domingo, 1 de abril de 2012

SAN HUGO, OBISPO DE GRENOBLE



SAN HUGO, OBISPO DE GRENOBLE

“Como el Padre me ha enviado, YO OS ENVÍO A VOSOTROS. Los pecados que perdonéis serán perdonados. Id, enseñad a todas las naciones. Yo estoy con vosotros hasta la consumación de los siglos.”
He aquí las palabras que Jesucristo, después de borrar la maldición que pesaba sobre la tierra, dirigió a sus Apóstoles. He aquí las santas frases que inician en el mundo el ministerio sacerdotal.
Ni los Césares con sus espadas, ni los Voltaire con sus plumas extirparán el sacerdocio divino, definitivamente constituido por voluntad suprema del Salvador. Persecuciones, condenaciones, calumnias, castigos, suplicios…, nada podrá concluir con esa raza inmortal que lleva en su alma el sello sagrado de Dios. Si se la persigue en Jerusalén, ella penetra en Corinto, Éfeso, Tesalónica, Atenas, Antioquía, Roma…; si la herejía la arroja de Oriente, el Occidente le brinda sus dominios; si la destierran de Alemania, Dinamarca, Suecia y otros países protestantes, reflorece en América laborando incesantemente en su obra de salvación. La familia sacerdotal reinará siempre en el mundo, y no terminará sino con el mundo. Hemos dicho terminará y el vocablo no es exacto, no es apropiado. No terminará: se transfigurará en los esplendores de la gloria.
Sólo la luz del cielo puede disipar las sombras de nuestras conciencias; sólo el lenguaje de la verdad puede sacarnos de nuestra indiferencia y culpable ofuscación; sólo el sacerdocio católico, que al ser instituido por Cristo, vinculó en sí esa luz y esa verdad, puede salvarnos y atajar el desordenado impulso de las pasiones. El sacerdote, el sacerdote católico es necesario, absolutamente imprescindible para el bien de la sociedad; porque el sacerdote católico es el hombre y el representante de Dios cerca del pueblo.
Tan necesaria es a la sociedad esa institución del sacerdocio, que no ha habido pueblo en la historia, aun los más salvajes e incultos, que hayan dejado de ostentar, si bien desfigurada, tan suprema jerarquía. En las pagodas de la India y del Tibet, como en los celebrados santuarios de Egipto, Grecia y Roma, aparece el sacerdote, a quien se le mira con religiosa superstición. Son los inspirados, consultados por los héroes de Homero; son los que en los campos Elíseos de Virgilio presiden los festines de los justos; son los druidas, que dan su parecer en las empresas guerreras de los galos, de los escandinavos, de los germanos…; son en fin, hasta esa serie de ridículos idolillos humanos que ya en los mares glaciales, ya en los bosques sombríos, miran como intérpretes de sus groseras deidades los pueblos salvajes.
Tan necesario, repetimos, es el sacerdote, que cuando el hombre, cegado por la impiedad, ha querido arrojarlo de las modernas sociedades, lo ha suplantado, ya por Robespierre que erigido en pontífice se dirige al templo de Nuestra Señora de París a declarar que “el pueblo francés cree en la existencia de Dios y en la inmortalidad del alma”, ya por la risible jerarquía de los treinta y siete grados en las logias masónicas…
La figura del sacerdote católico, del sacerdote verdadero, del único que ostenta con perfecto derecho la representación de Dios, ejerce sobre la vida del hombre un beneficioso influjo. A la sombra del venerable ministro del altar las sociedades prosperan; o mejor dicho, a la sombra del árbol sacrosanto de la cruz, que el digno sacerdote católico procura siempre plantar en el corazón de los hombres.
Ningún ministro de las iglesias protestantes o cismáticas –ramos desgajados del frondoso árbol de nuestra religión- aun suponiéndolo adornado de grandes virtudes, de honestas costumbres, de juicio recto, puede realizar la labor sublime del sacerdote católico. Él no puede borrar el pecado, abrir las puertas del cielo, cerrar las del infierno, ofrecer el incruento sacrificio, interpretar la verdad. Y no puede porque no ha sido llamado, ordenado por Dios. Su sacerdocio es una mixtificación, una corrupción del sacerdocio legítimo, del apostolado verdadero…
La vocación, por la cual Dios llama al hombre; la ordenación, por la que le reviste de su poder y el ministerio por el que le autoriza para obrar en su nombre, son tres circunstancias que solo reúne el sacerdote católico.
Con los pastores protestantes y con los “popers” griegos no rezan aquellas palabras que Jesucristo dirigió a los doce elegidos de Galilea: “Venid en pos de mí; os haré pescadores de hombres. No sois vosotros los que me elegís, sino Yo el que os elijo a vosotros… Nadie sea osado a tomar el poder sacerdotal, si no es llamado como Aarón… Como el Padre me ha enviado, Yo os envío a vosotros”. Y este llamamiento divino transmítese de siglo en siglo, y en todas las lenguas. Los Apóstoles eligen a Matías en sustitución de Judas; Ananías consagra a Pablo; Pablo a Tito, a Filemón, a Timoteo… La genealogía de la raza ilustre del sacerdocio católico es una, invariable, permanente, constante… Roma es siempre el centro de la misión universal, el lugar de donde parten los conquistadores evangélicos: Agustín el monje se dirige a Inglaterra; Bonifacio a Germania; Vildebrando a Suecia; Esteban a Bolonia y Hungría; Francisco Javier a China y el Japón.
Y, además de llamar, la Iglesia católica elige, ordena. El Obispo transfiere al levita los poderes que él ha recibido: el poder de enseñar la palabra divina, de perdonar los pecados, de ofrecer sacrificios por los vivos y los muertos… Y unge con óleo santo aquellos dedos destinados a recibir a Jesús, y ya ungido, autorízale para ejercer el sagrado ministerio. ¡Y hay un hombre más que habla en nombre de Dios, y en nombre de Dios perdona, y en nombre de Dios condena y excomulga…! ¡Hay un nuevo apóstol a cuyas manos consagradas desciende Dios haciéndose alimento y bebida del flaco mortal…!
Todo otro sacerdote no católico es un médico sin medicinas infalibles para las llagas del alma; es un canal vacío por donde no corren las gracias del cielo; es un hombre, que aunque sea un pozo de ciencia y un arsenal de virtudes, carece de autoridad para hablar en nombre de Dios. Es como un templo sin bendecir: por limpio y pulcro y suntuoso que aparezca, no merecerá la veneración y el respeto de los fieles, mientras no haya sido consagrado y en el sagrario se albergue la divina Víctima…
Por esto la ascendencia del sacerdote protestante o cismático sobre el alma de las muchedumbres, es casi nula si se compara con la que ejerce el sacerdote de la Iglesia Católica.
¡El sacerdote católico…! A él se pueden aplicar aquellas palabras que se leen en el capítulo XIV del libro I de los Macabeos: Justitiam et fidem conservavit genti suae et exquisivit ovni modo exaltare populum suum.- Él ha conservado a su nación la justicia y la fe y ha procurado por todos los medios posibles el decoro y la gloria de su pueblo.
En el púlpito, en el confesionario, en el altar, el sacerdote siempre triunfa; la patria, el hogar, la familia, siempre reclaman su concurso. Su venerable figura apareció en todos los acontecimientos prósperos o adversos de nuestra vida. Él baña con el agua regeneradora del bautismo la cabeza del tierno infante; él bendecirá el lazo matrimonial de aquel mismo niño cuando ya hombre elija compañera; él confortará su alma cuando aquel hombre, ya decrépito anciano, se halle en los linderos de la muerte… ¡siempre el sacerdote católico con nosotros! ¡Siempre enalteciéndonos, instruyéndonos, civilizándonos…!
Por eso aquellas personas que consagran sus desvelos a fomentar la raza sacerdotal, creando seminarios y colegios, e inculcando en los cristianos la vocación eclesiástica, merecen un eterno recuerdo. Por eso se lo rendimos a San Hugo Obispo de Grenoble, cuya festividad celebra hoy la Iglesia.

