martes, 24 de abril de 2012

SAN FIDEL DE SIGMARINGA


La abogacía es una de las misiones más nobles y delicadas. Librar al inocente de una pena injusta o aplicar al culpable el correspondiente castigo, son grandes servicios prestados a la sociedad, que por la labor del jurisconsulto ve resplandecer en torno suyo la seguridad, la legalidad, la justicia.
Pero quizá en ninguna otra profesión se pone tan a prueba la honradez del ciudadano. De un lado el sentimentalismo y de otro la influencia ajena y el propio interés, laboran de continuo por desviar al letrado del espíritu de la ley. 
Por esto se requiere que todo aquel que se consagre a la carrera de la jurisprudencia, se revista de serenidad, de imparcialidad, y no comprometa con su indulgencia o severidad excesivas, el carácter que siempre debe ostentar la Justicia.
¡Cuán augusto el ministerio de la ley, y cuánta grandeza y serenidad debe irradiar el corazón del que defiende o acusa!
¡Con qué tacto, con qué escrupuloso tino deberá conducirse en sus juicios, en sus deliberaciones!...
¡Qué responsabilidad la suya, si por un error judicial devuelve a la sociedad un miembro corrompido, o por el contrario, si hunde para siempre en el descrédito, en la sombra de una cárcel o en la deshonra del patíbulo, a un individuo que no tuvo participación en el delito que se le imputó!...
¡Cómo gritará la conciencia del abogado, del magistrado, del juez, reprochándole los tortuosos caminos que empleó para desfigurar los hechos, haciendo aparecer ante el mundo, ya el delito disfrazado con manto de inocencia, ya la inocencia revestida con el traje deshonroso de la culpabilidad!...
El magistrado que olvida su deber comete un crimen monstruoso, porque so capa de guardar la ley, la desacata, la pisotea y desautoriza.
¡Felices los que a toda otra mira de lucro, de compasión o animosidad, anteponen, al examinar un delito, el estricto cumplimiento del deber! ¡Dichosos los magistrados que imiten al glorioso San Fidel de Sigmaringa!
San Fidel fue siempre, durante el tiempo que ejerció la noble profesión de abogado, el amparador del Derecho, el varón digno que veló constantemente por los fueros de la justicia, sin doblegarse por nada ni por nadie.
A ello contribuyó grandemente la exquisita educación religiosa que recibiera en su niñez. Quien sea educado de una manera solícita en los santos principios de nuestra religión, tendrá mucho adelantado, para conducirse rectamente en aquella profesión que sus inclinaciones o las varias circunstancias de la vida le manden seguir. Quien sea buen cristiano, será buen militar, buen magistrado, buen estadista, porque como el cristianismo inculca el amor al Dios, el deber saldrá siempre triunfante, siempre victorioso, siempre vencedor por muchas trabas o dificultades que a su cumplimiento se opongan.
Por esto los padres de familia, antes de pensar qué carrera habrán de dar a sus hijos, debieran ponerse la mano sobre el corazón y preguntarse una y otra vez: “¿Les he enseñado a ser cristianos?” ¡Ah!, si los hijos no son cristianos más que por la partida del bautismo, si no tienen educada el alma más que para la molicie, el placer y el regalo; si no se les enseñó a ser generosos, desprendidos, justos; si no se les nutrió con las máximas sublimes del Evangelio, que son el principal tratado de la moralidad, del decoro; si no son castos, humildes, pacientes… entonces, hay un gran peligro de que un día no sepan, no puedan o no quieran cumplir con sus deberes.
Fidel de Sigmaringa fue educado en el temor de Dios, y así, este santo temor fue siempre la norma de su conducta. En toda su mocedad se conservó Fidel exento de los vicios a que suele estar sujeta la incauta juventud, y a los cuales suele desempeñarse impelida ya del ardor de las pasiones, ya del pernicioso ejemplo de los compañeros.
Dotado de gran aplicación, estudió humanidades en la Universidad de Friburgo, y amante de que en todo resplandeciera la Justicia, determinó seguir la carrera de Derecho. Graduado de Doctor, Fidel abrió su estudio de abogado y empezó a patrocinar las causas de los litigantes con mucho crédito, así por su doctrina como por su reconocida piedad.
Todos los días, antes de entregarse a las obligaciones de su noble profesión empleaba un poco de tiempo en la oración y en la lectura de algún libro espiritual. Era muy devoto de la Santísima Virgen, en cuyo honor ayunaba todos los sábados a pan y agua, y a quien encomendaba la solución de sus asuntos.
Espíritu recto, escrupuloso, justiciero, imparcial, refractario a transigir con la injusticia, por poderosa que fuera la presión que sobre él quisieran ejercer, se ganó profunda antipatía entre los elementos políticos de su país, que veíanle como un obstáculo para la realización de todos esos bastardos fines que mueven los desorganizados engranajes de una corrompida sociedad.
Conociendo Fidel cuán grande era el disgusto que su gestión de justicia producía en aquellos desmoralizados ciudadanos, y temiendo que a la postre, por conquistarse el beneplácito de las clases directoras, claudicase de su deber y perdiera, por condescendencias culpables, la paz de su conciencia y la felicidad de su alma, resolvió apartarse del tumulto del foro, de las cavilaciones y sesgados manejos de litigantes, fiscales y defensores, y abrazar en cambio otro estado en el cual con mayor seguridad pudiera dedicarse al negocio de su eterna salvación, único hacia el que deben tender todas nuestras aspiraciones.
