viernes, 20 de abril de 2012

SANTA INÉS DE MONTEPULCIANO



Todos los días, apenas la esquila parroquial convocaba a los fieles, iba a Montepulciano desde humilde pueblecillo, enclavado en sus cercanías, una niña encantadora. Sólo un afán la guiaba: asistir al Santo Sacrificio de la Misa. Montepulciano es una pequeña ciudad de Italia, situada en el antiguo ducado de Toscaza, departamento de Arezzo.
A la entrada de la citada población, alzábase para desdicha de sus habitantes, en la época a que hace referencia nuestra historia, una de esas mansiones míseras donde el vicio gusta de fijar su residencia. A través del enrejado de sus balcones percibíanse algunas voces groseras, frases de liviandad y escándalo, y asomaban desvergonzados rostros en cuyos pómulos el licor puso colores de embriaguez, y en cuyos ojos destellaba el mirar impúdico.
Junto a aquellos muros había necesariamente de pasar, dirigiéndose a Montepulciano, la niña angelical que por su nombre, por su amor a Dios, por su inocencia y demás virtudes, era digna hermana de aquella gran Santa Inés martirizada en Roma.
Sólo contaba nueve años, y ya era famosa en toda Toscaza la virtud de Inés de Montepulciano. Su nombre había llegado en brazos de la alabanza popular hasta la mansión donde el pecado tenía constantemente su refugio; y las desdichadas mujeres que allí vivían, sabedoras de que Inés dirigíase todos los días a Montepulciano, procuraron en cierta ocasión estar al acecho de su paso, con objeto de burlarse de ella, y si posible fuera, atraerla a su camino de perdición.
Como de costumbre, la piadosa niña encaminábase un día a la vecina iglesia parroquial. Cuando ya estaba cerca del sitio aquel donde la liviandad había sentado sus reales, escuchó estruendosas carcajadas y frases burlonas y soeces. Y frente a ella, formando desvergonzado grupo, las pobres víctimas de las pasiones impuras incitábanla a entrar en su infame tugurio.
No se arredró Inés por aquel encuentro inesperado, pues quien tiene conciencia de su propia fuerza, sabe positivamente que nadie puede torcer el rumbo impuesto por su voluntad. Inés sólo tuvo un pensamiento: rogar allí mismo por aquellas desgraciadas a Dios, e hincando las rodillas y alzando sus puros ojos al cielo, empezó a orar con la voz del alma…

(CONTINUARÁ… Pag 408)

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