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Hagamos su historia.
Por el año del Señor 1053, en un lugar llamado Castillo-Nuevo, de la diócesis de Valence, en el Delfinado, nació un niño, a quien se le puso el nombre de Hugo. Sus padres, nobles por su genealogía, éranlo más por sus virtudes; así es que desde los primeros años educaron al niño Hugo con el esmero de quienes buscan la dicha de sus hijos, no en las glorias y riquezas perecederas de esta vida, sino en los bienes eternos que Dios promete a sus fieles servidores. No es extraño, pues, que Hugo, a quien la Providencia había concedido disposiciones muy felices, tanto para la virtud como para la ciencia, se mostrase, desde la más tierna edad, como un niño distinto de los demás por sus inclinaciones, por su modestia, por su conducta toda, que revelaba la hermosura de su alma y la santidad que un día habían de orlar su frente.
Amante del estudio, recorrió varias escuelas, así nacionales como extranjeras, donde aprendió las ciencias y las letras del siglo, y en las que se dio a conocer por su claro entendimiento y rectitud de juicio; pero sus estudios no enfriaron nada su piedad ni le distrajeron en su devoción. Una extremada modestia le preservó del orgullo y de la soberbia, como el pudor y templanza alejaron de él los peligros de la inocencia.
Su ciencia y su virtud lo elevaron a canónigo de Valence cuando, terminados sus estudios, volvió a esta ciudad; mas allí fue llamado por el obispo de Dic, llamado también Hugo, y legado del Papa Gregorio VII, para que le ayudase en la obra de regeneración que había emprendido, tanto en la disciplina y desórdenes del clero, como en las costumbres depravadas de las gentes. No salieron defraudadas las esperanzas que el obispo había puesto en Hugo, pues si con su predicación logró que el clero volviese al camino ordenado de la virtud y de la obediencia, con su ejemplo obtuvo grande cosecha de buenas costumbres en el resto del pueblo.
En el año 1080, acudieron al obispo legado, que se hallaba celebrando un concilio en Aviñón, los fieles de la iglesia de Grenoble, sede vacante entonces, y le pidieron que nombrase obispo para aquella iglesia, indicándole su deseo de que fuese Hugo el designado. Concedióles lo que pedían, con gran contentamiento de todos; pero Hugo se negó en absoluto a aceptar aquella dignidad, pretextando mil motivos que su gran humildad le sugería; y fue tal su resistencia, que el legado tuvo que hacer valer toda su autoridad para que admitiese el cargo, llevándolo luego consigo a Roma, a fin de que fuese consagrado por el mismo Pontífice, como así se efectuó, a pesar de las nuevas excusas que Hugo dio al Papa, para que este no aprobase su nombramiento.
Cuando el nuevo obispo, de vuelta ya de su consagración, se hizo cargo de la iglesia de Grenoble, quedó aterrado ante el desorden y vicios que reinaban en la diócesis: en el pueblo la ignorancia, la usura, la rebelión continua contra toda autoridad y las costumbres más licenciosas; en el clero la insubordinación, el orgullo, la simonía y el relajamiento moral. (CONTINUARÁ… Página 11)

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