Dios; pero Dios le manifestó su voluntad por medio de un alma bienaventurada que se apareció al Santo y le dijo: “Felipe, la voluntad de Dios es que vivas en esta ciudad, como si estuvieras en el desierto.” Y Felipe obedeció, y la ciudad de Roma fue para él como un desierto; desierto, según frase de un ilustre escritor, poblado de pecadores, donde, sin turbar su soledad, le rodeaban las multitudes.

(CONTINUARÁ… pag 464)