Con tan santo objeto se presentó en el convento que los Padres de la Seráfica Orden de San Francisco tenían en Friburgo, y rogó encarecidamente al Provincial tuviera la caridad de admitirle en aquella ilustre corporación.
Expúsole el venerable religioso los sacrificios que imponía la vida del claustro, sus trabajos, sus penitencias, sus austeridades. Pero a todo respondió el Santo que su voluntad era firmísimo, fruto de una larga reflexión. Sin embargo, el Padre Provincial, temeroso de que aquella vocación no fuese inspirada por el cielo y obedeciera a móviles terrenos, le aconsejó aguardase algún tiempo más, prometiéndole que si persistía en sus deseos no tendría reparo en admitirle a la vida religiosa.
Marchó Fidel, pero anhelando llevar a la cima cuanto antes sus propósitos, emprendió los estudios de la carrera eclesiástica, y habiendo sido promovido a todas las órdenes y consagrado sacerdote en pocas semanas mediante un indulto de la Sede apostólica, logró lo que tanto deseaba, siendo recibido al fin en la venerable Orden de los Capuchinos, el 4 de Octubre del año 1611.
Aunque había entrado en religión a la edad de treinta y cinco años, se amoldó desde luego a las costumbres de los Capuchinos y a las muchas mortificaciones con que suelen ejercitarse los nuevos religiosos. Obediente, humilde, caritativo, piadoso, pronto se captó la admiración y el cariño de sus compañeros, que le miraban como un modelo de todas las virtudes.
Destinado, en vista de sus excepcionales aptitudes, al ministerio de la predicación, el Santo, por orden superior, recorrió las principales ciudades de Alemania, siendo admirable el fruto de su labor evangélica.
Su caridad era inagotable: baste citar como ejemplo que habiendo sido atacado el ejército austriaco, a la sazón acuartelado en una de las provincias alemanas que el Santo recorría, de una enfermedad infecciosa que ocasionaba gran número de víctimas, el ilustre capuchino, sin temor al contagio, asistió a los pobres enfermos con una intrepidez asombrosa, administrándoles los Santos Sacramentos, curándoles las llagas, dándoles de comer con su propia mano, y haciendo, en fin, con ellos, el oficio del enfermero más caritativo y complaciente.
En medio de sus largas y fervientes oraciones, dos cosas pedía a Dios con gran insistencia: que no le dejase caer jamás en ningún pecado, y que le hiciese la gracia de perder la vida en defensa de nuestra santa fe y en obsequio de la religión católica.
Plugo al Señor satisfacer aquellos ardientes deseos. Habiendo recobrado el archiduque Leopoldo algunos valles del país de los grisones, donde imperaba el calvinismo, quiso que varios misioneros católicos pasasen allí para tornar al seno de la verdadera Iglesia el gran número de almas que habían sido maculadas por los errores de la herejía protestante.
Con tan piadoso fin fueron elegidos diez religiosos capuchinos, y mediante la autoridad del Sumo Pontífice, la congregación de Propaganda FIDE escogió por cabeza de la sagrada misión al glorioso San Fidel. Este, en unión de sus religiosos compañeros, dirigióse a últimos del año 1621, al lugar donde su presencia juzgábase necesaria.
De aldea en aldea marchó el incansable apóstol predicando a todos la palabra divina, logrando en poco tiempo que gran número de aquellos herejes abrazasen la verdadera fe.
Indignaron estos triunfos a los ministros calvinistas, los cuales, no pudiendo sufrir la merma que diariamente, por la elocuente predicación del infatigable capuchino, experimentaban sus huestes, determinaron quitarle la vida.
Para ello instaron al santo misionero que fuese a predicarles en la iglesia católica de Servis. Accedió Fidel, y aunque al subir al púlpito halló en un papel escrito: “Hoy predicarás y no más”, no se arredró; antes por el contrario, su corazón inundóse de celestial alegría, pues adivinaba que muy pronto tendría la inmerecida honra de ceñir a sus sienes la corona del martirio.
Terminado el sermón, donde su alma, enamorada del Bien Sumo, transparentóse en cada una de sus frases tiernísimas, el Santo se dirigió al Altar Mayor, haciendo ante el Señor un acto de profundo adoramiento. Después, para que el pecado de los que querían arrebatarle la vida no fuese tan grave, salió al atrio de la iglesia, donde ya le aguardaben buen número de fanáticos calvinistas, los cuales se abalanzaron con furia al humilde apóstol capuchino, e infiriéndole veintitrés heridas, dejaron su venerando cuerpo en tierra, mientras el alma del justo escapábase de los ligamentos terrenales, ascendiendo al cielo en busca de una gloriosa inmortalidad.
Acaeció este martirio el 24 de abril de 1622. San Fidel había nacido el año 1577, en Sigmaringa, pequeña ciudad de Suecia, en el obispado de constanza. Contaba, pues, cuarenta y cinco años de edad.
A los seis meses del martirio sus reliquias fueron transportadas del lugar de Slvis, donde se sepultaron, a la cercana ciudad de Coire.
Fue canonizado solemnemente por Benedicto XIV el 15 de Febrero del año 1719.

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