lunes, 9 de abril de 2012

SANTA CASILDA





Antes que el Genio se halla la Virtud. Solo por la Virtud. Solo por la virtud los santos fueron santos. Si no hubieran sido virtuosos, Agustín de Hipona, Ambrosio de milán, Tomás de Aquino, Gregorio Magno y otras lumbreras de la Iglesia, no se hallarían revestidos con la aureola de la santidad. El talento, la sabiduría, son secundarios, son hasta indiferentes para el hecho en sí de canonizar a un hombre. En cambio, la caridad, la bondad, la virtud en una palabra, aun sin ir acompañada de la ciencia basta para alcanzar el honor de los altares.
¡La virtud!... ¡La Caridad!... ¡El bien!... He aquí la cima de la perfección cristiana que no se alcanza por ningún otro sendero. La Ciencia y el Arte no pueden ofrecer nunca patente de santidad. Es a la virtud a quien está reservado ungir con el bálsamo inmortal de los cielos la frente de quienes a ella se consagran. Una persona que practica la virtud es más grande que Cicerón y Napoleón, gigantes por sus empresas públicas y pigmeos por la ruindad de sus pasiones.
Repasad la vida de Santa Casilda y encontraréis un vivo ejemplo de cuanto decimos.
¡Santa Casilda!... Ni el abolengo de su ilustre casa, ni lo cuantioso de su fortuna, ni los encantos de su rostro, hubieran bastado para granjearle durante su vida la sincera admiración del pueblo, y para proporcionarle después una corona de gloria. Pero su bondad, sólo su bondad, la hace reinar en los corazones humanos y le conquista el piadoso fervor de las generaciones venideras. La Virtud animaba su poética figura con la aureola de santidad. Por ser virtuosa, sobre su corazón de sarracena vierte Dios la gracia, y obra en obsequio suyo prodigios singulares.
Su caridad, su gran amor a toda suerte de menesterosos, inspirábala hermosas resoluciones. Tratando de consolar y socorrer, todos los indigentes, mahometanos o cristianos, eran iguales, no mirando en ellos al individuo de ésta o aquella secta, sino al prójimo desventurado, hijo como ella de Dios, por consiguiente hermano, que recorría el mundo llevando a cuestas una carga de miserias y dolores…
Y ni la alteza de su jerarquía –era hija de Aldemón, rey de los agarenos en la capital toledana, le impedía acercarse a las clases más humildes, ni su condición de mahometana trabajar incansablemente por la libertad de los pobres cristianos cautivos.
¡Los cristianos cautivos!... ¡Cómo sufría la santa al verlos pasar delante de su palacio extenuados, abatidos, macilentos, saliéndoles al rostro de la vergüenza de la derrota, y brillándoles en los ojos las lágrimas por el recuerdo de sus hogares perdidos!... ¡Cuán tristemente sonaban en el alma de Casilda aquellos pasos de los prisioneros, embarazosos por las férreas cadenas que se argollaban a sus pies!... ¡Ah, de buen grado hubiese descendido las escaleras de la mansión real, y llegando hasta ellos, con sus manos, blancas como el lirio y finas como el cristal, desatara las prisiones tornando los torturados miembros a su primitiva ligereza!...
¡Las guerras!... ¡El cautiverio!... ¡Los castigos!... ¡La muerte!... ¡Los grandes odios entre los humanos!... Casilda no podía comprenderlos. Su corazón todo abnegación, todo cariño, todo bondad, no acertaba a explicarse nunca cómo había hombres que llevados de ciego furor mutuamente se despedazasen… Siendo tan hermoso amar a nuestros hermanos –se decía- ¿por qué atormentarlos y escarnecerlos? Y en su interior, Casilda parecía escuchar una voz misteriosa que replicábale: -“Para que las almas bondadosas cual la tuya tengan ocasión de manifestarse. Para que el agradecimiento surja de los pechos doloridos y el corazón, al conmoverse con las acciones generosas que se le hacen, adquiera su nuevo encanto…”. Y casilda, ya que no podía devolver la libertad a los cautivos, procuraba en lo posible mitigar sus penas, visitándolos, a escondidas de su padre, en las prisiones, y llevándoles, juntamente con alguna porción alimenticia que aplacase el desfallecimiento de sus cuerpos, algunas frases de consuelo que endulzaran la pena de sus contristados espíritus! ¡Cómo se lo agradecían ellos!... ¡Cómo regaban con sus lágrimas las bienhechoras manos de la joven princesa; y cómo ella sentía en su alma el indefinible placer de aquellos santos ejercicios de caridad!...
Por sus limosnas, por su compasión, por su desinterés, por su generosidad hacia los cristianos, mereció Casilda la recompensa del cielo. ¡Cuánta poesía encierra aquella escena inicial de su conversión a la fe!... En verso merecería relatarse. Fue así:
 Un día, como de costumbre, salió ocultamente de su palacio dirigiéndose a las mazmorras mahometanas, donde gemían los infelices cristianos. En su rica halda de princesa llevaba la caritativa Casilda abundante provisión de pan. Creía marchar sola, pero detrás de ella, a muy pocos pasos, venía el rey, su padre.
Aldemón, avisado por sus leales de la prodigalidad de su hija a favor del infiel, quiso cerciorarse por sí mismo de la verdad de aquellas manifestaciones, para en caso afirmativo castigar a quien, olvidándose de su real estirpe y de su fe mahometana, se atrevía a descender hasta las cárceles de los cristianos aliviando su aflictiva situación.
Bien ajena del seguimiento, entró la bondadosa joven en la cárcel por una secreta puertecilla; mas antes de que ésta hubiera podido cerrarse, asomó el rey llenando su presencia de turbación a la joven, que trataba de ocultar los panecillos que llevaba en su falda.
El rey se aproximó y le dijo: “’Qué lleváis ahí?... Y ella, confusa, sin saber lo que decía, exclamó: “Flores”. Y en efecto, por un milagro del Altísimo, cada pan se había convertido en una rosa. Y al mismo tiempo, en presencia del milagro, se obraba otra conversión en el alma de Casilda. La verdad cristiana infundióle sus soberanas luces, y, ya desde entonces, sólo pensó en purificarse con el agua santa del Bautismo. ¿Cuán cierta es aquella sentencia del rey David: “Bienaventurado el que atiende al pobre y al necesitado; a quien dios librará en el día malo…!”

