“Mañana!” He aquí la respuesta que muchas veces
nos damos a nosotros mismos, cuando sentimos acariciada el alma por una dulce
voz interna que nos invita a realizar alguna buena acción.
“¡Hoy!” He aquí, en cambio, lo que respondemos
al punto cuando nos espolea algún deseo que nos induce al mal.
Negligencia para lo recto, lo noble, lo digno;
diligencia para lo torpe, lo liviano, lo impuro… Es la característica de la
humanidad.
Flojos, perezosos, indecisos ante las ocasiones
que se nos presentan de practicar la virtud, dejamos pasar las mejores horas de
nuestra vida sin adquirir los verdaderos méritos; en tanto que las empleamos en
acudir solícitamente a aquello que sólo puede ocasionar nuestra ruina de alma y
de cuerpo. Todo lo bueno para mañana; todo lo que merece reprobación y censura
para hoy. ¡Y si al menos ese mañana, para muchos remisos llegase alguna vez!...
¡Pero si siempre en ellos es el hoy de irreligiosidad, de crápula y
libertinaje!...
Aplastar ese mañana que nos impide gozar hoy
de la tranquilidad de conciencia, no fiar al porvenir lo que puede hacerse en
el presente, debiera ser la norma de nuestra cristiana conducta.
Y esto es a lo que nos invita el glorioso San
Expedito.
¿No visteis la imagen de este mártir ilustre?
San Expedito aparece vestido con el uniforme de los soldados romanos. En una de
sus manos sostiene la palma de su triunfo, de su martirio, y en la otra eleva
una cruz donde se graba esta palabra latina: Hodie. Un cuervo, bajo los pies del santo, parece que pugna por
desasirse; pero la planta del ínclito soldado fijándose fuertemente sobre las
alas del ave, imposibilita todos sus esfuerzos para huir.
¿No adivináis el símbolo de esta figura? La
cruz, arriba, alzada triunfalmente por el valeroso atleta de Cristo; el cuervo,
abajo, aprisionado por los pies del mártir glorioso La cruz lleva esta
inscripción: “Hodie” que quiere decir hoy. El cuervo… ¿No oísteis alguna vez su
graznido? “Crás-crás”. Pero crás en
la lengua del Lacio significa “mañana”.
El Santo parece decirnos: “Cristiano, alza como
yo la cruz; levántate por los sacrificios, las abnegaciones, la caridad al prójimo,
la penitencia”. Embraza todas las virtudes; haz con ellas tu hodie; ninguna de las inspiraciones
santas, de los buenos deseos, de los nobles anhelos de regeneración, dejes para
el mañana, para el crás. El negro
cuervo que lo profiere, revuélquese a tus pies, retenlo con energía, con
fuerza, con fiereza, para que no pueda escapar, para que no pueda subir y
revolotear con sus negras alas alrededor de tu cabeza aturdiéndose con su sordo
graznido: “crás-crás”, “mañana-mañana…”
Sí: San Expedito, el abogado especial de los
asuntos arduos, de los casos urgentes, espirituales y temporales; de las
personas que tengan negocios no reñidos con la sana moral cristiana y que
requieran pronta solución, nos enseña con su actitud que no debemos hacer caso
de la falsa teoría de los pecadores, quienes siempre para salir de sus
miserias, tienen presente en vez del hoy, el mañana, indeciso y vago… Enséñanos
que no debemos dilatar el pedir al Rey de las celestiales misericordias, las
gracias que necesitamos para salir de nuestra abyección; que no debemos nunca
dudar de la bondad divina; que es preciso seguir las suaves inspiraciones del
Señor; en suma, que no debemos dejar para mañana todo lo bueno que se puede y
se debe hacer hoy.
¡Mañana!... ¡Hoy!... ¿Pero nos hemos dado
exacta cuenta de lo que representan estas dos palabras? Mañana, es el porvenir,
nebuloso, sombrío, inseguro. Hoy, es el presente, efectivo, cierto. Todo lo
bueno que hagamos hoy, estará hecho. Todo lo bueno que dejemos por hacer para
mañana, no sabemos si se hará.
