lunes, 28 de mayo de 2012

SAN GERMÁN OBISPO DE PARÍS



Después del martirio que cimentó la sociedad cristiana, y de la ciencia que la prestó robustez, vino la dirección, el gobierno que perfiló y concluyó la gran obra.
Cuando una tierra ha bebido la sangre del sacrificio, y cuando ha sido penetrada por los rayos luminosos de la doctrina cristiana, esa tierra no pide otro principio de fecundidad que la simiente del sacerdocio y del episcopado. Por esto los grandes Obispos se asientan en la historia de los pueblos cristianos a continuación de los grandes doctores y de los grandes mártires, y su actividad maravillosa viene a dar a todo el edificio su forma y coronamiento.
A través de los agitados siglos, el Episcopado católico, fiel a la grandeza de su misión en el mundo, sigue sin vacilaciones la ruta gloriosa que Dios le trazó, conduciendo por las espaciosas vías de la civilización cristiana, a todos los pueblos que tienen la dicha de someterse a su yugo paternal.
Desde los primeros siglos de la Iglesia, el Episcopado aparece revestido por la Divina Providencia de una fuerza, de un ascendiente beneficioso sobre los pueblos, que en vano los orgullosos poderes de la tierra han pretendido destruir.
Y es que la vida de un Obispo abraza todos los deberes y todas las funciones de la vida civil y religiosa.
Un Obispo, dice un ilustre apologista, bautiza, confiesa, predica, administra las órdenes sagradas, confirma en la fe, dicta las penitencias privadas o públicas, lanza anatemas, levanta excomuniones, concede indulgencias y gracias espirituales…; un Obispo administra los bienes de su clero, pronuncia su fallo como juez de paz en las causas particulares; sirve de árbitro en litigaciones ciudadanas; publica tratados de moral, de disciplina, de teología; escribe contra los heresiarcas y los filósofos; se ocupa de ciencia y de historia; envía cartas luminosas a ilustres corporaciones que en asuntos arduos demandan sus consejos; asiste a los Sínodos y a los Concilios, es llamado a consulta por reyes y príncipes, encargado de negociaciones importantes…; en suma, los tres poderes, religioso, político y filosófico, se hallan concentrados en el Obispo.
Tal fue San Germán, el glorioso Obispo de París. Por su elocuencia, su santidad, sus milagros, su caridad y su influencia cerca de los poderes de la tierra para la salvación y engrandecimiento de su país, es uno de los Prelados más ilustres de su siglo, merecedor de esa veneración singular con que le miran los católicos hijos de Francia, que aun no sintieron envenenadas sus almas con la ponzoña que en estos últimos años ha vertido el odio sectario contra venerandas instituciones y prestigiosas figuras.
A pesar de los medios criminales que empleó su madre para malograr su generación, Dios quiso que Germán viniera al mundo, el año 496, en el territorio de Autun, y desde los primeros años, ya plugo a Dios favorecerle con su especial protección.
Su abuela, intentó envenenarle para que todo el caudal de la familia lo heredase Estratidio, otro nieto por el que sentía ciego cariño.
A raíz de este incidente, huyó Germán a Luzy, al lado de su pariente el ermitaño Scopilión.
Allí, bajo la disciplina de tan santo como sabio maestro, aquel niño que tan mal había sido acogido en el seno de su propio hogar, halló consolador refugio, y tomando por modelo a su ilustre tío, que desempeñó para él los oficios de padre, adelantó rápidamente por el camino de la santidad.

(CONTINUARÁ… pag. 502)

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