sábado, 19 de mayo de 2012

SAN PEDRO CELESTINO, PAPA




Ocurre con los santos lo mismo que con los sabios y artistas: sin saber por qué, hay nombres de filósofos o poetas que siendo tanto o más ilustres por sus obras que los de otros colocados en la cima de la fama, permanecen, sin embargo, sumidos en la mayor obscuridad.
Sin saber por qué, hay santos que fueron prodigios de virtud, y que no obstante las diversas circunstancias que en ellos concurrieron para excitar la admiración pública, yacen olvidados, sin que apenas los conozca la multitud.
San Pedro Celestino es del número de ellos. Y nuestra extrañeza por este olvido es tanto mayor, cuanto estudiando su vida vemos que se diferencia notablemente de las demás; que se caracteriza por hechos singulares, brillantes, únicos, capaces de provocar la universal atención.
Lo que este Santo hizo no lo ha hecho ningún otro; a ningún otro acontece lo que le acontece a él.
Todos los santos han sido humildes, caritativos, mortificados, generosos…; pero entre todos ellos no encontramos uno en la historia que de simple religioso y solitario fuese súbitamente elevado a la cátedra de San Pedro, y lo que es más sorprendente, que puesto en la cátedra de San Pedro abdicase por su propia voluntad, sin que nadie se lo disputara, el solio pontificio.
Y, a pesar de ello, Pedro Celestino, el Fénix de la Iglesia, es muy poco conocido del mundo católico.
No parece, como dice un ilustre escritor-, que aquel afán que por huir de la gloria caracterizó toda la vida de San Pedro Celestino, haya inflamado también, en lo que a la humana gloria se refiere, para restarle, aun después de su muerte, la admiración universal.
Porque la humildad fue la perfección que este Santo persiguió durante toda su vida. Y en verdad que rayó en ella tan alto, que creemos no hay varón apostólico, por eximia que sea su santidad, que en la esfera de lo humilde logre superarle.
Imaginaos que le veis con la mirada del espíritu, allá, en su áspera soledad de Morrón; soledad adonde siendo muy joven se retiró para hacer penitencia, abandonando su lugar de Isernia, la aldea de la provincia italiana de los Abruzzos, donde sus ojos se habían abierto a la primera luz.
Imaginad que le veis con su hábito de burda estameña, con sus sandalias de grosero esparto, teniendo por habitación una estrecha cueva, por cama el duro suelo, por alimento amargas raíces…
Este solitario es sacerdote –a ruegos de varios amigos suyos se ordenó en el monasterio de Santa María de Piésoli-, pero es tan humilde, que ya se muestra arrepentido de poseer aquella dignidad, y, aunque al decir Misa siente mucho gusto y devoción, sin embargo, considerando por una parte la alteza de aquél soberano misterio, y por otra su grande indignidad, rehusa ofrecer el Santo Sacrificio;  y para que diga Misa es necesario que una voz divina, cuando el Santo decía en sueño que no era digno de ofrecer el sublime Sacrificio, diga a Pedro: “¿Quién es verdaderamente digno? Sacrifica, a pesar de tu indignidad”.
¿Os vais ya dando cuenta de su humildad profunda? ¿No sorprendéis toda la elocuencia, toda la sublimidad de ese rasgo?...
La Misa, el ofrecer a Dios con manos temblorosas la Hostia, la víctima sacrosanta, ese momento que constituye la mayor dicha del sacerdote piadoso, momento que arrebataba en dulce éxtasis a los más grandes santos de la Iglesia, Pedro Celestino no lo quería vivir. Su humildad parecía levantarle una barrera ante el Altar.
¡Su humildad!... Sí, el Santo, envuelto con ella quería permanecer siempre obscuro, retirado, ignorado de todos los hombres, a solas con su alma, que siendo tan hermosa, a él se le antojaba de mísera condición. Pero Dios no quiso complacerle, y las voces sobre su santidad empezaron a cundir como un murmullo y aumentaron hasta ser un trueno.
En vano el Santo, para evitar la admiración de los hombres, corre desde su desierto de Morrón al de Magella, y desde su desierto de Magella al Morrón: los hombres le siguen, y a la súplica de muchos que querían proseguir bajo sus órdenes la senda de la vida perfecta, Pedro no tiene más remedio que acceder, admitiéndoles en su compañía, y dando principio así a la Congregación de los Celestinos, que tan notoria importancia adquirió en los siglos posteriores.

(CONTINUARÁ… Pag. 353)

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