jueves, 3 de mayo de 2012

LA INVENCIÓN DE LA SANTA CRUZ



Antes de enaltecerla Jesucristo con su divina sangre, la cruz era un signo de oprobio en el mundo. Pero muere en ella el sublime Redentor del género humano, y ya la cruz es la insignia bendita que campea victoriosa en todos los pueblos, cobijándonos en la vida y en la muerte con sus brazos protectores. La cruz, desde que en ella exhala su postrer suspiro el Salvador, es… ¡la Cruz!...
La Cruz nos acompaña por todas partes. La imagen de la Cruz se ostenta en la cabecera del lecho, velando nuestras horas de reposo; pende del cuello del niño como preservando su inocencia; luce sobre el pecho de la doncella tímida como resguardo de su castidad. En las cúpulas de los campanarios, en las astas de las banderas, en las tiaras de los Pontífices, en las coronas de los reyes, en las condecoraciones militares, en los mantos de los caballeros cruzados…, la Cruz se incrusta, o se pinta o se borda. La Cruz es un signo de nobleza; Cristo la ha convertido en trofeo glorioso, en timbre preclaro, ¡en el más limpio blasón!...
A la sombra de la Cruz se desarrolla toda la vida del hombre cristiano: nace, y el sacerdote le bendice haciendo sobre la cabeza del neófito la señal de la Cruz; elige compañera, y la bendición, en forma de cruz, sanciona ante Dios y los hombres aquel enlace; muere, y en cada uno de sus cinco sentidos, para purificarlos, dibuja el sacerdote con óleo santo el adorable signo de la redención… ¡Y ese signo, esa Cruz bendita pondrán entre sus manos yertas, amarillentas, frías, otras manos amantes donde aun la muerte no estampó sus huellas destructoras!... Esa cruz, se extenderá a lo largo de la tapa que encubre sus mortales restos; presidirá la carroza fúnebre que le conduzca a la tumba; ¡Sobre la misma tumba aparecerá cobijándole, velando su sueño en aquel lecho de la tierra, con igual solicitud y cariño que cuando él, lleno de salud, pletórico de juventud, de energías, de fuerzas, descansaba entre blandas coberturas!... La Cruz es nuestra inseparable compañera.
¡Cuánta poesía irradia esa bendita Cruz!... ¿No os acordáis, piadosos lectores, cuando por vez primera, en los albores de vuestro vivir, en la niñez, vuestros pequeños dedos, empujados por otros dedos maternales, dibujaban la señal del buen cristiano encima de la frente, para que nos librara de los malos pensamientos; encima de la boca, para que nos librara de las malas palabras; encima del pecho, para que nos librara de los malos deseos…? ¡Oh, fuerzas, oh, poder incontrastable de la Cruz, que entonces, en aquella tierna edad, vestíbulo del dolor, al compás de la voz de nuestras madres, ya proclamábamos, ya presentíamos!...

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