Fijémonos por un instante en la calidad de
nuestro poder para abrazar la virtud. Un acto solo de nuestra voluntad puede
hacernos profesar el bien. El bien lo podemos alcanzar en cuanto queramos. Si
deseamos ser buenos, abnegados, virtuosos, lo seremos, indudablemente, como
somos por nuestra propia voluntad hombres pecadores. El pecado y la virtud
caminan junto a nosotros. En nosotros está decidirnos por uno de los dos. En
esta elección nuestro gusto es rey. No ocurre lo propio en los otros deseos que
agitan nuestro espíritu. Quisiéramos ser ricos, pero las dificultades se
amontonan, y no podemos pasar de una decorosa medianía. Quisiéramos honores,
encomiendas, veneras y cruces, pero la superioridad no juzga nuestros hechos
dignos de tales honras. Quisiéramos emular las glorias de aquel sabio o aquel
artista, pero nuestro talento es mediocre, y por más esfuerzos que hagamos jamás
llegaremos a ostentar el laurel de sus resonantes triunfos…
“Querer es poder”, dice un antiguo refrán. No
es rigurosamente exacto: nuestros deseos se estrellan muchas veces contra obstáculos
invencibles. Quien carece de genio poético, aunque quiera, no arribará a la
morada del Dante, como Dante, a pesar de su gran talento, no hubiera podido, de
proponérselo, trabajar con igual éxito en el terreno de los Pitágoras y Arquímedes.
Cada cual nace con su aptitud especial: fomente
esta aptitud y acaso sea una celebridad; pero sálgase del marco que le trazó
Dios, y entonces, por muchos esfuerzos que realice, apenas si logrará
entreabrir la puerta de aquella ciencia, profesión o arte en torno de la cual
flotan sus deseos.
“¡Querer es poder!”… ¡Cuántos quisieran llevar
sobre sus cabezas la corona de un rey, y sólo alcanzaron que rodasen sus testas
ambiciosas al certero hachazo del verdugo!...
“¡Querer es poder!”… ¡Desde hace veinte siglos
los enemigos de la Iglesia sistemáticamente, continuamente, en una u otra
forma, revestidos con este o aquel disfraz, trabajan por destruirla, y la
Iglesia de Cristo permanece en pie, desafiando las iras de los hombres!...
Desengáñense: en rigor, sólo hay una cosa que
en queriendo se puede alcanzar: la virtud. Para conseguirlo no hay sino querer
enderezar la voluntad hacia el bien. Y como todos tenemos voluntad, todos, si
queremos, podemos ser virtuosos. ¿Quién no ha sido bueno alguna vez? ¿Quién no
ha prestado un consuelo, quién no ha dado una limosna, quién no se ha
compadecido, aunque fuera momentáneamente, de la ajena desgracia? Todos han
sido buenos: ¡pues qué!, ¿la niñez tiene malicias? ¿Y todos no fuisteis niños?
Pues si fuimos buenos, heri –ayer-, ¿por qué no serlo hodie
–hoy-, y… ¡siempre hoy!, y…¡siempre hoy!, sin aguardar al cras –mañana? ¿Por qué no empezamos
desde ahora a predicar la virtud y lanzar fuera de nosotros al vicio? En el
mismo instante en que con el pensamiento, con la palabra o con la obra
consumamos nuestro delito, ya se fulminó contra nosotros terrible sentencia de
eterna condenación. Desde que ese delito se llevó a cabo, exclusivamente para
castigarlo se hallan dispuestos los eternos atormentadores. Y sabiéndolo, ¿no
experimentaremos temor alguno? ¿Tendremos aun valor para confiar nuestro
arrepentimiento al mañana inseguro? ¿Nos atendremos más bien a la opinión que
nos anima a confiar en medio del riesgo, que a la que nos exhorta a temer santa
y provechosamente?
“¡Crás-crás!” ¡Mañana-mañana!..., decís: ¿Y si
la muerte os sorprende hoy? ¿Hay algo que pueda prometernos con seguridad un
solo momento de vida? Las Parcas no son tres, como decían los antiguos, sino innumerables.
Cada hombre puede esgrimir alrededor nuestro la funesta hoz. Y del mismo modo
que el hierro engendra el orín, la madera su carcoma y el paño su polilla, el
hombre engendra dentro de sí mismo a la muerte. Si esto es así, si la muerte
puede sorprendernos cuando se le antoje, aplazar para mañana nuestra enmienda
es la mayor de las locuras.
Sabe el pecador que mientras no se arrepienta,
la pira eterna se está alimentando para recibirle; y sin embargo, sigue con sus
malas costumbres: si usurpó haciendas, no las restituye; si manchó
reputaciones, no se apresura a darles su primitiva limpidez; si odia, no
sustituye el odio por el cariño… Inmóvil para el bien, y afanoso para el mal,
deja transcurrir las horas, y ese mañana
de moral rehabilitación no llega nunca. Siempre es el hoy preñado de concupiscencias y desordenados deseos. Los minutos,
las horas, los días, las semanas, los meses, los años…, pasan sobre él sin
querer salir del pantano donde se sumergió. “¡Crás-crás!” ¡Mañana – mañana!...
