Después del martirio que cimentó la sociedad
cristiana, y de la ciencia que la prestó robustez, vino la dirección, el
gobierno que perfiló y concluyó la gran obra.
Cuando una tierra ha bebido la sangre del
sacrificio, y cuando ha sido penetrada por los rayos luminosos de la doctrina
cristiana, esa tierra no pide otro principio de fecundidad que la simiente del
sacerdocio y del episcopado. Por esto los grandes Obispos se asientan en la
historia de los pueblos cristianos a continuación de los grandes doctores y de
los grandes mártires, y su actividad maravillosa viene a dar a todo el edificio
su forma y coronamiento.
A través de los agitados siglos, el Episcopado
católico, fiel a la grandeza de su misión en el mundo, sigue sin vacilaciones
la ruta gloriosa que Dios le trazó, conduciendo por las espaciosas vías de la
civilización cristiana, a todos los pueblos que tienen la dicha de someterse a
su yugo paternal.
Desde los primeros siglos de la Iglesia, el
Episcopado aparece revestido por la Divina Providencia de una fuerza, de un
ascendiente beneficioso sobre los pueblos, que en vano los orgullosos poderes
de la tierra han pretendido destruir.
Y es que la vida de un Obispo abraza todos los
deberes y todas las funciones de la vida civil y religiosa.
Un Obispo, dice un ilustre apologista, bautiza,
confiesa, predica, administra las órdenes sagradas, confirma en la fe, dicta
las penitencias privadas o públicas, lanza anatemas, levanta excomuniones,
concede indulgencias y gracias espirituales…; un Obispo administra los bienes
de su clero, pronuncia su fallo como juez de paz en las causas particulares;
sirve de árbitro en litigaciones ciudadanas; publica tratados de moral, de
disciplina, de teología; escribe contra los heresiarcas y los filósofos; se
ocupa de ciencia y de historia; envía cartas luminosas a ilustres corporaciones
que en asuntos arduos demandan sus consejos; asiste a los Sínodos y a los
Concilios, es llamado a consulta por reyes y príncipes, encargado de negociaciones
importantes…; en suma, los tres poderes, religioso, político y filosófico, se
hallan concentrados en el Obispo.
Tal fue San Germán, el glorioso Obispo de París.
Por su elocuencia, su santidad, sus milagros, su caridad y su influencia cerca
de los poderes de la tierra para la salvación y engrandecimiento de su país, es
uno de los Prelados más ilustres de su siglo, merecedor de esa veneración
singular con que le miran los católicos hijos de Francia, que aun no sintieron
envenenadas sus almas con la ponzoña que en estos últimos años ha vertido el
odio sectario contra venerandas instituciones y prestigiosas figuras.
A pesar de los medios criminales que empleó su
madre para malograr su generación, Dios quiso que Germán viniera al mundo, el
año 496, en el territorio de Autun, y desde los primeros años, ya plugo a Dios
favorecerle con su especial protección.
Su abuela, intentó envenenarle para que todo el
caudal de la familia lo heredase Estratidio, otro nieto por el que sentía ciego
cariño.
A raíz de este incidente, huyó Germán a Luzy,
al lado de su pariente el ermitaño Scopilión.
Allí, bajo la disciplina de tan santo como
sabio maestro, aquel niño que tan mal había sido acogido en el seno de su
propio hogar, halló consolador refugio, y tomando por modelo a su ilustre tío,
que desempeñó para él los oficios de padre, adelantó rápidamente por el camino
de la santidad.
(CONTINUARÁ… pag. 502)
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