miércoles, 4 de abril de 2012

SAN ISIDORO


SAN ISIDORO

El talento, como la virtud, se impone al fin; y pese a las diferencias de partido, a los antagonismos de secta, a las divergencias de opiniones que entre uno y otro bando existen, y a la envidia y al despecho de cuantos sin alas para elevarse pretenden escalar la cúspide de la gloria, el genio, más tarde o más temprano, logra abrirse camino entre la indiferencia o el desdén de los hombres, alcanzando el aplauso universal.
Tal ha sucedido con las glorias de la Iglesia, con los grandes talentos formados al calor de sus enseñanzas divinas. Ninguna institución tan combatida como la Iglesia: sus detractores no han perdonado medio para ridiculizarla y zaherirla. Se la ha vejado en sus dogmas, en sus ceremonias, en sus preceptos, en sus ministros. Pero el talento, el genio de sus ilustres apologistas, de sus eminentes defensores, que resplandecía en volúmenes admirables y discursos maravillosos, no tuvo más remedio que ser reconocido de todo el mundo, aun de aquellos que militaban en las filas del ateísmo, del materialismo, de la impiedad.
Los nombres de San Jerónimo, de Crisóstomo, de San Gregorio Magno, de Santo Tomás, de San Agustín…, sobrenadan por encima de todas las miserias de creencias y partidos, y son aclamados, alabados cada vez con mayor entusiasmo por los hombres de las más opuestas doctrinas.
San Isidoro, he aquí una de las más grandes lumbreras que irradiaron en el cielo de la sabiduría hispana y en el firmamento de la Iglesia católica. Su nombre se pronuncia con igual respeto por amigos y adversarios, y en todas las historias de nuestra genial literatura, sea del autor que sea, se le prodigan justificadamente alabanzas sin cuento.
Aun en su época, los mismos arrianos a quienes tenazmente combatió, se vieron precisados a reconocerle su talento universal. Porque la mente de Isidoro lo abarcaba todo: igual los abstrusos problemas filosóficos que las risueñas concepciones del arte; lo mismo los cálculos matemáticos, que las lucubraciones sobre este o aquél punto de doctrina religiosa, política o social. Era filósofo, teólogo, astrónomo, botánico, historiador, crítico, poeta… Sus vastos conocimientos comprendían todas las ramas del saber. Isidoro, el esclarecido Isidoro, se presenta en los fastos de la historia y descuella entre los grandes genios de los siglos VI y VII, cual monumento imperecedero de lo que a la religión deben las naciones, respecto a su cultura, a su progreso y su positiva civilización.
Dos ciudades se disputan el honor de haber sido las que mecieron su cuna: Sevilla y Cartagena. Parece que nació en esta población última, donde vivían sus cristianos padres; mas también puede considerarse hijo de la hermosa capital andaluza, ya que en ella pasó la mayor parte de su vida –desde los primeros años de su infancia-, y en ella se educó, estudió, redactó sus luminosos libros y practicó las más hermosas virtudes. Bien puede considerarse sevillano, quien en Sevilla murió, después de haber regenteado la Sede hispalense cerca de cuarenta años.
Era San Isidoro el menor de aquellos ilustres hermanos, glorias de España y de la cristiandad, que se llamaron San Leandro, San Fulgencio y Santa Florentina. Y para ponderarle cumplidamente, baste decir que reunió en sí el temple enérgico de Leandro, arzobispo de Sevilla, la profundidad y lozanía que fulguran en los escritos de San Fulgencio, y la unción y misticismo de su hermana Florentina. Su erudición era pasmosa, y de ella nos da prueba su admirable obra De las Etimologías, escrita a instancias de su discípulo San Braulio, obispo de Zaragoza, y en donde copiosamente se aportan datos de sumo interés para diversas ciencias y artes. También merece citarse como modelo de obras eruditas la titulada De los varones ilustres, en la que, a ejemplo de San Jerónimo, coleccionó a algunos escritores eclesiásticos a partir del célebre Osio, obispo de Córdoba.
Como dice un ilustre predicador del siglo pasado* refiriéndose a este Santo, él, cuando nuestra España gemía en la triste noche de la barbarie y de la ignorancia, fue uno de aquellos hermosísimos fanales que plugo a Dios colocar en su seno, para que esparciendo las más puras luces de la doctrina católica, ahuyentase las negras sombras que enlutaban el horizonte intelectual de sus habitantes. ¿Quién no se llenará de gozo viendo a Isidoro colocarse al frente de todo cuanto puede contribuir a la reforma de una sociedad bastardeada por los instintos bárbaros y corrompida por las costumbres de las varias razas que se habían mezclado en ella? Isidoro fomenta la ilustración, estimula el talento, protege la ciencia, levanta el genio de la postración en que yacía sumido por causa de las grandes revueltas que venía atravesando este infortunado suelo. El no vive más que para su pueblo; él consagra todos sus trabajos y todas sus vigilias a formarle, a nutrirle con aquellas sublimes verdades que deben conducirle a su eterna felicidad. Convencido de que la educación de la juventud es el cimiento de todo lo útil, establece colegios, academias y seminarios, donde no solamente los jóvenes de su diócesis sino también de toda España, se forman en letras y en virtud, bajo la dirección de sabios preceptores. Sin el gran Isidoro, acaso no hubiesen brillado otros cien genios en ciencias y en santidad, que allí, en las aulas fundadas por San Isidoro aprendieron a ser sabios y virtuosos.

(CONTINUARÁ… pag 77)

* Del Siglo XIX

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