¡Ojalá que en la festividad de San Expedito, nuestro
corazón, en presencia de la imagen del milagroso guerrero, se apresure a
pedirle, no la consecución de este o aquél deseo frívolo y mundano, sino el tesón
necesario para aplastar el cuervo simbólico de un futuro de conversión que
nunca llega, y alzar en nuestras manos la Cruz bendita con su hodie refulgente de sacrificios,
caridades y abnegaciones!
Porque esto, que es nuestra felicidad temporal
y eterna, es lo que debemos pedir al glorioso mártir San Expedito. San
Expedito, como todos los Santos, sólo puede abogar por nosotros en aquellos
asuntos que no se opongan a nuestro aprovechamiento espiritual. Decimos esto,
porque no han faltado devotos sui géneris
–los llamaremos así- de este Santo, que han marcado sus peticiones con un tinte
tan extremado de mundanalidad, que, al creyente fervoroso, al católico grave y
sincero, movieron a indignación, y en los labios de nuestros enemigos
provocaron burlonas sonrisas.
Estos devotos remedaron la costumbre de
aquellos célebres bandidos que correteaban por la serranía andaluza en tiempos
antiguos, los cuales encendían una lámpara a la Virgen para que los pusiera al
alcance de ricos viajeros a quienes poder desvalijar.
¿Puede darse un concepto más equivocado de la
Religión? ¿Puede llegar a más la estulticia de muchos hombres? ¡Pedir a un
Santo que abogue porque se realice un mal, un grave daño, un pecado grosero…!
Pero ¿quiénes eran los que así procedían…? ¿Hasta qué extremo puede llegar la
locura o la candidez?
Afortunadamente, enterada la Santa Sede de
estos desvaríos que comprometían grandemente la seriedad de nuestra Religión y
ofendían al Santo ilustre, cuyo culto comenzaba a extenderse, puso coto al
abuso dictando acertadas disposiciones.
Y aquí hace falta aclarar un punto. Creen
muchos que la Autoridad apostólica abolió el culto de San Expedito. No es así:
la Iglesia, por la devoción errónea de algunos fieles, no puede quitar de los
altares los Santos, las venerandas figuras que han sido consagradas por la
tradición de muchos siglos y cuyos nombres figuran en las páginas del
martirologio. San Expedito, como siempre, continúa en los altares de la
Iglesia, que le mira como a uno de los muchos esclarecidos mártires que
vertieron su sangre por la causa divina del Salvador. En su honor celebran
anualmente solemnes cultos las cofradías que le tienen por su celestial
patrono, y a él acuden reverentemente las personas en realidad piadosas que no
bastardean sus peticiones con mezquinos intereses de la tierra. La influencia
de San Expedito es grande, y siempre se halla pronto a interceder por el bien
de aquellos que le invocan.
Lo mucho que se ha hablado –por las
circunstancias dichas, que todos los verdaderos católicos lamentan- de San
Expedito, ha sido causa de que algunos, fundados en las escasas noticias que
tenemos del Santo, dudaran hasta de su existencia. Nada más lejos de la verdad.
También se duda de Homero y Shakespeare, y sus obras geniales corren de mano en
mano.
San Expedito vivió, y la cristiandad al rezarle
y ofrecerle sus obsequios, no rinde culto a un fantasma.
San Expedito era jefe de una legión romana que
marchó a las regiones del Ponto, donde por su amor a Jesucristo, alcanzó la
corona de los mártires. Triunfo acaecido en la época de Diocleciano, siglo IV
de la Iglesia.
No sabemos más, es cierto. Pero ya es bastante.
Desconocemos los otros pormenores de su vida. A nosotros para glorificarlo, bástanos
saber que tuvo el valor suficiente para derramar su sangre por Cristo. ¿Quién
de nosotros hará igual?
Acudamos a este Santo, y para desagraviarle de
las graves ofensas que muchos falsos devotos le han hecho, pidiéndole influyera
en la realización de mezquinos negocios y asuntos terrenales, roguémosle lo que
es más de su agrado: levantar como él en nuestra mano la cruz que ostenta el hodie, y oprimir, a imitación suya, el
cuervo de negras alas que nos dificulta nuestra espiritual regeneración con su
monótono e imperturbable “crás-crás…”
(CONTINUARÁ... Pag 392)