Día y noche suspiraba Casilda por hacerse cristiana; mas para lograr su propósito luchaba con grandes obstáculos, a causa de su alta dignidad y de la estrecha observancia a que se hallaba sometida por su padre. Sin embargo, la joven confiaba en la misericordia del Señor, que no la abandonaría en tan críticos instantes.
Y no se frustraron aquellas esperanzas consoladoras: oyó Dios sus oraciones y quiso premiar el heroísmo de su caridad, valiéndose de un suceso bien extraño al parecer, pero muy conducente para la realización de sus designios. Según escriben varios autores, dióle el Señor una enfermedad incurable de un flujo de sangre continuo.
Cuantos remedios buscó el solícito padre para aliviar la dolencia de su hija fueron ineficaces. Aquel mal, ante los ojos de la ciencia, no tenía cura.
En tan crítica situación, supo Casilda, por revelación divina o por relación de los cautivos cristianos, que el único remedio para el alivio de su enfermedad sería bañarse en el lago de San Vicente, situado en Briviesca, cerca de la ciudad de Burgos.
Comunicada la noticia a su padre, éste, como se hallara milagrosa fuente en poder de los cristianos, antes de curarla, creyó oportuno pedir parecer a su Consejo, el cual fue de acuerdo que debía atenderse a la salud de la princesa. Obtenida,  pues, la licencia, Casilda, en unión de varios servidores, marchó a Burgos, llevando cartas de recomendación para Fernando I, rey de Castilla, quien la recibió con todos los honores debidos a su noble condición.
Y aquí la princesa mora consiguió lo que tanto anhelaba: recibir las aguas del bautismo. Aquellos fervorosos cristianos instruyéronla en los misterios de nuestra fe, y en breve Casilda tenía el santo orgullo de profesar la sublime religión del Crucificado.
Hallándose ya en tierra alumbrada por los esplendores de la verdadera fe, Casilda no quiso volver a Toledo. Pospuso las comodidades de su palacio a una humilde ermita que mandó construir cerca del lago donde encontró la salud. Oraciones, vigilias, penitencias fueron su ocupación continua, y abrasándose más cada día en el amor de Jesucristo, le consagró su virginidad.
Santa Casilda fue, durante el resto de su vida, el modelo de cuantos querían seguir el camino de una severa perfección.
Los autores no están conformes en la fecha del día en que murió la santa. Unos señalan el 15 de abril de 1050, y otros el 9 de este mismo mes del año 1074. Parece lo más probable que muriese en dicho día 9, ya que a esta fecha hacen mención la mayoría de los breviarios y martirologios.
Su cuerpo fue sepultado en el mismo lugar donde vivió santamente, trasladándose luego, en 30 de Julio de 1529, a la preciosa urna de plata en que hoy se venera.
Su ermita es muy visitada, y su culto se halla muy extendido entre los fieles de la Rioja*, las Provincias Vascongadas y Burgos.

* España

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